El joven la mira tiernamente. Por momentos se imagina que es el hijo, aunque sabe perfectamente que no lo es, solo desea creérselo, es un juego y no está de más jugar. También jugaba entonces, cuando hacían el amor. Eso es lindo, es tan lindo. Dios no puede estar en contra. Ser madre y amante. Hacer entrar en su cuerpo a quien salió de ella. Sentirlo en su interior, sobre su regazo, amamantarlo como cuando era un bebé absolutamente dependiente de ella, por el deseo, por la vida. Aunque no le importa la vida si él no está. Y a él, ¿podrá vivir sin ella? No, no podrá. Vino por ella, y es de ella. Las madres tienen derechos sobre los hijos, el hijo lo supo, desde la primera vez lo supo, y se entregó sí, igual que el padre, aunque el padre se resistió más. No, solo huía de sí mismo, también lo quiso, también lloró como el hijo luego de acabar, ambos lloraron en ella y volvieron a hacerlo; sí, gimieron dentro de ella, no pudieron evitarlo. Pero deseó más al hijo, el padre fue el camino para el hijo, el hijo es todo, su carne, su espíritu, su creación, su amante. Su amante, se sonríe al pensarlo, y ella su amada, su destino. Se negó un poco, muy poco, bastó darle de beber, como al padre, ambos bebieron para poder entregarse. ¿Y si no la perdona? El padre tampoco la perdonó. Ella lo entendió, por eso le dio al hijo durante tantos años. No, no se lo dio, fue un préstamo, una preparación, preparaba el amante. El hijo para ser suyo tenía que ser primero del padre. No podían estar los dos juntos, aunque, en cierto sentido, siempre estuvieron juntos, pero uno primero, preparando la entrega del otro. El padre la odió, la maldijo, llorando desnudo sobre ella la maldijo. También la amó, sí, la amó desesperada, locamente. No importan ni el odio ni maldiciones ni miedos, no pueden evitarlo, la tienen que amar.