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Pandemic book ¡Vecinos (NO SE) Suiciden!

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Por Claribel Terré Morell

Es una esquina en Buenos Aires en la que siempre hay sol.
Una ochava diferente con mala suerte.

Cada vez que nace un negocio, cierra al poco tiempo. El último fue una heladería con ricos helados de sabores extraños y un café tan malo que se enfriaba en las tazas de los eternos adoradores del sol porteño que ocupaban sus mesas. Varias veces un auto equivocado se ha subido a la vereda. Hasta ahora la única víctima ha sido la Santa Rita que en verano florece tan hermosa que no importa que sus flores no den olor. Para evitar una tragedia hace un tiempo situaron pilotes que no dejan pasar a los autos y se parecen a las balas de cañón de las películas antiguas. La placita, que también forma parte de la esquina, es tan pequeña que no hay lugar para sentarse. Las esculturas que limitan el espacio, cambian cada cierto tiempo. Todas son feas.

En medio de la pandemia, en las persianas bajas de la antigua heladería, alguien escribió en rojo sobre el gris del aluminio ¡Vecinos suicídense!. La frase se ve desde cualquier lugar de las cinco esquinas donde está, a un costado del Hospital Alemán, a unos pasos de la Fundación Borges, rodeadas de edificios, una escuela y algunos tranquilos negocios de Barrio Norte, una vecindad de clase media y media alta.

Un amigo me avisa que cerca de su casa, el temible graffiti también está. Un abogado escribe en mi muro de Facebook donde publiqué la foto. Otro me dice que la frase interpela, incomoda, llama la atención que, aunque no me guste, es arte, arte contemporáneo. Un cinéfilo me envía el documental Style Wars (1983) y me pide que me fije en la escena donde el inspector de la policía de Nueva York, Bernie Jacobs se pregunta y responde: «¿Eso es una forma de arte? No lo sé, no soy un crítico de arte, pero pongo las manos en el fuego y digo que esto es un delito”.

Yo no puedo dejar de pensar en la oscuridad de la frase. Me gusta el arte urbano. Alguna vez sugerí incorporar los graffitis a la oferta cultural de la ciudad pero conozco demasiados suicidas y camino estas calles. Antes solía ver a los niños que salían de la escuela… hoy, casi no hay niños que corren despreocupados por las veredas. De los ancianos que, junto a los paseadores de perros, eran los vecinos habituales con los que solía encontrarme, algunos han muerto. Lo sé porque el verdulero de la esquina suele enterarse y me lo cuenta. Otros, hace meses que no salen de sus casas. Tampoco se ven muchos pacientes entrar por la puerta lateral del hospital. Es la destinada a enfermos de Covid. Los paseadores de perros han vuelto a aparecer todos los días por el barrio, pero yo no los veo. Intento salir poco. La pandemia lo cambió todo.  

Leo en un artículo del periodista, Mikel Segovia: “Ha vuelto a suceder. El silencio de nuevo lo ha ocultado. No figura en los planes de reconstrucción, en los programas económicos de gobiernos y ayuntamientos ni en las conversaciones que desde hace siete meses todo lo copa. Pero ellos continúan ahí, en la oscuridad personal unos, en la penumbra que les lleva hacia ella otros. Viven en una zozobra individual agitada más que nunca en los últimos meses. Cuando el coronavirus sea historia, los suicidios serán parte del balance de la pandemia que todo lo ha diezmado. La economía se recuperará, la sociedad aprenderá a vivir con la amenaza del virus y la vacuna irrumpirá tarde o temprano como el remedio de todos los males. Para algunos la luz llegará tarde, no estarán aquí para verla, para disfrutarla”.

La soledad, la depresión, el temor a ser propagadores del virus y el miedo a contagiarse y pasar los últimos días en soledad en hospitales abarrotados es uno de los miedos más acentuados en esta época, junto a las consecuencias de la crisis económica, el desgaste social y la inseguridad del futuro. Esto está provocando el incremento de muertes por mano propia, no solo en colectivos de riesgo como los solitarios, las personas mayores, las mujeres maltratadas, las víctimas de abusos sexuales…

El suicidio es una causa de muerte a gran escala en todo el mundo. La Organización Mundial de la Salud calcula que hay un suicidio cada 40 segundos. Está demostrado que a veces el simple hecho de participar en una conversación casual puede ser suficiente para disuadir a alguien de quitarse la vida. Entonces ¿por qué de este tema apenas se habla? ¿por qué no hacerlo con responsabilidad? Los estados, los ciudadanos y los medios de comunicación evitan hablar de la muerte y cuando lo hacen, el suicidio y la inmolación parecen ser tema tabú. Hay un temor al efecto de imitación. De eso hablan El efecto Werther y El efecto copycat, dos nombres que remiten a la literatura. Lo cierto es que en la mayoría de los países no existe un plan nacional de prevención del suicidio y en situación normal, apenas se destinan recursos específicos.

Le pregunto a Claudia Kozak, autora del libro Contra la pared: sobre graffitis, pintadas y otras intervenciones urbanas (Libros del Rojas), qué piensa sobre la foto. Ella responde: “Muchas veces, aunque no en forma necesaria, los graffitis apelan a la polisemia con frases algo crípticas que, puestas a rodar en el espacio público, abren una conversación inesperada. Este sería un caso. Independientemente de las motivaciones y el contexto de enunciación del lado de quienes han comenzado a inscribir esta frase en distintos lugares de la ciudad -podría ser una provocación, o una respuesta a algo puntual, o un chiste interno, o cualquier otra cosa-, su potencia radica justamente en poner evidencia algo que requiere ser pensado, en abrir una conversación…”

Recuerdo que años atrás caminando por el Golden Gate, en San Francisco, el puente más célebre de Estados Unidos, vi varios carteles colocados para disuadir a los posibles suicidas. Decían en inglés: Las consecuencias de saltar de este puente son fatales y trágicas. Donde estaban, alguien había pintado con tiza, pequeños corazones sobre el asfalto. En eso también pienso mientras escribo e imagino que él, o la, o los graffiteros que andan por la ciudad, dejando su mensaje en las paredes, puedan cambiarlo. Quizás mañana aparezca uno que también nos interpele pero que diga: ¡Vecinos NO SE suiciden! O algo parecido. Los buenos deseos nos hacen bien a todos.