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La poesía es para valientes

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…busca hasta que me dice con su acento francés en un buen castellano: Mirá Daniellá, mirá lo que nos escribió tu abuelitó, Astor,  mirá: Y leí: “Quisiera ser Prévert para escribir palabras bellas…” Sentí el corazón igual que esa vez en el colectivo veinte años atrás, detenido y agitado a la vez, sentí amor, me sentí cerca. Él tan lejos y a la vez…, él sabía, él también había sentido al poeta, ahí estaba, quizá a su manera también queriendo dejar un rastro, una pista, indicios en ese cuaderno para que lo vieran, una clave, para pocos, genial el genio hasta para las dedicatorias, hermoso. Y yo ahí frente a esa página.

Por Dani Piazzolla

Un día de visita en París me encontré con una dedicatoria que mi abuelo Astor había dejado en casa de unos amigos, el mítico matrimonio franco argentino de Jacqueline y José Pons. Hablaba de Jacques Prévert. Yo no sabía de su admiración hacia él, pero sí sabía lo que el poeta francés era para mí.

Empecé a leer poesía cuando tenía cerca de veinte años. Era de esas personas que andaban de arriba a abajo por la calle Corrientes, gastando monedas en pila de libros usados; era de esas personas que veían cine europeo en el Rojas y recitales por los subsuelos. En esos, mis tiempos, no se tenía acceso a las recomendaciones que hay hoy sobre qué leer (qué hacer, qué comer), no había estrellas que calificaran en un App la obra de un autor como si de hoteles o comidas se tratara, no existían los bookstagrammers, ni los booktubers; solo podías contar con tu instinto, una buena dosis de curiosidad, quizá un amigo que había leído tal cosa, y con el tiempo, mucho tiempo. Ayudaba en la elección leer las contratapas y las primeras líneas del texto para poder equivocarse; también existía la posibilidad de acceder a las notas de los jueves en el suplemento Cultura, en mi caso, del diario que llegaba a casa y que, mucho más que el SÍ del viernes, devoraba con entusiasmo y café.

Había que adentrarse de lleno en las pilas de las librerías y buscar. Dejarse llevar por el aroma de los libros usados en su mayoría, seguramente, al menos, no tan brillantes como los que se ven ahora. Elegía especialmente aquellas librerías donde el señor librero no saludaba, ni se te acercaba; sentado en una silla o banqueta, idealmente fumando un cigarrillo y leyendo, útil solo para levantar la mirada, cobrar y volver a lo suyo…

Decidí que si iba a meterme con la poesía, la entrada sería por la avenida ancha que ofrecían los franceses; ya venía recorriendo un camino fanático por la pintura y enamorada, obviamente, por la movida artística del París de Picasso, encontré en varias biografías del pintor, nombres como Verlaine, Paul Eluard, Jean Cocteau, Baudelaire. Me costaba bastante seguirles el tranco a estos poetas. Hasta que un día me topé con una edición preciosa de la editorial Lumen, en la tapa aparecía el nombre de un tal Jacques Prévert.

Compré el libro; por el título, que estaba escrito en castellano y en francés, por la edición, en papel madera y con sus hojas gruesas color manteca; porque se podía leer en la carilla de la izquierda en su idioma original y en castellano en la de la derecha, y como algo entendía del idioma, sumaba para practicarlo, ya que andaba por la alianza enamorándome de cada palabra, Chez moi mi preferida; y porque era un libro de poemas, que era en lo que andaba haciendo intentos, bastante fallidos, desde hace un tiempo.

Se llamaba: Paroles, Palabras; y entonces pasando las páginas, apareció el poema. Déjeuner du matin – Desayuno. Y pasó algo, desde la primera línea, sentí mi corazón que me daba una señal deteniéndose agitado. Estaba en un colectivo de regreso a casa, ya sentada en mi asiento preferido, era una experta en conseguir la butaca de la hilera de a uno; con la ventanilla un poco abierta para respirar y los pies levantados sobre el respaldo del de adelante, los libros sobre el pecho, y este abierto, justo en medio, sirviendo su déjeuner du matin. Podía recorrer y darle vueltas a la ciudad más de diez veces una vez instalada en el mejor lugar del mundo. Lloré. Cuando algo es grande, inmenso, monumental, lloro, caen lágrimas porque me queman las pupilas, ardiendo; es éxtasis, y sucede seguido.

Echó café
En la taza
Echó leche
En la taza de café

 ¿Qué estaba pasando? ¿Dónde? ¿Quién?

Echó azúcar

No me lo podía creer, de dónde había salido esto, crudo, elegante, dolía, estrangulaba la escena, en cada renglón, tan cierta, tantas veces.

En el café con leche
Con la cucharilla
Lo revolvió

¿Cómo supo, cómo? Estallidos y el poema continuaba, nada más que decir que en el final el teatro del momento pedía abrir del todo la ventanilla para sacar la cabeza y gritar mi amor por la poesía. Aplausos. Otra. Otra; y tal vez el impulso final de arrojar el libro para que alguien más lo tenga.

No existía internet, no había aparatos mágicos con todas las respuestas, llegué a casa y me conformé con saber que alguien había escrito un libro de poemas que en mi vida podría olvidar. Tomé un marcador y escribí el poema en la pared. Vertical. Perfecto, mientras sonaba en mi habitación Ne me quitte pas, en la voz de Jacques Brel.

Dejé las letras, la escritura, la calle Corrientes y me fui a vivir a la montaña. Escribí, esta vez, en la pared de un estudio donde tengo todos los libros, el poema, queriendo que mis hijos crecieran con un poema vertical en francés escrito en la columna del cuarto del medio, que no se lo perdieran, quería transmitirles mi amor por la poesía, por la escritura. Veinte años después sigue ahí; eso es lo bueno de escribir en las paredes.

En los dos días que pasé en París, parando en la casa de los Pons, buenos amigos de mi abuelo Astor y de tantos artistas argentinos, tanto Jaqueline como su hijo Fred, me llevaron de paseo por la ciudad. Cuando estábamos en la casa del Barrio Latino no me cansaba de mirar las paredes del living comedor que estaban empapeladas con cientos de fotografías,  hechas por José Pons, los Chalchaleros posando delante de Notre Dame de París, Mercedes Sosa, Cortazar, Larralde, Charly García, Jairo, Piazzolla, entre otros. Una noche, entre aperitivos y quesos, Jaqueline me pide que, como todo invitado importante (…), le firme por favor su cuaderno de visitas y me alcanza un libro enorme donde los invitados dejaban recuerdos a la familia. Mientras ella pasaba las páginas, recuerda y busca, busca hasta que me dice con su acento francés en un buen castellano: “Mirá Daniellá, mirá lo que nos escribió tu abuelitó, Astor mirá” . Y leí: “Quisiera ser Prévert para escribir palabras bellas…”

Sentí el corazón igual que esa vez en el colectivo veinte años atrás, detenido y agitado a la vez, sentí amor, me sentí cerca. Él tan lejos y a la vez…, él sabía, él también había sentido al poeta, ahí estaba, quizá a su manera también queriendo dejar un rastro, una pista, indicios en ese cuaderno para que lo vieran, una clave, para pocos, genial el genio hasta para las dedicatorias, hermoso. Y yo ahí frente a esa página.

Paroles de Prévert sigue siendo hoy mi libro de poemas preferido, tal vez quizá porque luego continué con el impulso un poco más y me topé con Alejandra Pizarnik, Walt Whitman, los versos de Neruda, Rimbaud, Tagore y otros que ya olvidé.

Hoy no leo poesía. Pienso que tal vez no me atrevo, pero busco en las líneas de las novelas, los ensayos y los cuentos ese perfume lírico que me quema los ojos. Sé que la poesía es demasiado intensa para mí y que lo que en mil páginas me hace una historia, lo logra en un solo párrafo un poema. Me asustan; verticales los versos hacia el centro del ser cavando dentro y sin aviso.

La poesía es para valientes.

Esa es mi conclusión.

Jacques Prévert además de autor de poemas, escribió letras de canciones y diálogos de películas; y fue padre de las prácticas artísticas más características del surrealismo.

Desayuno

Echó el café
En la taza
Echó leche
En la taza de café
Echó azúcar
En el café con leche
Con la cucharilla
Lo removió
Bebió el café con leche
Dejó la taza
Sin hablarme
Encendió
Un cigarrillo
Hizo aros
Con el humo
Echó las cenizas
En el cenicero
Sin hablarme
Sin mirarme
Se levantó
Se puso
El sombrero en la cabeza
Se puso
La capa de lluvia
Porque llovía
Y se fue
Bajo la lluvia
Sin una palabra
Sin mirarme
Y yo tomé
Mi rostro entre las manos
Y lloré

 Jacques Prèvert

(Paroles – Palabras)