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Pistoleros

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Por Paula Castiglioni

CAPITULO I

Anita dijo que no y la molieron a palos.
Ahora llora hecha un ovillo, mientras se traga los mocos y la sangre que le sale de la nariz.

Varela sabe cómo y dónde pegar: nunca deja marcas. A los clientes no les gustan. Al Paja Testa, menos que menos. No hay que dañar la mercadería. Y si se daña, que no sea gratis. “El que lompe, paga”, dice como en chiste, imitando a los comerciantes chinos.

La habitación es un cubículo de durlock pintado de rosa bebé. Podría decirse que la cama es bonita, doble somier, con un acolchado digno de una princesa. También hay peluches y una tele donde nunca pasan dibujitos.

De afuera le llegan música, risas y gritos de sus compañeras. Si no están dopadas, están borrachas. Muchas se resignaron a su destino.

Anita tiene quince años y está encerrada, como la Bella Durmiente. Sin embargo, no duerme tranquila y solitaria en una torre. Ella tiene los ojos bien abiertos en medio de una pesadilla.

A veces sueña que los cuentos de hadas existen y que un príncipe la viene a rescatar, pero cuando despierta se siente una idiota.

Ya no es la nena que se refugiaba en la biblioteca de la escuela y memorizaba los libros de Andersen, Perrault y los hermanos Grimm.

La rutina es dura. No existen el día ni la noche. A cualquier hora vienen los cerdos a llenarse de placer. Cuando llega un cliente, suena una alarma y las chicas desfilan por una pasarela. Cada una empelotada y con un numerito.

Anita es el trece.

Si te eligen, te llevan a un cuarto y te desgarran. No importa que te duela. No importa que sangres. No importa que te la metan por donde no querés. En el reino del Paja Testa solo los machos tienen voluntad.

Los hombres no siempre van al prostíbulo para ponerla. También es un lugar de reunión. Beben, aspiran unas líneas y hablan de negocios. Ven bailar en el caño a nenas que podrían ser sus hijas, pero no lo son.

En esas horas muertas que no hay mucha gente, descansan en el sótano. Mientras que el galpón está decorado como un puterío de lujo, el subsuelo es un infierno. No hay ventilación. Están encadenadas a una hilera de catres y las vigilan hasta cuando van al baño. Si alguna está alterada, viene la vieja Yaya y le inyecta morfina.

Anita no se alteró: directamente se volvió loca. Otra vez la había elegido el Gordo Menefrega. El Gordo Menefrega no solo era una mole sebosa que odiaba el jabón. Se excitaba con el sufrimiento. Las chicas tenían que patalear y llorar hasta quedar afónicas para que se le parara.

Cada sesión con el Gordo Menefrega era una tortura. Debían desaparecer los moretones para que te volvieran a usar. Algunas compañeras le decían que se quejaba de llena: era sufrir unas horitas para después rascarse.

Las demás no podían entenderla porque nunca estuvieron en su lugar. Apenas la vio, el Gordo Menefrega se obsesionó con Anita. Solo quería estar con ella.

Anoche, o esta tarde, o esta mañana, imposible saber porque no hay relojes ni se ve el sol, Anita dijo basta. Y no lo dijo bajito. Cuando el Gordo Menefrega la señaló con su dedo de morcilla, su cara de nena buena se transformó.

“¡Yo no voy más con ese gordo de mierda! ¡Me hace concha!”, chillaba mientras agitaba los brazos como un gorila enfurecido.

Varela se le acercó con sus ojos saltones de psicópata y le susurró al oído: “¿Querés ligar?”. Ya sabía lo que era ligar, y ligar por ligar, prefería no bancarse al Gordo Menefrega.

Anita se salió con la suya y ligó de lo lindo. Esta vez, el Gordo Menefrega pagó para que le dieran una buena zurra. “Que la pendeja aprenda”.

La dejaron encerrada en ese cuartucho sin comida y con una chata. Ni sabe cuántas horas lleva ahí. Está deshidratada de tanto llorar.

Anita llegó al prostíbulo cuando tenía diez años. La primera en verla fue la doctora Ponte, una cuarentona sin escrúpulos que había perdido la matrícula. La ginecóloga la agarró fuerte de la muñeca, la subió a la camilla y le bajó la bombacha. Después de encajarle un espéculo, musitó con el pucho en la boca: “Está intacta”.

La doctora Ponte las trataba peor que a un animal. No tenía ni un gramo de compasión. Era tan yegua que escatimaba anestesia cuando les practicaba abortos.

No la prostituyeron de inmediato, debía aprender. El Paja Testa la llevaba a su oficina y mientras la manoseaba, le mostraba cómo trabajaban sus compañeras. Había todo un circuito de cámaras ocultas para controlar la calidad del servicio y la seguridad de la mercadería.

Al principio vivía drogada. Perdió su virginidad con un extraño que pagó mil dólares por algo similar a cogerse a un muerto. Después comenzaron las amenazas. “Si no hacés lo que te digo, vamos por tu vieja”, le advertía Varela. Anita le obedecía sumisa. Temía por su mamá, estaba convencida de que la habían engañado.

El señor de capital, amigo de su padrastro, dijo que le iba a dar un trabajo de niñera y que la anotaría en un colegio de monjas. Parecía todo un caballero. Su madre se terminó de convencer cuando le mostró un fajo de billetes, como supuesto adelanto del sueldo de Anita.

Después de conocer las historias de otras chicas, comenzó a sospechar que la habían vendido. No tenía cómo escapar y tampoco se le ocurría adónde. Solo tenía al rey fiolo, a sus súbditos y al séquito de bellas durmientes que abrían las piernas con resignación.

“Vamos, mové el orto, que vamos por tu vieja”, insistió un día Varela, cuando ella no quería levantarse del catre.

“Andá por mi vieja, me importa un carajo. Yo no me muevo de acá”.

Y ahí empezaron las palizas. Como la última. Ahora Varela está enamorado de un fierro envuelto en una toalla mojada. El dato se lo pasó un amigo de inteligencia.

Aunque no la hayan dopado, Anita está muy tonta. Quedó agotada por el dolor. Cada tanto le viene una punzada por debajo de las costillas y le cuesta respirar. Cuando te inyectan morfina, te calmás y todo te resbala. Pero si te castigan, quieren que estés bien consciente para que aprendas la lección.

Hace rato que tiene ganas de morirse. No le encuentra sentido a su existencia. Podría armar un nudo con las sábanas, pero faltan lámparas o vigas de donde colgarse. Otras chicas ya intentaron quitarse la vida.

Anita sonríe con expresión enferma. Hay un truco que no conoce nadie, ni siquiera sus compañeras. Se lo pasó Karim, su única amiga. Se la llevaron tras cumplir dieciséis años. Primero tenés que taparte con la sábana y hacer como que dormís, así no te graban las cámaras de seguridad. Después llevás las manos a tu cuello, presionás en esos puntos secretos y listo.

Siempre está el miedo a no despertar. ¿Qué importa? Justamente eso quiere ella: no despertar. O despertarse en un mundo distinto, donde haya fantasmas, duendes, gnomos, cualquier cosa menos los ogros de este prostíbulo.

Sábana, manitos, presión. Fundido a negro.

La despierta una explosión. Gritos. Corridas. Disparos. El olor de la pólvora se cuela por las rendijas de la puerta. Ella lo reconoce. No es la primera vez que hay peleas y armas en el antro.

Ahora los pasos suenan por la escalera. Son pesados, como de botas. “¡Policía, policía! ¡Al piso, al piso, al piso!”. Se escucha una puteada del Paja Testa. Más tiros y un aullido agudo del proxeneta.

Anita se lo imagina tirado en el piso, vomitando sangre. ¿Lo habrán sorprendido en calzoncillos, mientras se hacía la carmela? El viejo ridículo solía encerrarse en la oficina del primer piso para teñir sus canas.

Ojalá lo hayan matado. Le encantaría verlo. Si todavía respirara, le pisaría la cabeza con esos zapatos de tacos aguja que tiene que usar.

Los pasos están cada vez más cerca.

Anita tiembla bajo la sábana. En su pequeño mundo de cafishios y otras lacras, siempre escuchó lo peor sobre los policías. Corruptos. Vendidos. Traicioneros.

¿Vendrán por ella? ¡Si es inocente! ¿Le creerán?

¿Terminará como el Paja Testa?

¡Quería morirse, pero así no!

De una patada bajan la puerta.

Un policía con fusil, pasamontaña y casco levanta la sábana. Se queda helado al ver a una adolescente escuálida y sucia. Su largo cabello negro sería hermoso si no estuviera enmarañado. Anita lo mira aterrada con su cara impregnada de sangre seca y mocos. El oficial saca un pañuelito de su bolsillo y la limpia. Ella está paralizada, no sabe cómo reaccionar.

—Vamos— le dice ofreciéndole la mano. Anita sacude la cabeza y se acurruca contra la pared—. ¿No querés que te rescate?

Y esas fueron las palabras mágicas.

Anita se incorpora y tambalea. Quizá no haya estado encerrada horas, sino días. Sin dudar, abandona su cuerpo a los brazos de ese extraño príncipe azul.

Cuando sale del prostíbulo, la abordan dos médicos y pierde de vista al uniformado. Termina siendo uno más del montón. En ese momento no le dio importancia. Estaba demasiado ocupada en respirar otro aire, en disfrutar su libertad.

Después de cinco años, Anita vuelve a ver el sol.

Paula Castiglioni

Nació en Buenos Aires en 1984. Ama leer y escribir desde pequeña. En 2003 comenzó a estudiar periodismo y en paralelo, entró como pasante en América TV. Desde entonces, ha trabajado como productora y guionista en programas de investigación que se centran en temas policiales y sociales. También coprodujo y guionó el documental “En busca de Sefarad”, que ganó el premio revelación del Festival Internacional de Cine Judío de Punta del Este 2018.
Pistoleros”, su primera novela, obtuvo el 17º Premio Internacional de Narrativa “Ignacio Manuel Altamirano”, otorgado por la Universidad Autónoma del Estado de México.

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