¿Cuántas formas hay de pintar una aldea? ¿Cada par de ojos que la observe, que la visite, que la indague; cada mano que la escriba verá una aldea distinta, o la misma aldea con pequeñas variaciones?
Esa serie de interrogantes, y otros, despertaron cuando comencé a acopiar citas, referencias en libros de diferentes autores argentinos contemporáneos a la ciudad donde nací: Salto, provincia de Buenos Aires. Una típica ciudad de la pampa húmeda, agropecuaria, industrial, donde todos se conocen –o mejor: creen conocerse–, con callecitas angostas y no más de una decena de edificios, una plaza representativa del viejo estilo español, una figura histórica emblemática como la del sanador Pancho Sierra, y una presencia constante e ineludible: el río. La aldea, el río, las huellas, el tiempo. De las certezas a las dudas, que es el mejor camino a desandar.
II
Un padre que abandona a su familia para adherir a la lucha comunista en la Guerra Civil Española; un protagonista que deserta de la educación formal, se hace en la calle, milita arma en mano, pasa a trabajar en reconocidas publicaciones gráficas y sufre trastornos que lo llevan a internaciones psiquiátricas; todo eso atravesado por los golpes del ’30 y ’55, el primer peronismo, el regreso de Perón, la dictadura cívico-militar.
Entre saltos temporales y cambio de registros, Sagrada familia, de Luis Frontera –autodidacta, autor de media docena de libros, periodista gráfico y radial–, se construye desde la “peste del lenguaje” como decodificador de expiaciones personales, pone en jaque aquella sentencia de Piglia de que nunca nadie hizo buena literatura con historias familiares, y saca poesía del dolor y la vuelve escritura.
El libro se publicó en 2020; dos años después, su autor moría. Llegué a consultarle el porqué de la aparición de mi ciudad natal en su libro, me lo dijo con sus propias palabras: “Fui a pasear a Salto, a ver la tumba de Don Pancho Sierra y después estuve leyendo sobre la madre María”. La referencia, si bien efímera, era manifiesta.
III
“Nos veíamos con cierta frecuencia en los años setenta, a veces iba a comer a su departamento de Rivadavia y José María Moreno, o nos encontrábamos en los restaurantes del centro y siempre estábamos discutiendo de literatura”, escribe Ricardo Piglia en el prólogo a Gente que baila, de Norberto Soares, en la reedición a través de la colección Serie del Recienvenido que el mismo Piglia dirigía para el Fondo de Cultura Económica. “Es un libro único en el sentido más preciso de la palabra: no se parece a nada (aunque fue hecho con todas las lecturas); está a la altura de las altísimas exigencias que Soares solía imponer a los demás cuando leía sus libros (o imaginaba los propios) y tiene una cualidad epifánica que se percibe al leer cualquiera de sus páginas”, dice Piglia.
Gente que baila salió originalmente en 1993 a través de Sudamericana, cuando Soares rondaba los cincuenta años, y fue el único que publicó. “Estaba siempre anunciando libros que nunca escribiría; los recitaba a la perfección”, sentencia Piglia. Son seis cuentos breves y uno más extenso, de medio centenar de páginas. En este, “Luna Cassorla, naranjo en flor”, Soares ambienta algunas escenas en Gahan. ¿Gahan? Sí, una pequeña localidad rural perteneciente al partido de Salto, sobre ruta provincial 31. “Un pueblo que queda al norte de la provincia de Buenos Aires”, dice el protagonista, al que en un momento decide abandonar: “Había que irse de Gahan, lo antes posible, sin dejar una sola huella”.
¿Cómo llegó Soares a Gahan? Tengo apenas una sospecha: a través de Antonio Dal Masetto, con quien compartió la bohemia porteña junto a Briante, Soriano, Di Paola, alguno más. Salto fue a donde llegó Dal Masetto desde su Italia natal, donde aprendió el castellano leyendo libros de la biblioteca y jugando a la pelota, donde ambientó algunos de sus relatos más autobiográficos y donde vive todavía parte de su familia. Quizás una charla en uno de esos bares de los que habla Piglia, o en la redacción de un medio gráfico –La Opinión, Página/12, Primera Plana, El Periodista de Buenos Aires–. Quizás alguna excursión esporádica al pueblo, el cartel ahí, a orillas de la ruta, indicando el acceso. Es a Antonio Dal Masetto a quien le dedica uno de los cuentos de Gente que baila, “Eva Fischer se dirige hacia la felicidad”. Apenas una sospecha. Una pregunta sin respuesta irrefutable, pero que al menos puede anclarse en una conjetura.
IV
Supe de la existencia de Eduardo Perrone por un viaje a Tucumán. Allí conocí a gente de editorial La Papa, que acababa de publicarme un libro, y de editorial Falta Envido, que acababa de reeditar la obra de Perrone (“Peyone”, según la oralidad tucumana). Nacido en aquella provincia, estaba por cumplir treinta años cuando, junto a un grupo de amigos, fue privado de su libertad por una causa armada por la policía y la justicia. Narró aquellos hechos en su primera novela, Preso común, editada por De la Flor en 1973, que se convirtió inmediatamente en best seller. Le siguieron Visita, francesa y completo en el ‘75, Días para reír, días para llorar un año después, Los pájaros van a morir a Buenos Aires y La jauría en el ’84. Vivió sus últimos años en la indigencia, en un vagón de ferrocarril abandonado de su ciudad natal, donde fue encontrado sin vida en el invierno de 2009.
Mi sobrino Ignacio se ha hecho devoto lector a Perrone. Saca una foto y me la envía. El texto de la página dice: “Yo esté donde esté y como esté viajo a mi pueblo, Salto Argentino, para las fiestas de Navidad y de año nuevo a ver a mis padres. Por supuesto me gusta llegar bien vestido, con plata y llevando regalos para todos los parientes”. Es de Los pájaros van a morir a Buenos Aires. Le digo que me resulta asombroso, pregunto de qué se trata, me responde: “es un personaje con el que se encuentra el protagonista en un bar mientras vive en Buenos Aires e intenta publicar su novela. Igual, creo que en este libro Perrone noveló bastante. El personaje se llama Santiago y es fotógrafo”.
Bien: por más que haya novelado, ¿cómo este tucumano momentáneamente aporteñado se entera de la existencia de un pueblo perdido en la pampa húmeda? ¿Quién es ese Santiago, me vuelvo a preguntar, de quién se trata, quién se esconde detrás de él? Hay variables –nombres al azar, hipótesis, reducciones–, pero no son más que variables. Esas son las mejores preguntas: las que no tienen respuesta.