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La Gallega era puta

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Por Laura Soma

La Gallega era puta. No recuerdo el día que la conocí, de repente estaba entre nosotras. Teníamos 20 años. La tía, así le decíamos, tenía la edad de nuestras madres pero con una piel distinta, rarísima. No era blanca, tampoco era marrón como yo. Era del color del lápiz faber dorado, que es opaco pero brilla. Suave siempre, piel tensa sin una sola arruga. Decía que era de tanto coger.

Toda Zona Norte conoció a la Gallega. Viejos “gedes” de su edad, pibas y pibes rockanroleros,  señoras bien que oficiaban de vecinas, gente de la Muni y del hospital. Así caminaba la calle, a puro saludo de lejos y ese paso característico de la gente que anda siempre en una.

Era rescatista de perros. Vivía con varios y baldeaba la vereda compulsivamente con un líquido blanco que tenía un olor espantoso a amoníaco puro. También le daba de comer a un montón de perros de la calle. Recuerdo a unos que estaban al costado de la “olla” del Acceso Norte. Perros casi salvajes. Se había hecho una tarjetita con su celular y su seudónimo de proteccionista. Dark Angel decía.

Bien nómada era la tía y así la recuerdo. Manejando un Fiat 147 blanco, con su perro Akita que se limpiaba las patas antes de subir; comprando pescado en la zona de Bancalari para cocinarlo al disco; armando un balcón en su casa con las vallas robadas del corso (en épocas de carnaval); bailando y gritando estribillos en los recitales de Suburbio Rock. Por ese entonces, las bandas del barrio funcionaban bien. Tocaban seguido y pegaban buenas fechas. A veces íbamos a verlos a Capital, a esos sucuchos subterráneos que existían previos a la tragedia de Cromañón.

Siempre nos decía lo mismo.

-El gordo, el vocalista de Suburbio Rock, me prometió que van a tocar en mi velorio.

La tía lo había visto nacer al gordo y de alguna manera se quería asegurar una última fiesta. Una última canción.

La visitamos en tantas casas distintas. Tengo muchas fotos mentales de una por Tigre, al fondo, cerca de las Tunas. Era un barrio de calles de barro y se estaba haciendo un entrepiso de madera hermoso. Ese día puso la pava y nos dijo que la banquemos que salía un rato y volvía. Se fue con la tintura puesta y volvió con el pelo hermoso y olor a baño de crema caro. Después nos ofreció ese servicio de peluquería mientras nos contaba sobre las virtudes de las duchas de los telos. El agua sale con fuerza.

Otra vez la visité en una casa al fondo de Virreyes, tenía pisos de pinotea. Estaba cuidando a una amiga que a duras penas se sostenía erguida en una silla en la esquina de la mesa. Tenía una especie de respirador a causa de un enfisema pulmonar. No hablaba, apenas movía las manos para señalar la caja de cigarrillos. La tía se los prendía y se los pasaba. Una vida sin respiro.

No sé de qué hablábamos en esa época, creo que solo la escuchaba. Contaba sobre proyectos, su nieto, nuevas casas y locales de productos de limpieza que estaba por poner. De vez en cuando tiraba anécdotas de su juventud, de viajes, de overoles naranjas y de cuando laburaba en Ámsterdam desde una vidriera. Siempre arriba estaba la gallega.

Algunas veces me la encontré en el hospitalito de Boulogne, yo llevaba a mi hija y ella hacía su tratamiento ahí. No hablaba mucho de su enfermedad. Poco antes de perderle el rastro nos contó que había sucedido un milagro, que ella no entendía bien pero los médicos le decían que se había curado.

Durante la pandemia la pensé mucho. Trataba de imaginarme cómo llevaría el encierro y la imposibilidad de salir a laburar la calle.

En el verano me tomé una birra con una de sus sobrinas. Me dijo:- La tía se murió. Se fue la Gallega, boluda. Nadie sabe cómo. Está acá en el cementerio de Virreyes, fui pero no la encontré.

Yo no quise ir a buscarla, temí que su tumba sea solo un pozo de esos que se hunden por la lluvia. No tocaron Suburbio Rock ni el gordo el día que ella murió.

A veces me olvido que ya no está y me parece verla en la calle, prefiero seguir teniéndola ahí, bueno, acá.

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