CARGANDO

Buscar

Un sol como plomo hirviente

Compartir

Por Mauricio Koch

El calor es enemigo de la civilización”. F. Nietzsche.

«Es tu palpitar, es tu cara, es tu pelo
Son tus besos, me estremezco, oh, oh, oh.
Cuando calienta el sol». *

“Odio el verano” –escribe Natalia Ginzburg en una carta dirigida a la hermana de Gabriele Baldini, su segundo marido–. “Los que están solos de pronto tienen la exacta dimensión de su soledad… La luz del verano ilumina despiadadamente nuestro silencio, nuestra persona inmóvil, rodeada por catástrofes antiguas y nuevas. Odio la ciudad vacía, la interrupción del ritmo cotidiano, los cines que solo pasan películas malas. Solo con la llegada de las primeras tormentas de otoño se termina la pesadilla. En otoño vuelvo a escribir”. Como vemos, no deja lugar a la mínima duda. No solo le molesta la temporada estival sino que además, lo que es peor, no la inspira.
El verano puede ser deseable siempre y cuando estemos en una playa de vacaciones, y ni siquiera cualquier playa sino una de esas de película o publicidad de primera marca, en pantalón de lino arremangado, bajo un cocotero, bebiendo un trago bien helado y con nuestros ojos deslizándose apacibles sobre un mar de aguas cristalinas. Pero eso no ocurre. Eso en realidad pertenece más al territorio de la imaginación que de lo posible. Lo que sí nos ocurre es que tratamos de sobrellevar el verano de la mejor manera, cerramos las cortinas para amortiguar la violencia de la luz que nos enceguece y forzamos los acondicionadores de aire hasta hacerles saltar las válvulas y perforar la capa de ozono que nos permite respirar y mantenernos con vida.
Suelo decir, medio en broma medio en serio, que el mundo se divide entre las personas sensatas y los psicópatas a los que les gusta el verano. Quizá exagero, pero es un hecho que el exceso de calor fastidia. Nos pone irritables, nos malpredispone. En términos económicos, afecta la productividad. Puede incluso llevarnos a la locura. Algo que podríamos llegar a pensar como un posible beneficio es que estimula el romance, pero esos romances de verano las más de las veces suelen ser decisiones equivocadas, tomadas bajo el embotamiento que producen las altas temperaturas y las no menos altas dosis de alcohol que solemos ingerir con la vana intención de refrescarnos, un combo cuyo resultado puede ser incluso peor que el fuerte dolor de cabeza matinal que sin duda tendremos.
Esto lo refleja bien Talpa, uno de los mejores cuentos de Juan Rulfo:
“Siempre sucedía que la tierra sobre la que dormíamos estaba caliente. Y la carne de Natalia, la esposa de mi hermano Tanilo, se calentaba en seguida con el calor de la tierra. Luego aquellos dos calores juntos quemaban y lo hacían a uno despertar de su sueño. Entonces mis manos iban detrás de ella; iban y venían por encima de ese como rescoldo que era ella; primero suavemente, pero después la apretaban como si quisieran exprimirle la sangre. Así una y otra vez, noche tras noche, hasta que llegaba la madrugada y el viento frío apagaba la lumbre de nuestros cuerpos. Eso hacíamos Natalia y yo a un lado del camino de Talpa, cuando llevamos a Tanilo para que la Virgen lo aliviara”.
Cada año, cuando llegan los primeros calores agobiantes, me acuerdo de esa anécdota que contaba Borges sobre una visita que le hizo a Xul Solar: (…) “Un día de espantoso verano de Buenos Aires, de diciembre o enero, llegué a casa de Xul, en la calle Laprida, y le pregunté lo que había hecho, cuando ya era mucho sobrevivir a esa opresión de calor húmedo. Y Xul me dijo: ‘No, hoy no hice nada… ¡Ah, sí! –dijo después– fundé doce religiones después de almorzar’”.
Xul era genial, pero es evidente que la temperatura un poco le había afectado.

Como un absurdo e inútil antídoto contra los estragos del calor, en los últimos años he ido armando algo así como una antología de fragmentos sobre el tema:
“Caminaba lentamente hacia las rocas y sentía que la frente se me hinchaba bajo el sol. Todo aquel calor pesaba sobre mí y se oponía a mi avance. Y cada vez que sentía el poderoso soplo cálido sobre el rostro, apretaba los dientes, cerraba los puños en los bolsillos del pantalón, me ponía tenso todo entero para vencer al sol y a la opaca embriaguez que se derramaba sobre mí. Las mandíbulas se me crispaban ante cada espada de luz surgida de la arena”. Así se mueve Meursault, el protagonista de El extranjero, que puede ser indiferente a todo, incluso a la muerte de su madre, pero no puede serlo a ese sol, tanto que llega incluso a escudarse en sus efectos cuando declara ante el juez, acusado de haber cometido un asesinato.
Horacio Quiroga es otro que ha sabido hacer de las altísimas temperaturas de la selva misionera (en combinación con la humedad, un detalle no menor) uno de los temas de la tragedia constante que acecha a sus personajes. En cuentos como La insolación, Gloria tropical o El simún, el calor es agobiante y omnipresente, pero es justo ahí donde brota la mejor y más potente prosa del narrador uruguayo: “Esto es el guebli… Así decimos allá el siroco –o simún de las geografías–. Observe que en ninguna parte del Sahara del Norte he oído llamar simún al guebli. Bien. ¡Y usted no puede soportar esta lluvia! ¡El guebli!… Cuando sopla, usted no puede escribir. Moja la pluma en el tintero y ya está seca al llegar al papel. Si usted quiere doblar el papel, se rompe como vidrio. Yo he visto un repollo, fresquísimo al comenzar el viento, doblarse, amarillear y secarse en un minuto. ¿Usted sabe bien lo que es un minuto? Saque el reloj y cuente”.
En Luz de agosto, la novela de Faulkner que hizo llorar de tristeza a André Gide, la temperatura no para de subir. Si bien Faulkner decía que a él la brisa cálida le sentaba bien (hay fotos donde se lo puede ver escribiendo plácidamente al rayo del sol), como buen observador de su entorno y gran escritor shakesperiano que era, sabía que la tensión del arco dramático aumentaba con cada grado.
“El lunes, la temperatura comienza a subir. El martes, tras el calor del día, la noche, la oscuridad, es sofocante, inmóvil, oprimente. Apenas ha entrado en la casa, cuando Byron siente que las aletas de su nariz se distienden con el denso olor a rancio de aquella casa mal cuidada por un hombre. Y cuando Hightower se le acerca, el olor a carne grasa y mal lavada y a ropa sucia –el olor del abandono sedentario, del exceso de carne estática insuficientemente bañada– resulta casi insoportable. Byron, al entrar, piensa lo que ya ha pensado antes: «Está en su derecho. Este no es mi modo de vivir, sino el suyo. Está en su derecho.» Y recuerda que cierto día había creído encontrar la repuesta, como por inspiración, por adivinación. «Es el olor de la santidad. Es natural que nos parezca desagradable a los que somos malos, a los que estamos manchados por el pecado”.
Es el verano, no hay escapatoria.
“El verano –dice Reinaldo Arenas–. Los pájaros derretidos en pleno vuelo, caen, como plomo hirviente, sobre las cabezas de los arriesgados transeúntes, matándolos al momento”. Maestro de la hipérbole, de la exageración, extremista de la literatura, en él todo es desmesura y explosión: el sexo, la libertad, el mar, los cuerpos del deseo. Pero el calor no, cuando Arenas describe el calor cubano no es hiperbólico sino un escritor realista, aceptémoslo: “El verano. La isla, como un pez de metal alargado, centellea y lanza destellos y vapores ígneos que fulminan. El verano. El mar ha comenzado a evaporarse y una nube azulosa y candente cubre toda la ciudad. El verano. La gente, dando voces estentóreas, corre hasta la laguna central, zambulléndose entre sus aguas caldeadas y empastándose con fango toda la piel, para que no se le desprenda el cuerpo. El verano. Las mujeres, en el centro de la calle, empiezan a desnudarse, y echan a correr sobre los adoquines que sueltan chispas y espejean. El verano. Yo, dentro del morro, brinco de un lado a otro. Me asomo entre la reja y miro al puerto hirviendo. Y me pongo a gritar que me lancen de cabeza al mar. El verano. La fiebre del calor ha puesto de mala sangre a los carceleros que, molestos por mis gritos, entran a mi celda y me muelen a golpes. Pido a Dios que me conceda una prueba de su existencia mandándome la muerte. Pero dudo que me oiga. De estar Dios aquí se hubiera vuelto loco”.
Faltan 72 días para que empiece el otoño.
No queda otra que resistir.

* «Cuando calienta el Sol«, compuesta por Rafael Gastón Pérez e interpretada entre otros por Antonio Prieto y popularizada luego por Luis Miguel