De vez en cuando pienso aún en María, en esa última tarde que pasamos juntas, después de estar semanas girando en órbitas cercanas, pero sin llegar a encontrarnos como se debe. Recuerdo el reflejo anaranjado del sol que se filtraba entre las persianas del cuarto, pintándole unas sombras largas y rectas en las piernas, como queriendo convertirla en cebra, leopardo, o algún otro animal de los que corren inalcanzables por la sabana. Estar con María era tener todo el tiempo ese tipo de impresiones. Cuando estaba en la cama, por ejemplo, la más grande que habíamos podido comprar, se tendía lo más al borde posible, como si en cualquier momento fuera a levantarse y previera la distancia que iba a tener que cubrir; como si en el fondo no estuviera tan convencida de quedarse. Eran detalles que a mí me angustiaban y que al principio entendí como cosas mías, inseguridades, hasta que María empezó a llevar mis sospechas a la práctica. Como esos gatos que salen de casa y tardan en dar con el camino de vuelta, se fue sumergiendo en la ciudad, esta que siempre ha sido la suya, y a mí me tocaba salir a buscarla de madrugada, en un parque enrejado que había a varias cuadras, en una estación ya cerrada del subte o en la casa de algún amigo que nunca había mencionado, ni volvería a mencionar. Yo marchaba furiosa a su encuentro, pero me recibía con una sonrisa de alivio tan auténtica, con un entusiasmo tan pleno, que no alcanzaba a pensar sino en lo afortunadas que éramos de tenernos la una a la otra. Entonces volvíamos juntas, agarradas de la mano como dos niñas perdidas, y fingíamos que nada había sucedido, hasta que volviera a ocurrir.