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Donde suelen quedarse las cosas

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MENCIÓN 

Por Miguel Bruno

Obra de Alberto Ybarra @albertoybarra1965

 La directora dice: 

 —Un alumno como vos, con notas excelentes. No me lo explico. 

 Después dice: 

 —¿Dónde está el yacaré? 

 Yo no le respondo. Ella me mira seria. Dice: 

 —Bueno, está bien. 

Apila unas hojas sobre el escritorio. Esas hojas tienen escrito mi nombre y las cosas malas que yo hice: llegué tarde veinte veces, empujé a un compañero en clase de Educación Física, robé un yacaré embalsamado. 

 La directora dice: 

 —Vos siempre andás con este chico, ¿cómo se llama? 

 —Él no tiene nada que ver —digo. 

 —Guillermo —dice—. Guillermo Torres. Algo le habrás contado. 

 —Él no tiene nada que ver —repito. 

La directora dice: 

 —No me quiero ver obligada a hacer la denuncia a la policía. 

Me quedo en silencio y ella levanta el tubo del teléfono. Es un teléfono amarillo que al descolgarlo hace ruido a plástico hueco. Con una seña de la mano me pide que espere afuera y le hago caso. Mientras salgo de la oficina de la dirección, escucho que marca un número. 

En el pasillo miro a un lado y al otro. Estoy solo. Entonces siento que me da un vuelco el corazón. No puedo creer que vaya a llamar a la policía. Nunca hubiera creído que esto iba a llegar tan lejos. Saco el celular y le escribo un mensaje a Guille: “ya lo saben, tenemos que devolverlo”. En eso la directora abre la puerta de su oficina y me lo dice: la policía no va a venir. Mis padres están en camino. 

Nuestros compañeros habían dicho que el viaje de egresados iba a ser una experiencia inolvidable. Ni Guille ni yo podíamos pagarlo pero algo teníamos que hacer. Si tuviéramos la plata, habíamos dicho, haríamos un viaje para nosotros. Sin reglas de qué hacer cada noche, sin coordinadores degenerados y, sobre todo, sin padres. 

Lo de la plata, en realidad, siempre lo decía Guille. Él estaba loco por la plata. Una vez le pregunté: 

— ¿Por qué te vuelve tan loco la guita? 

—La plata lo compra todo —me dijo—. Aunque todo el mundo diga que no, la plata lo compra todo. 

—Antes de terminar la secundaria, tenemos que hacer algo increíble —dije—. Algo que nadie pueda olvidar, durante años y generaciones. 

Fue entonces que el yacaré se me vino a la cabeza. Un yacaré embalsamado que había en el laboratorio de química. Cualquier alumno de nuestra escuela sabía que el yacaré estaba ahí. Lo mencioné así, al pasar, y Guille me agarró del brazo y me dijo que teníamos que liberarlo. “Robarlo”, fue lo que dijo. Me dijo que teníamos que robarlo. 

—Eso sí que sería inolvidable —dije. 

—Debe valer un montón —dijo él. 

Una mañana agarré la funda del teclado de mi hermano y la achiqué todo lo que pude. La guardé en la mochila y me fui a la escuela. Cuando terminaron las clases, todos mis compañeros salieron, pero yo no. Le dije a Mónica, la secretaria, que me había olvidado el teclado en el aula de música. 

—Siempre lo mismo —dijo ella—. Apuresé. 

El laboratorio estaba bien al fondo. Yo no sabía si a esa hora había clase ahí, ni sabía si la puerta iba a estar abierta. Cuando puse la mano en el picaporte y abrió y vi que la sala estaba vacía, sentí un golpe de adrenalina. 

El yacaré estaba arriba de un armario. Me paré en una silla y lo miré: sonreía. Era más corto de lo que recordaba. Lo levanté con las manos. Era más pesado de lo que había imaginado. Pensé que era un yacaré bebé que había sido apartado de su familia y luego vaciado por dentro. Lo sostuve fuerte y lo metí adentro de la funda del teclado. 

Me desesperé cuando vi que no entraba del todo. Una parte de la curva de su cola sobresalía por la funda. Aunque la cerrara, quedaba ahí, como algo que no se sabía bien qué era, pero que yo sí sabía qué era: era la cola del yacaré. La forma que tenía la funda no sugería para nada que hubiera un teclado adentro. Desde mi punto de vista parecía un yacaré, pero me cargué la funda y caminé por el patio de primaria, hacia el pasillo de secundaria. Atravesé el otro patio y entré en la recepción. 

— ¿Lo encontraste? —dijo Mónica. 

—Sí —contesté. 

Ella tenía que apretar el botón para que la puerta se abriera. 

— ¿Dónde estaba? —preguntó entonces. 

— ¿El teclado? 

—Sí. 

—Donde lo había dejado —dije yo. 

Ella dijo: 

—Es donde suelen quedarse las cosas, a menos que tengan patas. 

Apretó el botón y empujé la puerta. Bajé las escaleras lo más tranquilo que pude, pero me palpitaba el corazón y me temblaban las piernas. Cuando pisé la vereda, salí corriendo directo a la casa de Guille. Me abrió su mamá, que me dijo que él estaba en la pieza. Cuando entré, Guille cerró la puerta. Abrí la funda y retiré, despacio, al yacaré. Lo fui acercando con cuidado al suelo. No quería soltarlo antes y que se lastimara; y me pareció que me ayudaba y ponía sus patas delicadamente en el piso. 

—Estás loco —dijo Guille. 

Se lo veía contento. Sacó una botella de cerveza que tenía escondida atrás del escritorio. Tomamos del pico. 

Durante varias semanas, Guille escondió al yacaré en su armario. No me parecía bien y se lo dije. Después de todo había pasado de estar arriba de un armario a estar adentro de otro. 

—¿Te lo querés llevar vos? —dijo él. 

Todos los días, sin falta, iba a visitarlo. Nos encerrábamos en la pieza, sacábamos al yacaré del armario y lo poníamos en el piso. Yo le pasaba la mano por el lomo y lo miraba a los ojos. La visita terminaba cuando el papá de Guille llegaba del trabajo. En ese momento, él se ponía nervioso, guardaba el yacaré y me decía que tenía que irme. 

Al principio, Guille buscaba en internet a algún coleccionista o loco a quién pudiera venderle nuestro yacaré. Llegó a hacer algunos contactos, a recibir algunas ofertas que parecían verdaderas. Me contaba cada novedad, pero después dejó de hacerlo. Creo que se dio cuenta de que no me gustaba la idea de deshacernos de él. De dejarlo en manos de un desconocido. 

En la escuela se corrió la voz de que el yacaré ya no estaba. En la formación, la directora había dicho unas palabras a los ladrones. A nosotros. “Quien haya sido”, había dicho. “Quien sepa dónde está el yacaré”. Según ella, si nos entregábamos no iba a pasar nada. En ese momento sentí que los chicos y las chicas de la escuela nos miraban de otra manera, como si fuéramos una especie de héroes o, mejor, de ladrones respetables. Pero era imposible, nadie sabía nada. 

Descubrirme fue fácil. Solamente tuvieron que hablar con el profesor de música, que dijo que nunca en su vida me había visto tocando el teclado. Entonces me llamaron a la dirección después de clases, me pusieron una amonestación y me hicieron ver lo grave del asunto. 

El teléfono amarillo suena y la directora atiende. Dice unas palabras, cuelga y sé que mis padres acaban de llegar. 

La puerta de la dirección se abre y entran. Primero mamá, que me pone una cara de lástima tremenda. Después papá, que no me mira, y puedo notar que está apretando los dientes. Por último, la directora cierra la puerta y vuelve a sentarse detrás del escritorio. Apila las hojas, las revisa como si se hubiera olvidado de algo. Entonces habla, cuenta toda la situación. Papá y mamá escuchan atentamente. Yo miro el teléfono amarillo, me pregunto si ya habrá llamado a la casa de Guille, si su papá ya habrá llegado del trabajo. 

—Suspendido dos semanas —dice la directora—. Estamos evaluando la expulsión. 

—Lógico —dice papá. 

La reunión termina y todos se paran. Yo también. Antes de irnos la directora me lo hace saber: tienen el ojo puesto en mí y en lo que vaya a hacer a partir de ahora. Camino con papá y mamá hasta la recepción. Mónica nos abre la puerta. En la entrada del colegio, sin esperar siquiera a que crucemos la calle, papá me pega un cachetazo en la nuca. Cuando el cachetazo suena, algunos chicos del turno tarde, a los que yo conozco, están entrando. 

Me subo al auto y papá arranca. Durante un par de cuadras nadie habla, pero puedo ver a mamá moviendo la cabeza de un lado al otro, como si quisiera decir algo. Mira por la ventanilla y después mira a papá. Finalmente se anima: 

—Esto no puede ser —dice—. Tenés que ir a la psicóloga urgente. Lo estuvimos hablando… 

De golpe papá frena. Mamá se calla y se agarra de la manija de la puerta. Tengo que hacer fuerza para no irme para adelante. Estamos lejos de casa, pero papá me dice: 

—Bajate. 

—¿Qué? —digo. 

Se baja del auto y me abre la puerta. Me tironea hasta dejarme en la calle. 

—Ya que sos tan vivo, volvete solo. 

Vuelve a subirse al auto. Desde su ventanilla, mamá me dice: 

—Andá a la psicóloga. Te va a ayudar. 

—No le hables —dice papá. 

El auto arranca y se aleja por la calle. 

Cuando me parece que ya no pueden verme, corro hasta la casa de Guille. Ni siquiera llego a tocar timbre porque en la puerta hay un auto en marcha. Es el auto de su papá. Me acerco y veo que del lado del conductor está Guille. En los asientos de atrás va el yacaré. 

Me subo atrás, con el yacaré a upa. Guille maneja tan rápido que me asusta. 

—Lo voy a vender —me dice. 

—¿A quién? —digo. 

—A él —dice. 

Miro al yacaré sobre mis piernas. Va quieto y tiene la boca más cerrada que de costumbre. 

—¿Yo lo rescato y vos lo vendés? 

—Ya está todo arreglado —dice. 

Varias cuadras después frenamos frente a una casa antigua. Guille baja y toca timbre. En la puerta aparece un hombre extraño, vestido de pijama y con sombrero. Hablan. Después, el hombre se acerca al auto, abre mi puerta y me quita al yacaré. Cuando Guille vuelve a subir al auto, cuenta unos billetes en la mano. Son muchos. Me subo del lado del acompañante y arrancamos otra vez. 

—¿Y ahora? ¿Qué hacemos? —digo. 

—Con esta plata, lo que quieras —dice—. Nos podemos ir de la ciudad. 

—Nunca fui al Tigre. 

—Podemos ir. Podemos ir más lejos. 

—A Córdoba —digo. 

—A Salta —dice él, y nos reímos. 

—¿Será cara la nafta? 

—Olvidate —dice y se da una palmadita en el bolsillo donde guardó los billetes. 

El auto avanza por Avenida Corrientes. Pienso en mamá y en papá, en qué van a cenar esta noche, en cómo le van a explicar a mi hermano. Trato de ahuyentar esas ideas de la cabeza y entonces pienso en el yacaré, si estará adentro de otro armario o si el hombre del pijama y el sombrero lo habrá ubicado junto a otros animales abandonados. 

Esta idea me hace sonreír. Guille pone música y por unos minutos todo parece ir perfecto. 

Pero cuando llegamos a la altura de Estado de Israel el auto hace un ruido raro y se clava en medio del cruce. Guille ya no puede hacerlo arrancar. El semáforo cambia y los autos avanzan hacia nosotros. Nos esquivan apenas, nos tocan bocina y nos putean a lo loco. Las personas que cruzan la calle, nos miran las caras por el parabrisas. El semáforo dura una eternidad. Estancados en Avenida Corrientes. 

Entonces se lo pregunto: 

—Guille, ¿a vos tu papá te pega? 

Él me mira. Tiene las manos en el volante. Gira la cabeza y mira de frente a los bocinazos y las puteadas. 

—Ya no —dice. 

Miguel Bruno

Nació en 1996 en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires. Es escritor y psicólogo.

Participa del taller literario de Pablo Ramos desde 2016.

Fue seleccionado por La Bienal Arte Joven Buenos Aires en 2017 y 2021. Dicta talleres de escritura desde 2019.

Algunos de sus cuentos fueron publicados en antologías: “Como una rata” fue publicado en la antología Raros peinados nuevos, Editorial Eterna Cadencia, 2017. “El video de mamá” fue publicado en Los vicios de los muertos, Editorial Hormigas negras, 2020. “Los guantes naturales del hombre” fue publicado en Tan diversa, Antología por Mardulce Editora, 2022.

• Las obras que ilustran los cuentos han sido autorizadas por sus artistas o ya han sido publicadas en portales y redes sociales.

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