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Marrones. Hijxs de migrantes.

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Obra original: Diana Dowek

A las migraciones nacionales se agregan las emocionales. Todos y todas somos emigrantes sin papeles ni contrato de trabajo en la piel de alguien. A veces el arte migratorio se suma o yuxtapone.

Por Esteban de Gori

Quien migra es parte de una tragedia. Micro o macro. Algo se rompió. Una fuerte inclemencia económica y política que provocó padecimiento y expulsión. Eso que tenías como futuro colapso. Crollo. Nada se veía en lo inmediato. Solo niebla. Te ves expulsado y te vas. ¿Donde? Donde el rumor de bienestar te lleve e invite. Barco, avión, tren, caravana. Donde exista una especie de futuro. Provisorio, borroso, relampagueante, pero mejor todo esto que nada. El migrante se va apañando como puede. Se clava con sus uñas a la tierra que llega. Allí mete el cuerpo. Se establece. Si puede se suma a una comunidad y arma una familia. Pero ser hijo de inmigrantes es terrible. No sabés dónde estás. En que cuadrante de la biografía familiar jugás. Tenes tantas patrias como nostalgias, comidas y lenguas de tus padres, madres y abuelxs. Mi abuela no sabía quién era San Martín o Belgrano. Ella no tenía panteón argentino. No le importaba. Sus muertos estaban en Italia. No era vital para su brújula existencial. Seguramente pensó que estar en Argentina era parte de un accidente de su propia historia, de un infortunio con cierto sabor a progreso. A jugarreta de Dios. Hablaba en una lengua extraña y rezaba con palabras inentendibles frente a un altar que había construido en su casa. El día que nos mandaron a estudiar italiano teníamos en la cabeza un dialecto extraño que escuchábamos en mi casa. Calabrés de pueblos albaneses. Calabrés hablado con otros calabreses. El “pancalabrés”, me diría el Director de laboratorio de lingüística de la Universidad de la Calabria, Luciano Romito. Nos enviaban a la Iglesia y allí, en el curso de italiano, había que resocializar la escucha para aprender el idioma oficial del país de nuestros padres. Pero ellos lo hablaban poco. El calabrés específicamente no era el italiano. Era otra cosa. En mi casa no se cantaba el himno argentino, lo escuché cuando fuimos al jardín de infantes. El primero que escuché era el himno italiano en alguna fiesta de santos calabreses de las que participamos.  Santo Antonio Abate, San Giovanni Battista,  L’Annunziata. Nos hacían ayudar al cura italiano que daba misa cada quince días en San Fernando. Monaguillos de ocasión. Prega por noi Gesú. El repertorio visual de las fiestas era el mismo para todos los casos. Procesión por el barrio, dos banderas nacionales, estandartes con las imágenes de santos, música y fuegos artificiales. Nosotros moríamos por los mostaccioli y tratábamos de sortear a esos tíos o tías que te agarraban fuerte de los cachetes. Después de mucho tiempo entendí.  La nostalgia siempre presiona. Ese apretón de cachete era como aferrarse a algo. Aferrarse a la piel que teníamos. A lo poco que poseíamos que éramos nosotros mismos.

Con nuestra infancia a cuestas queríamos sortear ese momento del apretón pero tu madre y padre te buscaban para obligarte a saludar a tus parientes. Siempre me acuerdo del tío Stanzo. Eso es ser hijo o hija de migrantes, querer escapar pero te llaman. Como la piel. Como la lengua. Te llaman y te queres escapar. Te llaman y te queres quedar.

La hibridez es casi el resultado de fuerzas nacionalizadoras que quieren pulsar en tu vida, que, en mi caso, te querían hacer italiano y argentino al mismo tiempo. Tarantella, santo calabrés e himno italiano y al mismo tiempo te condenaban a ver, como film hiperrealista, a Los Chalchaleros en el bosque de Necochea. Estos funcionaban como gran patada en el culo para que te introduzcas con toda velocidad al mundo argentino. Una pedagogía coercitiva para el «bien». Para mi viejo que cuatro tipos revoleen boleadoras y canten folklore argentino era la mejor perilla emocional y nacional para conocer y amar Argentina. Aprendan sobre este país. Los Chalchaleros se destacaban pero cultural y estéticamente eran inentendibles para nosotros. Intraducibles. Boleadoras, zapateos, monedas en un cinturón. Era como estar en otro país. Viento y más viento que pegaba en nuestra cara. Veraneando en el culo del mundo. Donde arribó ese barco que partió de Génova y Nápoles. Era difícil entender cómo estabas tan lejos de Tropea, Gizzeria y de tus primas.

En 1985 vino a Buenos Aires el Presidente de Italia Sandro Pertini y fuimos toda la familia. No sé dónde pero nos llevaron con ese ímpetu con el que nos llevaban al Italpark con las entradas en la mano que nos regalaba el Consulado de Italia en Buenos Aires. Llenos de panini en una bolsa de plástico. Había una llamarada italiana y allí estábamos. Corriendo tras la patria lejana que aparecía y queríamos toquetear. Corriendo para llegar a fisgonear ese cruce del Atlántico. El Italpark era un especie de embajada lúdica que se desarrollaba una o dos veces al año. Al mismo tiempo el Consulado no recibía ni trataba con respeto a mis padres, abuelxs, tíxs. Eran migrantes de segunda y nosotros personas híbridas, también como corresponde, de segunda.  Marrones italianos. 

Cuando jugó Argentina contra Italia en el Mundial 90 mi tía Angelita colocó una bandera italiana gigante en el balcón. Éramos, extrañamente, i tifosi de ambas selecciones.  Un dilema sanguíneo. No sabíamos qué gritar. La mirada aprieta, lo sé, la de nuestros tíxs y padres apretaba e inhibía grandes festejos. Eso nos recordaba que hay otra nación que te persigue y te hace. Totó Schilacci, Maradona, Roberto Baggio, Claudio Caniggia, etc. De repente, cuando Argentina se hizo de la partida y arrebató el futuro italiano en la Copa, llovieron piedras sobre el balcón de mi tía. Apedrearon la Panadería Italia y otros negocios con alguna referencia a ese país.  Quedamos desencajados, extrañados y desenfocados. Ahí te das cuenta que sos hijo o hija de la peregrinación migratoria atravesado por sentimientos diversos.

A las migraciones nacionales se agregan las emocionales. Todos y todas somos emigrantes sin papeles ni contrato de trabajo en la piel de alguien. A veces el arte migratorio se suma o yuxtapone. Una chica búlgara me dijo que entendió que la cosa iba en serio conmigo cuando no le molestó que duerma con ella con ese olor a asado que tenía después de hacer una parrillada. Abrir el bar emocional, de eso se trataba. Una cosa es jugar a convertirse en un buen chef y otra cosa es arrojarte a la cama con alguien con gusto a salsa, cebolla u otras comidas (grispelli?). Un pequeño acto te puede expulsar de la vida de alguien, te puede correr, dejarte fuera de juego o puede invitar y llamarte. El otro o la otra siempre montan aduanas simbólicas, sentimentales y epidérmicas. El amor, además de todo lo pensado, escrito o imaginado, es la apertura a una migración que camina sobre sus emociones y sobre ciertas expectativas de futuro. Es montar un lindo aeropuerto con banda ancha rápida para permitir a otro u otra a que aterrice.