Acabo de mencionar a Corrado Alvaro y el Sur del mundo, que me gusta decirlo en plural, al que siento pertenecer de manera visceral. Entre estos “Sur”, está el mío, Calabria, una tierra hacia la que cada calabrés y calabresa alimentan un sentimiento contrastante de amor-odio. Una tierra atormentada, una madre-madrastra de la que se huye para volver. En cuanto a mí, siempre digo que pertenezco a una “generación elástica”, que tiene la suerte de no tener que irse nunca del todo, como les pasó a nuestros bisabuelos y abuelos que emigraron hasta hace unas décadas, ni siquiera la condena de tener que quedarse lo que sea necesario. Como escribo en mi última novela, Il figlio del mare (Pellegrini Editore, 2020), la primera ambientada en Calabria, somos un poco “aldeanos del mundo”, o almas del interior y del mar catapultadas, a su pesar, en lugares desconocidos. Quienes hayan regresado para quedarse deben responsabilizarse de ello. Debemos dar a esta tierra difícil lo mejor que hemos aprendido afuera, pero sin distorsionarla; también debemos sacar a relucir nuestra verdad, que está hecha de contradicciones: belleza y destrucción, poesía y miseria.