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Un poema para Laika

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MENCIÓN

Te amo porque no te pareces a nadie
porque eres orgulloso como yo.
Y porque antes de amarme me ofendiste.

Alfonsina Storni

Por Gabriel Payares

Obra de GaHee Park

De vez en cuando pienso aún en María, en esa última tarde que pasamos juntas, después de estar semanas girando en órbitas cercanas, pero sin llegar a encontrarnos como se debe. Recuerdo el reflejo anaranjado del sol que se filtraba entre las persianas del cuarto, pintándole unas sombras largas y rectas en las piernas, como queriendo convertirla en cebra, leopardo, o algún otro animal de los que corren inalcanzables por la sabana. Estar con María era tener todo el tiempo ese tipo de impresiones. Cuando estaba en la cama, por ejemplo, la más grande que habíamos podido comprar, se tendía lo más al borde posible, como si en cualquier momento fuera a levantarse y previera la distancia que iba a tener que cubrir; como si en el fondo no estuviera tan convencida de quedarse. Eran detalles que a mí me angustiaban y que al principio entendí como cosas mías, inseguridades, hasta que María empezó a llevar mis sospechas a la práctica. Como esos gatos que salen de casa y tardan en dar con el camino de vuelta, se fue sumergiendo en la ciudad, esta que siempre ha sido la suya, y a mí me tocaba salir a buscarla de madrugada, en un parque enrejado que había a varias cuadras, en una estación ya cerrada del subte o en la casa de algún amigo que nunca había mencionado, ni volvería a mencionar. Yo marchaba furiosa a su encuentro, pero me recibía con una sonrisa de alivio tan auténtica, con un entusiasmo tan pleno, que no alcanzaba a pensar sino en lo afortunadas que éramos de tenernos la una a la otra. Entonces volvíamos juntas, agarradas de la mano como dos niñas perdidas, y fingíamos que nada había sucedido, hasta que volviera a ocurrir.

Por eso aquella última tarde yo había insistido en que nos quedáramos en casa: nuestro tiempo libre por fin coincidía y no quería que estuviese tan distraída. Incluso pensé que podría animarme a tocar el tema de sus escapes, y así pedirle que ya se quedara del todo, o al menos que nos fugáramos juntas cuando sintiera muchas ganas de hacerlo. Estuve esperando el momento adecuado, pero estábamos tan cómodas, tan cercanas, con un aire de entrega tan absoluto, que me dio pavor arruinarlo todo con una pregunta. Y así estuvimos hasta que, apartándose el cigarro de marihuana de la boca, María interrumpió aquel silencio cómplice, juguetón, para decir:

─ Sabés que estuve pensando, sobre de esto de vivir junto al tren.

Yo asentí, tratando de no lucir decepcionada. El cigarro pasó a mis manos, pero no quise volver a aspirar.

─ Siempre que los trenes pasan por acá ─continuó, haciendo un gesto hacia donde estaba, varios pisos abajo, la estación─, pienso que también pasó media hora, como si la ciudad fuera un reloj gigantesco. ¿También te pasa eso a vos?

Le dije que no con la cabeza. A mí los trenes me gustaban, mucho más que los colectivos o el subte, pero no entendía para qué estar tan pendientes del tiempo, cuando podíamos finalmente estar juntas y en calma. Con eso a mí me bastaba. Tardes como aquella, tan esporádicas, eran siempre mi momento favorito de la semana: a María la droga la asentaba, como un café que lleva tibio mucho rato, y la hacía por fin florecer, débil, abrirse de a poco. Era el instante preciso para contemplarla en silencio, para admirar cada hebra de cabello negro y liso, rapado en un costado y el otro por encima de los hombros; cada espasmo de su boca, el labio de abajo tan tímido que era casi invisible, dejando escapar una lengua de humo blanco con cada palabra pronunciada. Un gesto misterioso que a mí, en cambio, me daba un aire un poco triste, como de puta. Y no solo en eso éramos distintas: lo que más me gustaba de ella no es que fuera especialmente guapa, sino que no se parecía a nadie que yo hubiera conocido, como en los versos de Alfonsina Storni que una vez me leyó de su libreta. No había nada en su cuerpo, ni en su voz, ni en su forma de ser que me hiciera pensar en mí misma, en mi pueblito arenoso bajo el sol, o en mi familia evangélica en Venezuela, empeñada todavía en creer que éramos “roomies” solamente.

En cambio, María tenía muy poco contacto con su familia. Casi nunca hablaba de ellos, ni de su infancia, como si hubiera aparecido así nomás en el mundo. En todo el tiempo que estuvimos juntas, hubo muy pocas excepciones: noches en las que la hallaba sentada en el balcón, con el celular apretado entre la oreja y el hombro, hablando rapidísimo y prendiéndose un cigarrillo tras otro. En esas ocasiones yo ni siquiera saludaba, sino que llegaba directo a bañarme, a cocinar o a tirarme en la cama, dando tiempo a que me buscara con los ojos hinchados y la nariz humedecida, hambrienta de un consuelo feroz. Entonces la besaba, le desnudaba los hombros cubiertos de pecas y la dejaba llevarse mi boca adonde más le provocara. Solamente después me daba, sin yo pedírselo, algún comentario: “Era mi viejo”, “Ya sabes quién era” o “Qué familia de mierda, che”. No ofrecía detalles, ni explicaciones, así que yo tampoco supe nunca qué contestarle.

A su madre, sin embargo, la conocí: una mujer pálida y huesuda, con la que María tenía un parecido evidente, sobre todo en la nariz un poco ganchuda y los ojos relámpagos. La encontré amable, casi atractiva, durante las dos o tres horas que estuve en su casa, fría y repleta de los pelos de un gato invisible, en un sector muy venido a menos del conurbano. Compartimos un mate con bizcochitos, pero María no soportó que la señora me preguntara insistentemente por Venezuela, ni que me llamara “negrita” en un par de ocasiones. A mí no me molestaba, en mi país es un apodo de cariño. Parece que aquí es diferente. Tampoco la convencí de quedarnos a comer los fideos con tuco que la señora ofrecía. Antes que el sol se pusiera nos fuimos hacia la parada del tren, andando una calle larga y alfombrada de pétalos fucsia de jacarandá. Volvimos a casa en silencio, cada una concentrada en su celular.

Para aquel entonces ya vivíamos juntas. Ella me había convencido de dejar mi residencia estudiantil e instalarme en su apartamento, pues de todas formas pasaba allí casi todas las noches. También fue suya la idea de besarnos en público, de caminar agarradas de la mano y otras cosas a las que yo no me atrevía. Y cuando al fin comencé a sentirme un poco más segura, comenzaron sus escapadas. Breves, al principio, como poniendo a prueba algún límite. Una noche bajó al abasto a comprar cigarrillos y pasó más de dos horas quién sabe dónde y con quién. Dejó el teléfono, dejó la cartera, como si se hubiera desvanecido. Estuve a punto de llamar a la policía, de tanto imaginarla violada, secuestrada o algo incluso peor; aquí esas cosas pasan a cada rato. Si no lo hice fue porque también me la imaginaba con otra, y no supe qué hacer con semejante vergüenza. Al rato volvió y respondió por encima a mis preguntas, que por otro lado no fueron demasiadas, y prefirió leerme un poema que había escrito recién y que se trataba de Laika, la perrita que los rusos mandaron al espacio. No recuerdo exactamente qué decía, pero sí que después de oírlo sentí unas ganas inmensas de llorar.

Al poco tiempo nos mudamos de Villa Ortúzar a Palermo, a un departamento chiquito frente al viaducto de la avenida Santa Fe. Más que nada, porque María no soportaba estar “tan lejos de todo”. Tampoco me dijo a qué se refería con eso. Ella era más bien solitaria, le costaba encontrar un terreno común incluso con gente a la que admiraba, y sus amigos cambiaban a cada rato, como si no pasaran un período de prueba. La única pieza fija parecía ser yo. En Palermo el alquiler costaba más o menos lo mismo, pero el edificio era oscuro por dentro y la humedad le arrancaba hojuelas de pintura a las paredes y al techo. Había tres departamentos por piso: en el nuestro uno estaba vacío y en el otro vivía un tipo tosco y barrigón, solo con dos perros marrones, que nos puso mala cara desde el principio. María lo bautizó como el “viejo pajero” y se ponía altanera cuando nos lo cruzábamos en el pasillo, esperando el menor comentario suyo para estallar. Yo al principio le daba los buenos días y le aguantaba la puerta del ascensor, pero después me cansé. Aquí los viejos son muy groseros. Además, los perros son grandes y me ponían un poco nerviosa.

La mudanza, de todos modos, me vino bien: llegaba con el tren a la universidad en veinte minutos, y además tenía cerca el consulado y varias tiendas en donde comprar harina PAN, tequeños y queso blanco llanero, y otros manjares criollos que mi propia familia llevaba rato sin probar. Casi todos los sábados por la mañana podía caminar hasta Plaza Italia y allí comprarme dos empanadas de carne mechada o de lo que tuvieran, y sentarme a desayunar en una placita que hay junto al botánico. Miraba a las doñas paseando a sus perros o a los padres jugando con sus niños rubios y volvía a sentirme recién llegada, como despertando de un sueño largo y colorido.

Esa fue una de las tantas cosas que nunca pude compartir con María. En primer lugar porque mis desayunos, que según ella eran almuerzos, le revolvían el estómago estando recién levantada; lo suyo era el mate con galleticas, o sea, no desayunar. Y también porque cada fin de semana María se levantaba tardísimo, para luego poder quedarse despierta en la madrugada, tratando de avanzar con su poesía. Podía pasarse un buen rato leyendo a las mismas palabras, diciéndolas como quien aprende otro idioma, y de golpe cambiarlas por otras que no se parecían en nada. Lo hacía una y otra vez, como rezando, y horas después se acostaba frustrada, exhausta, encerrada dentro de su propia cabeza. Tengo la impresión de que a María no le gustaba escribir, de que lo hacía obligada, sin disfrutarlo, porque no sabía hacer otra cosa, como esos peces que se atoran en la red porque no pueden sino nadar hacia adelante.

A mí me gustaba casi todo lo que ella escribía, incluso lo que llamaba “basura” y arrugaba en una bola de papel de su libreta. Algunas veces las recogía y las conservaba para mí. Desde que era niña, la poesía me ha llamado la atención: la escuchaba en los salmos que recitaba mamá, en sus canciones de iglesia, sin entender todas las cosas que decían. Eso era lo que más me entusiasmaba, ese lenguaje secreto que algún día yo también dominaría. Pero luego llegué a la adolescencia y también a preguntas que necesitaban una respuesta concreta, y poco a poco dejé de ir a la iglesia, me propuse estudiar y cambiar, tener una vida exclusivamente mía, sin que tuvieran que ver ni mamá ni mis hermanos. Incluso empecé a hablar de “tú”, como los caraqueños. Justo entonces las cosas se complicaron: la plata dejó de alcanzar y empezamos a comer un poco menos cada día. Yo dejé los estudios y trabajé en lo que pude, pero era como echar agua en la arena. Y encima mamá se empeñó en que volviera a la iglesia, en que orara más, que enderezara mi vida. Esa fue una época muy triste. No sé cuánto tiempo estuve así, volviéndome loca, hasta que me enteré de la beca y metí mis papeles sin consultarlo con nadie. Supuse que desde Argentina podría mandarles dinero y también aspirar a una vida privada. Y así fue. Casi un año después me encontraba ya en Buenos Aires, y una compañera de estudios me presentó con María.

Recuerdo que fue en un recital que había en un barcito en San Telmo, donde las paredes estaban cubiertas de fotos en blanco y negro. Apenas reconocí al Che y a Maradona. El local estaba repleto y los volantes hablaban de la hermandad latinoamericana: había un poeta peruano, una brasileña, los demás argentinos. De fondo sonaba Silvio Rodríguez y en ningún otro lugar me había sentido tan extranjera. No recuerdo mucho de los poemas leídos, a excepción de uno dedicado a un pueblo arruinado y en estampida, asediado por intereses egoístas o algo así. A mi modo de ver, no podía tratarse sino del mío. Pero en verdad se trató de un canto largo y en portugués sobre el sufrimiento brasileño, al que no tuve ganas de prestar atención. Me sentí estúpida, traicionada. Y cuando por fin terminó, no tuve otra alternativa que sumarme a los aplausos.

Por suerte María no estuvo entre los lectores, sino en el público. De otra manera no creo que nos hubiéramos conocido. Lo importante es que había un libro suyo entre los que estaban en venta, un folleto artesanal, con pinta de fotocopia, en el que encontré varios poemas sobre polillas, suelos empedrados y aserrín bajo la almohada, escritos en un lenguaje secreto que me recordó al de mi infancia. Poemas que parecían haber sido escritos por mí. No por mí misma, quiero decir, que no habría sido capaz, sino por otra persona en la que yo no había sabido convertirme. Es difícil de explicar. En ese mismo libro, un par de copas después, una María un poco borracha anotaría su número, junto a una dedicatoria que en aquel momento entendí a la luz de mi evidente extranjería: “siempre he sido del bando de los fugitivos”.

Nuestra primera cita fue en un bar de la avenida Corrientes, en el piso de arriba de una cafetería famosa. Aquellos lugares de la ciudad me fascinaban: las luces, la gente, las carteleras de cine, tenía la impresión de acercarme a donde ocurren las cosas, al centro mismo de una vida desconocida para mí. Pero tan pronto estuve sentada frente a María, no hice otra cosa que hablar de mi pueblo: de los tambores veleños, que mamá decía eran cosa del demonio; del cocuy que tomaban en secreto mis hermanos y de aquel cementerio judío en Pantano Abajo, en donde supuestamente de noche murmuraban los muertos. Creo que incluso volví a hablar de “vos”, como en mi infancia, sin importarme que aquí lo tomaran más bien como que falseaba el acento.

María en ningún momento dio señales de aburrirse. Al contrario, pidió detalles con un interés que aquí no es fácil de conseguir, pero que tiempo después le descubriría respecto de todo lugar que prometiera ser diferente: el sur de los Estados Unidos, el sudeste asiático o la costa griega mediterránea. A María le daba pavor que el mundo al final fuera más o menos lo mismo, que no hubiera sitios más francos, mejores, a los que escaparse. Y creo que esperaba de mí aquella certeza, la misma que yo en el fondo quería que ella me brindara. Esa noche estuvimos juntas por primera vez. Ella era feroz y yo jugaba a la presa, dos roles que casi nunca intercambiaríamos. Nos sorprendió la madrugada y yo hice ademán de volver a mi casa, pero ella insistió en que durmiera a su lado. Por nada del mundo le habría dicho que no. El verano ya había comenzado, así que dejamos las ventanas abiertas y el sueño llegó junto al ronroneo de la autopista un poco lejana. Esa fue mi primera noche feliz en Buenos Aires.

Hoy me cuesta pensar en todo esto y no preguntarme qué habría pasado si no me hubiese empeñado en seguirle a María el rastro en sus escapadas. Si no hubiese sido tan importante saber qué cosa había hecho mal, o qué no había hecho todavía, o si aquello acaso era algo normal entre las lesbianas porteñas. Hay cosas así, que una por ser de otra parte no entiende ni se anima tampoco a preguntar. En especial cuando se teme a las posibles respuestas. Pero no fue el miedo lo que me hizo dar el primer paso, ni tampoco la rabia, el hartazgo o la indignación; eso me habría hecho más fáciles las cosas. Simplemente me fue ganando la curiosidad, la esperanza de una explicación extraordinaria. Mis primeros intentos no llegaron más allá del ascensor, a lo sumo la puerta del edificio: en algún momento daba un último paso y me detenía en seco. No sabía qué hacer con el temor a decepcionarme. Además, se trataba de una jugada arriesgada, puesto que no había manera de distinguir cuál ida al kiosco era genuina y cuál no, qué pequeña demora daría comienzo al escapismo.

Todo cambió al final de aquella última tarde, después de que hicimos el amor y María anunció que se había quedado sin cigarrillos. Una corazonada me confirmó que había llegado el momento; quizá fuera solo un coletazo de la marihuana. Esperé a que saliera y comencé la persecución. No hubo señales de ella cuando por fin crucé el umbral y pisé la calle, así que anduve entre la gente, mirando los colectivos enfilar hacia el viaducto, como animales enormes que buscan su madriguera. Sabía que en cualquier momento mi convicción flaquearía, y toda esa energía que me empujaba hacia adelante se transformaría en vergüenza, confusión, arrepentimiento. Entonces la reconocí en la acera de enfrente, a unos cuantos metros del kiosco, abriendo su caja habitual de Phillip Morris. Y sin mover un músculo, como los animales que intuyen en la maleza a su depredador, repasé el movimiento de sus manos con que arrancaba el plástico al empaque, ese giro experto de la uña que tantas veces había visto, sin percibir nada extraño, ningún gesto que me advirtiera lo que enseguida iba a suceder, cuando en vez de desandar el camino y confrontar mi mirada, se dio la vuelta para dejar atrás la avenida.

Sus pasos nos llevaron por una callecita a un costado: uno de esos pasajes angostos que interrumpen la ciudad, apostando por casas largas y árboles de lima, en donde no hay más que edificios y paradas de autobús. Sitios en los que Buenos Aires quiere ser varias ciudades en una, o no se decide a ser como es, o quizá no recuerda ya cómo. Al final pasamos un puente verde que cruza el tren, hacia esas calles de restaurantes a las que van los turistas, y al final de un bulevar llegamos a un cafecito discreto, ajeno y acogedor, pero tan distinto a María que no podía estar allí sino encontrándose con alguien. Guardando una precavida distancia, la vi jalar una silla de las mesitas de afuera y esperar a que un muchacho ojeroso la atendiera, y minutos después le dejara una taza humeante en una esquina de la mesa. Cuaderno y lapicera aparecieron también, pero esta vez de la chaqueta de María. Y así estuvimos durante casi una hora, posando para un cuadro que nadie iba a pintar: ella encorvada sobre el papel y yo mirándola desde el bulevar en un banco de cemento. Verla así, tan inspirada, tan en contacto consigo misma, me daba una alegría serena, casi un orgullo maternal, pero también me llenaba de dudas, me hacía sentir que en el fondo no estábamos tan unidas, no formábamos una parte de lo mismo.

Cuando se hizo más que evidente que nadie se iba a sentar en su mesa, me animé a abandonar mi escondite y marchar a su encuentro. Me invadía un temor repentino a que no fuera a reconocerme, a que esa mujer solitaria no fuera María, no la misma María que yo había estado siguiendo, como en esos cuentos de Borges en que la gente es y no es quien se supone que sea. Pero mucho antes de que alcanzara su mesa, sus ojos se clavaron en mí. Cerró de golpe la libreta y se llevó la taza fría a la boca, dándole un sorbo ruidoso, de mentira.

─ Nena, no es lo que parece─, dijo leyéndome la mente─. Solamente vine a escribir.

─ Yo sé. Tengo rato mirándote.

─ ¿Vos me seguiste?

─ ¿Esto es lo que haces cada vez que te escapas? ¿Te pones a escribir?

Ella sonrió, como un niño que pescan a mitad de travesura.

─ Y, más o menos, sí.

─ ¿Por qué?

─ Es difícil de explicar─, dijo─, pero no se puede escribir de otra manera. Una tiene que ser libre, ir contra algo. Hace falta tener algo de lo que escapar.

─ ¿Y no nos podemos escapar juntas?

─ No, che. No funciona así. Se me llena todo de ruido, me sale mal.

No supe qué responder. Habría preferido encontrarla con alguien.

─ Vos de todo el mundo lo tendrías que entender, ¿no? ─dijo.

─ ¿Yo?

─ Digo, por tu historia. Es un poco lo mismo.

Le respondí con un silencio incómodo.

─ ¿Vos no tuviste que huir de tu familia para poder ser lo que sos? ─insistió.

─ Ay, María. Ojalá no hubieras hecho esa comparación.

─ No es lo mismo, pero…

─ No, no es lo mismo─, remarqué, y la voz me salió con una tristeza que no me esperaba.

─ Bueno, no te lo tenés que tomar así, tan a la tremenda. ¿Te querés sentar? Dale, sentate.

─ ¿Y hasta cuándo te vas a esconder así?

─ No me estoy escondiendo, estoy escapando.

─ Es lo mismo.

─ No es lo mismo, nena, de verdad que no.

─ No sé si quiero ser eso para nadie─, sentencié.

─ ¿Qué cosa?

─ Algo de lo que escapar.

Ahora fue ella la que se quedó callada.

─ Por mi “historia”, ─agregué.

─ Sí, lo entiendo.

Ninguna supo qué otra cosa decir.

─ Me voy a la casa─, dije al final.

─ Voy con vos, pará.

─ No, no hace falta. Te puedes quedar.

─ No seas así, che.

─ En serio. No me importa.

─ Como quieras.

─ Sí.

Del camino de vuelta no retengo demasiado. La ciudad se me hizo confusa, como si todo hubiese cambiado de lugar a mis espaldas. Debo haber tomado las calles equivocadas, porque tardé en conseguir el camino de vuelta a la avenida. Finalmente me pude orientar y me topé de frente el edificio del consulado, con las caras blancas y espectrales de Bolívar y San Martín en el vidrio de la entrada, asomándose por encima de los paneles metálicos de la policía. Y allí, junto a ellos, me empezó un llanto largo, de meses, que duró apenas unos instantes, los mismos que le tomó a un tren completo pasar traqueteando por el puente y perderse en la noche más allá de mi casa. Buenos Aires es un reloj gigantesco, que a veces marcha hacia adelante y a veces le da por retroceder.

Esa noche María durmió en la calle. Quién sabe dónde. Yo no quise esperarla, ni mucho menos irla a buscar, así que apagué el teléfono y traté de dormir. Pero estuve todo el tiempo pensando en Venezuela. Cuando por fin amaneció y los trenes retomaron su ruta, ya tenía bastante rato despierta. Esperé a que hubiera luz suficiente y dediqué la mañana completa a recoger toda mi ropa, mis libros de la universidad y todo lo mío que cupiera en una maleta. Volvería a mis inicios, a mi habitación en la residencia estudiantil, a los almuerzos rápidos de sánguches de miga y a sentir que el mundo era inmenso y ajeno. No estaba segura de que María lo comprendiera, pero tampoco sentí que le debía una explicación. Eso sí: antes de salir, busqué entre mis cosas aquel poema para Laika, que existía ya en varias versiones porque a María ninguna la convencía lo suficiente. Lo estiré sobre el mesón de la entrada y lo dejé, como una nota de despedida. No sé por qué pensé que María podía llegar a necesitarlo.

Gabriel Payares

(Londres, 1982) Escritor venezolano, residente en Buenos Aires desde 2014. Licenciado en Letras, magíster en Literatura Latinoamericana y magíster en Escritura Creativa por la Untref. Autor de los libros de relatos Cuando bajaron las aguas, Hotel y Lo irreparable, cuyos textos recibieron numerosos galardones en Venezuela, como el Premio Anual de Cuentos del Diario El Nacional y el Premio Nacional de Literatura Rafael María Baralt, además de una Primera Mención en el Premio Iberoamericano de Cuento Julio Cortázar (La Habana). También estuvo entre los autores invitados al International Writer’s Workshop de la Universidad Bautista de Hong Kong en 2020. Su obra está siendo traducida al inglés.

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