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Los Reyes Magos: oro, incienso y mirra

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Oro, incienso y mirra me traje de Jerusalem en mi último viaje en un mundo normal. Allí estaba cuando la noticia de un extraño virus y el posible cierre de las fronteras comenzó a hacerse realidad. Rodeada de desconocidos que íbamos a viajar a Belén, TODOS, coincidimos en que de pequeños, de alguna manera, habíamos creído en los Reyes Magos y como en un conjuro le pedimos en voz alta a estos que nos dejaran regresar a casa. Mientras, yo recordé mi último Día de Reyes en Cuba.

Por Claribel Terré Morell

Los Reyes Magos nunca se iban de mi casa cerca del mar en Cienfuegos, aunque a la sala solo iban una vez al año. Durante meses, cabalgaban en total soledad sobre nubes de polvo. Mi madre los tenía detrás de la cocina donde el hueco de una vieja chimenea escondía al viejo loco que -según mi abuela paterna- se llevaba a los niños que no querían comer. Llegado el tiempo, la niña valiente que fui, iba en su rescate. La miedosa, que era casi todos los días, temblaba mientras recordaba los cuentos de mi abuela en los que también mencionaba a Herodes, quien quiso matar al niño Jesús y como no lo encontró mató a todos los niños que pudo.

En el año 1968, mi padre trajo el último árbol de Navidad que armamos en Cuba, antes que la Revolución suspendiera la celebración de las Navidades y el Día de Reyes. Era una rama seca enorme que comenzamos a cubrir con algodón, en un entusiasta remedo de tradiciones y una oculta esperanza entre los niños acostumbrados al calor del Caribe: ver nevar. Recuerdo haberme acostado sobre el piso en el último enero en el que también creí en los Reyes Magos: mis ojos al mismo nivel que los tres Reyes Magos de yeso, sobre sus camellos también de yeso, ponerle comida y agua y pedirles, antes de dormirme, que le dijeran a los de verdad que si fuera posible no me trajeran juguetes y me llevaran a pasear con ellos. También que no se olvidaran regresarme antes que mis padres se despertaran.

Nunca más los volví a ver. Los tres reyes magos desaparecieron de la sala de mi casa para siempre y también de las tradiciones públicas cubanas hasta hace muy poco.  La luz de la verdad revolucionaria nos enseñó que los Reyes Magos no existían y que había hechos más importantes que celebrar la Navidad. Que los juguetes llegaban por un sorteo de turnos (siempre nos tocaban los últimos números) y que estos serían comprados con el dinero de nuestros padres, los verdaderos Reyes Magos.

El siguiente Día de juguetes que recuerdo, no fue en enero. Mis hermanas y yo recibimos como regalos, juegos de vaqueros con pistolas de plástico y una soga para arrear nuestros sueños de muñecas y tacitas de té. Las niñas Terré salimos a jugar a la calle, peinadas con trenzas y vestidas de cowboy para correr en hermandad con los indios, jugar con muñecas ajenas y compartir con los que no habían recibido nada que, de pronto también nos enteramos, seguía habiendo padres que no tenían dinero para comprar juguetes y vendían los turnos de sus hijos.

Muchos años después cuando a Cuba solo iba a ver a los míos todavía viviendo allá, y ya había visto nevar muchas veces y ya tenía hijos que tampoco creían en los Reyes Magos porque yo, en Argentina, les había dicho “la verdad”, que los reyes magos eran los padres, y estos a sus amigos y sus amigos a sus madres y sus madres me habían reprochado el fin de la credulidad de sus hijos,  los pocos que habían quedado en la casa de la infancia cubana, decidieron cambiar de lugar y en una hendidura del piso encontraron la cabeza de un camello. Creo que era el de Gaspar, me dijo mi hermano que como nació después, solo supo de Reyes Magos por cuentos ajenos.

En todo eso pensaba cuando recorría Jerusalem. Cuando compré un pequeño anillo de oro, incienso y mirra y dije que no iba a ir a Belén pero le pedí a los que sí iban que si se encontraban por casualidad en el camino con los Reyes Magos le dijeran que yo también quería regresar a mi casa. ¿A Cuba o a Argentina?, me preguntó uno de los que había escuchado mi cuento.