Tu pelo, para algunos
era diablura del infierno
pero el zunzún allí
puso su nido, sin reparos,
cuando pendías en lo alto del
horcón,
frente al palacio de los
capitanes.
Dijeron, sí, que el polvo del camino
te hizo infiel y violáceo,
como esas flores invernales
del trópico, siempre
tan asombrosas y arrogantes.
Ya moribundo,
sospechan que tu sonrisa era
salobre
y tu musgo impalpable para el
encuentro del amor.
Otros afirman que tus palos de
Monte
nos trajeron ese daño sombrío
que no nos deja relucir ante
Europa
y que nos lanza, en la vorágine
ritual,
a ese ritmo imposible
de los tambores innombrables.
Nosotros amaremos por siempre
tus huellas y tu ánimo de
bronce
porque has traído esa luz viva
del pasado fluyente,
ese dolor de haber entrado
limpio a la batalla,
ese afecto sencillo por las
campanas y los ríos,
ese rumor de aliento libre en
Primavera
que corre al mar para volver
y volver a partir.