Como un absurdo e inútil antídoto contra los estragos del calor, en los últimos años he ido armando algo así como una antología de fragmentos sobre el tema:
“Caminaba lentamente hacia las rocas y sentía que la frente se me hinchaba bajo el sol. Todo aquel calor pesaba sobre mí y se oponía a mi avance. Y cada vez que sentía el poderoso soplo cálido sobre el rostro, apretaba los dientes, cerraba los puños en los bolsillos del pantalón, me ponía tenso todo entero para vencer al sol y a la opaca embriaguez que se derramaba sobre mí. Las mandíbulas se me crispaban ante cada espada de luz surgida de la arena”. Así se mueve Meursault, el protagonista de El extranjero, que puede ser indiferente a todo, incluso a la muerte de su madre, pero no puede serlo a ese sol, tanto que llega incluso a escudarse en sus efectos cuando declara ante el juez, acusado de haber cometido un asesinato.
Horacio Quiroga es otro que ha sabido hacer de las altísimas temperaturas de la selva misionera (en combinación con la humedad, un detalle no menor) uno de los temas de la tragedia constante que acecha a sus personajes. En cuentos como La insolación, Gloria tropical o El simún, el calor es agobiante y omnipresente, pero es justo ahí donde brota la mejor y más potente prosa del narrador uruguayo: “Esto es el guebli… Así decimos allá el siroco –o simún de las geografías–. Observe que en ninguna parte del Sahara del Norte he oído llamar simún al guebli. Bien. ¡Y usted no puede soportar esta lluvia! ¡El guebli!… Cuando sopla, usted no puede escribir. Moja la pluma en el tintero y ya está seca al llegar al papel. Si usted quiere doblar el papel, se rompe como vidrio. Yo he visto un repollo, fresquísimo al comenzar el viento, doblarse, amarillear y secarse en un minuto. ¿Usted sabe bien lo que es un minuto? Saque el reloj y cuente”.
En Luz de agosto, la novela de Faulkner que hizo llorar de tristeza a André Gide, la temperatura no para de subir. Si bien Faulkner decía que a él la brisa cálida le sentaba bien (hay fotos donde se lo puede ver escribiendo plácidamente al rayo del sol), como buen observador de su entorno y gran escritor shakesperiano que era, sabía que la tensión del arco dramático aumentaba con cada grado.
“El lunes, la temperatura comienza a subir. El martes, tras el calor del día, la noche, la oscuridad, es sofocante, inmóvil, oprimente. Apenas ha entrado en la casa, cuando Byron siente que las aletas de su nariz se distienden con el denso olor a rancio de aquella casa mal cuidada por un hombre. Y cuando Hightower se le acerca, el olor a carne grasa y mal lavada y a ropa sucia –el olor del abandono sedentario, del exceso de carne estática insuficientemente bañada– resulta casi insoportable. Byron, al entrar, piensa lo que ya ha pensado antes: «Está en su derecho. Este no es mi modo de vivir, sino el suyo. Está en su derecho.» Y recuerda que cierto día había creído encontrar la repuesta, como por inspiración, por adivinación. «Es el olor de la santidad. Es natural que nos parezca desagradable a los que somos malos, a los que estamos manchados por el pecado”.
Es el verano, no hay escapatoria.
“El verano –dice Reinaldo Arenas–. Los pájaros derretidos en pleno vuelo, caen, como plomo hirviente, sobre las cabezas de los arriesgados transeúntes, matándolos al momento”. Maestro de la hipérbole, de la exageración, extremista de la literatura, en él todo es desmesura y explosión: el sexo, la libertad, el mar, los cuerpos del deseo. Pero el calor no, cuando Arenas describe el calor cubano no es hiperbólico sino un escritor realista, aceptémoslo: “El verano. La isla, como un pez de metal alargado, centellea y lanza destellos y vapores ígneos que fulminan. El verano. El mar ha comenzado a evaporarse y una nube azulosa y candente cubre toda la ciudad. El verano. La gente, dando voces estentóreas, corre hasta la laguna central, zambulléndose entre sus aguas caldeadas y empastándose con fango toda la piel, para que no se le desprenda el cuerpo. El verano. Las mujeres, en el centro de la calle, empiezan a desnudarse, y echan a correr sobre los adoquines que sueltan chispas y espejean. El verano. Yo, dentro del morro, brinco de un lado a otro. Me asomo entre la reja y miro al puerto hirviendo. Y me pongo a gritar que me lancen de cabeza al mar. El verano. La fiebre del calor ha puesto de mala sangre a los carceleros que, molestos por mis gritos, entran a mi celda y me muelen a golpes. Pido a Dios que me conceda una prueba de su existencia mandándome la muerte. Pero dudo que me oiga. De estar Dios aquí se hubiera vuelto loco”.
Faltan 72 días para que empiece el otoño.
No queda otra que resistir.