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Dios no puede estar en contra

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Por Arturo González Dorado                     

Obra de Raúl de Zárate

Un trago, encender un cigarro, captar por momentos cada detalle, el roce de una tela, la dispersión del humo, los destellos de luz y el descenso de la bebida por su garganta; luego de nuevo el recuerdo hiriendo, el pensamiento monótono, el peso de sentir.

Ver como bailan, hablan y ríen. Observarlos besándose y preguntarse si lucen igual a ella cuando lo abrazaba tropezando y riendo entre los muebles de la casa. Saber que son diferentes, absolutamente diferentes.

Es el mismo lugar que siempre, nada ha cambiado. Vino varias veces con él. No, no es igual, él no está.

Su hijo, precisamente su hijo.

Una semana ya. Todas las noches, después de caminar sin rumbo buscándolo o de esperarlo en casa y no poder resistir más hacerlo, viene a este bar. Espera verlo aparecer. No puede haber ido muy lejos, no tiene dinero ni conoce a nadie en la ciudad. Sí, en cualquier momento vendrá, o ella lo encontrará. Sabe que solo tiene que verlo, que frente a ella no podrá huir más. Le gustaba venir con ella tarde en la noche. Aunque casi no salían, ¿para qué salir? Al menos los primeros meses no podía salir. Pero salió, se escapó. No debió perderlo de vista. O quizás es mejor así, que al fin entienda que no puede huir, que tiene que volver, como lo entendió el padre. ¿Y si no lo hace? No, lo hará. Ella lo creó, lo hizo vivir para ella, aun antes de nacer lo había visto; sí, lo vio en sueños y supo que, como el padre, también sería suyo, que era una necesidad, como respirar, como ser, como no poder dejar de pensarlo mientras fuma y mira a su lado y tiembla y vuelve su vida, vuelve su amor, no se va el dolor. ¡Dios!, no se va, y no se irá más si él no está.

También sufrió mucho los años de la separación, pero era distinto entonces, esperaba, el hijo crecía, sabía que vendría a ella, el padre lo cuidaba para ella, y se iría, lo supo también, que el padre se iría para darle el hijo de nuevo. Tenía que irse. El padre no soportaba la culpa, no aceptó el destino. Ella sí, y más, ella hizo el destino. Fue amor sin dudas, amor gestándose, como cuando estaba dentro de ella, cuando forzó al padre, lo obligó a darle el hijo. No, no lo forzó, él también lo sabía, y lo quería, solo tenía más miedo. Lo supo también desde muy pequeño. Siempre lo supieron en realidad, aunque él se resistió, ella lo hizo posible. Sí, amor, es amor, fatal amor, destino. Por eso pudo esperar mientras el padre lo educaba, esperaba sabiendo que el padre se iría para siempre y el hijo volvería. Pero también le dolió la muerte del padre, claro que le dolió, mucho, aunque la quería, ya había cumplido su tiempo, ahora estará en el hijo.

El padre no le permitió ver al hijo todos esos años. Tenía que ser así, no lo culpa. El hijo debía verla como si fuese la primera vez, y ella tenía que ver su mirada y confirmar. Y lo confirmó, vio la mirada de lo fatal en el hijo, supo que él también lo sabía, aunque demorara un poco en reconocerlo, que le pertenecía, que se le entregaría como el padre. El hijo se parece mucho más al padre que a ella, y así tenía que ser; sí, así lo quiso ella: el hijo convertido en el ideal del padre, el padre devuelto en el hijo. Y la vio, desde el primer día de su regreso, vio a la mujer el hijo, no vio solo a la madre, vio en ella, como el padre, a la fatalidad, a su dueña, a su amor. Pero puede que, como el padre al final, tampoco resista. No, tiene que resistir, el padre tenía que irse, el hijo no, el hijo es tenerlos a los dos, es estar los tres juntos para siempre.

Alguien la invita a bailar, no lo escucha muy bien, supone que lo dice por sus gestos, es una sombra hablándole desde otro mundo. Se sonríe, «¿así qué quieres que baile contigo?, ¿qué yo baile contigo?, ¿precisamente yo?, ¿y por qué?» Él se sonroja, no sabe exactamente por qué, quizás porque ella es atractiva, porque luce triste y a él le gustan las mujeres tristes, porque en fin… desea lo perdone si fue atrevido. Ella sigue sonriendo y acepta. Se parece a él, casi tan joven, menos atractivo. No, no se parece, ella lo hace parecerse. Baila y lo abraza y él se aturde y la acaricia.

Lo acarició cuando empezó a llorar después de la primera vez, lo acarició de nuevo, nuevamente lo tuvo desnudo en sus brazos y vio en su dolor el dolor del padre, vio el daño que le hizo al padre, vio lo fatal de su amor, y lo quiso, con todas sus fuerzas. Sí, contra todo, lo sabe, que quería al hijo como al padre; no, más. Era tan bueno tenerlo de nuevo, verlo en su casa, verlo dormir, ver su mirada, la culpa y el deseo y el destino en la mirada, el misterio de su vida en la mirada. Tenía que ser, lo sabía, la mirada del hijo volvía a recordárselo, que era el destino, y era el amor. El hijo también lo sabía, lo reconocía en su madre mirándolo. El padre la miraba en él, el hijo había vuelto y ella los tenía a ambos, de nuevo lo nutriría en su seno, de nuevo él bebería de su seno, dormiría en su seno, despertaría en su seno. Sí, ese ser tan joven y apuesto estuvo dentro de ella, ella lo hizo, y era suyo. No se resistió como el padre, se dejó hacer cuando el ansia vino, igual que vino con el padre, fue en el vientre y en el corazón, una mordida, un grito: mío, eres mío. No cerró los ojos, el padre sí los cerró, el hijo no dejó de mirarla.

Oye una voz que le pregunta su nombre. Es curioso, el joven le pregunta su nombre. Se sonríe para sí, inventa uno, la novia que tuvo el hijo antes de volver, la novia que ella le hizo olvidar. Dice que le gusta. Tal vez mienta, a ella nunca le gustó, no importa, no es un nombre feo.

Quizás sea mala, muy mala. No, no es malo tenerlo, besarlo, amarlo; no es malo poseerlo, es carne de su carne, sangre de su sangre y eso no puede ser malo.

El hijo dormido y ella mirándolo. Saberse hermosa, verlo hermoso. El padre también es hermoso; era, ya no está. O sí, claro que está, está en el hijo. No hay nadie mejor para darle amor a su hijo que una madre, es un absoluto, entonces… ¿por qué no todo lo demás? Aunque si el padre lo supiera la mataría. Nunca podrá saberlo. Acaso lo sepa, es posible si los muertos saben algo, quizás lo acepte, como lo aceptó cuando jugaban juntos y ella insistía en besarlo. El padre siempre quiso una hembra, ella sabía que no podía ser hembra. Pero él lo crío, lo educó todos esos años. No, él solo ocupaba un espacio intermedió, ambos le pertenecían, y lo sabían. Tenía que gemir en ella, que rendirse en su cuerpo, y más, tenía que llegar a pedirlo; sí, una y otra vez, incesantemente, tenía que dormirse entre sus piernas, que besarla llorando, que olvidarse del padre en ella. El padre se resistía a que ella estuviera encima, el hijo no, era como un niño, su niño gimiendo debajo de ella, con los ojos abiertos, suyo. No fue difícil, tampoco lo fue con el padre, ambos lo sabían, que no podían resistirse, que le pertenecían.

El joven dice conocerla. La ha visto varias veces en el bar, tarde, sola, bebiendo triste. Al parecer espera a alguien. Le cuenta cosas acerca de su vida, sus planes, quizás sean interesantes. También él tendrá hijos, a lo mejor hijas. Se pregunta si querrá acostarse con ellas, si se enamoraría de su hermana. Está a punto de decírselo. Él se asusta ante su expresión. El padre solía decirle que había algo turbador en su mirada. No es su culpa, no hay culpa. Es el sentido trágico de la vida, la voluntad de Dios. ¡Dios!, ¿por qué se fue? Pero no, volverá, está solo asustado; no hará como el padre, no puede irse. Aunque sí, puede que no resista, que la odie para siempre. No, no la puede odiar, o no importa si la odia siempre y cuando vuelva. Ella le quitará el odio, no puede dejarla en el dolor, no puede tampoco quedar él en el dolor, y no hay escape, no podrá evitarlo, ya lo hizo, ya se le entregó y no hay culpa, ella le hará olvidar la culpa; ¿qué hará solo, quién lo cuidará, quién lo hará dormir cuándo tenga miedo? Es muy joven, aún no puede estar solo, depende de ella para todo. También era muy joven el padre entonces, más joven aún que el hijo ahora. No, no se irá para siempre. Está junto con el padre en ella, y es más fuerte que el padre, el padre no pudo resistir y se mató. El hijo no lo hará, el padre tenía que hacerlo. Supo no obstante educar al hijo, lo educó muy bien, lo educó para ella. Y lo que falte lo hará ella, tiene tanto que enseñarle, tanto que darle.

El joven la mira tiernamente. Por momentos se imagina que es el hijo, aunque sabe perfectamente que no lo es, solo desea creérselo, es un juego y no está de más jugar. También jugaba entonces, cuando hacían el amor. Eso es lindo, es tan lindo. Dios no puede estar en contra. Ser madre y amante. Hacer entrar en su cuerpo a quien salió de ella. Sentirlo en su interior, sobre su regazo, amamantarlo como cuando era un bebé absolutamente dependiente de ella, por el deseo, por la vida. Aunque no le importa la vida si él no está. Y a él, ¿podrá vivir sin ella? No, no podrá. Vino por ella, y es de ella. Las madres tienen derechos sobre los hijos, el hijo lo supo, desde la primera vez lo supo, y se entregó sí, igual que el padre, aunque el padre se resistió más. No, solo huía de sí mismo, también lo quiso, también lloró como el hijo luego de acabar, ambos lloraron en ella y volvieron a hacerlo; sí, gimieron dentro de ella, no pudieron evitarlo. Pero deseó más al hijo, el padre fue el camino para el hijo, el hijo es todo, su carne, su espíritu, su creación, su amante. Su amante, se sonríe al pensarlo, y ella su amada, su destino. Se negó un poco, muy poco, bastó darle de beber, como al padre, ambos bebieron para poder entregarse. ¿Y si no la perdona? El padre tampoco la perdonó. Ella lo entendió, por eso le dio al hijo durante tantos años. No, no se lo dio, fue un préstamo, una preparación, preparaba el amante. El hijo para ser suyo tenía que ser primero del padre. No podían estar los dos juntos, aunque, en cierto sentido, siempre estuvieron juntos, pero uno primero, preparando la entrega del otro. El padre la odió, la maldijo, llorando desnudo sobre ella la maldijo. También la amó, sí, la amó desesperada, locamente. No importan ni el odio ni maldiciones ni miedos, no pueden evitarlo, la tienen que amar.

Ve al padre maldiciéndola y acariciándola al mismo tiempo. Ve su mirada aterrada cuando le dice que viene el hijo, ve la culpa y el miedo y la desesperación. No es culpable, tenía que ser, no elige ser quien es, no decide desearlos, y ellos no pudieron elegir no entregarse; una maldición quizás, lo fatal, aunque querida maldición, totalmente querida fatalidad. Recuerda su primera vez, sangró mucho, él no quería, los hermanos no deben hacer eso. El parto fue tan fácil. Sí, va a volver, es su hijo y ella su madre, su único hijo. Ella lo estará esperando. Lo buscará el resto de su vida si es necesario. No puede no amarla como ella a él, ya cruzó lo prohibido, no hay marcha atrás, volverá, es el destino, eso, el destino.

El empujón sorprende al joven, cae en la silla confundido. Ella ni siquiera lo mira, mira a un adolescente que acaba de entrar. Desaliñado, sucio, cansado. Se parece a ella, mucho más de lo que ella cree, es casi idéntico a ella. La ve acercarse y baja la cabeza. Ella no dice nada. No lo abraza, no lo besa, lo mira unos segundos y camina hacia la salida. Él tampoco dice nada, toma obedientemente la mano que se le extiende y camina detrás de ella.

Arturo González Dorado

(Cienfuegos, Cuba 1971) Vive en Reino Unido. Narrador y ensayista. Es autor de las novelas Taedium Vitae I(Editorial El barco ebrio, España) y Las cifras del silencio, así como de cuentos y ensayos. Ha obtenido, entre otros, el Premio Farraluque de Literatura Erótica, 1998; el Gran Premio de Ensayo en el IV Coloquio Iberoamericano sobre la obra de Dulce María Loynaz y del Castillo. Colabora con diferentes publicaciones. Ha obtenido premios y menciones en diferentes concursos. Fue el creador del movimiento cultural cubano Movimiento Extropista.

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