Quien migra es parte de una tragedia. Micro o macro. Algo se rompió. Una fuerte inclemencia económica y política que provocó padecimiento y expulsión. Eso que tenías como futuro colapso. Crollo. Nada se veía en lo inmediato. Solo niebla. Te ves expulsado y te vas. ¿Donde? Donde el rumor de bienestar te lleve e invite. Barco, avión, tren, caravana. Donde exista una especie de futuro. Provisorio, borroso, relampagueante, pero mejor todo esto que nada. El migrante se va apañando como puede. Se clava con sus uñas a la tierra que llega. Allí mete el cuerpo. Se establece. Si puede se suma a una comunidad y arma una familia. Pero ser hijo de inmigrantes es terrible. No sabés dónde estás. En que cuadrante de la biografía familiar jugás. Tenes tantas patrias como nostalgias, comidas y lenguas de tus padres, madres y abuelxs. Mi abuela no sabía quién era San Martín o Belgrano. Ella no tenía panteón argentino. No le importaba. Sus muertos estaban en Italia. No era vital para su brújula existencial. Seguramente pensó que estar en Argentina era parte de un accidente de su propia historia, de un infortunio con cierto sabor a progreso. A jugarreta de Dios. Hablaba en una lengua extraña y rezaba con palabras inentendibles frente a un altar que había construido en su casa. El día que nos mandaron a estudiar italiano teníamos en la cabeza un dialecto extraño que escuchábamos en mi casa. Calabrés de pueblos albaneses. Calabrés hablado con otros calabreses. El “pancalabrés”, me diría el Director de laboratorio de lingüística de la Universidad de la Calabria, Luciano Romito. Nos enviaban a la Iglesia y allí, en el curso de italiano, había que resocializar la escucha para aprender el idioma oficial del país de nuestros padres. Pero ellos lo hablaban poco. El calabrés específicamente no era el italiano. Era otra cosa. En mi casa no se cantaba el himno argentino, lo escuché cuando fuimos al jardín de infantes. El primero que escuché era el himno italiano en alguna fiesta de santos calabreses de las que participamos. Santo Antonio Abate, San Giovanni Battista, L’Annunziata. Nos hacían ayudar al cura italiano que daba misa cada quince días en San Fernando. Monaguillos de ocasión. Prega por noi Gesú. El repertorio visual de las fiestas era el mismo para todos los casos. Procesión por el barrio, dos banderas nacionales, estandartes con las imágenes de santos, música y fuegos artificiales. Nosotros moríamos por los mostaccioli y tratábamos de sortear a esos tíos o tías que te agarraban fuerte de los cachetes. Después de mucho tiempo entendí. La nostalgia siempre presiona. Ese apretón de cachete era como aferrarse a algo. Aferrarse a la piel que teníamos. A lo poco que poseíamos que éramos nosotros mismos.