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3º – Algunas cosas se hacen así

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TERCER PREMIO

Por Sandra Flomenbaum

Obra de Juliano Mazzuchini

Ese día todo había sido mentira, desde que me desperté hasta la hora del encuentro. La cita era la única verdad. A mis padres les dije que salía al cine con mis dos amigas de siempre, a ellas que me quedaría en casa leyendo. Supuse que algunas cosas no merecían ser pensadas, sino hechas. Con entrega. Como saltar desde un trampolín muy alto, o subirse a un escenario desnuda. Sentada en el borde de la cama me abroché los sandalias rojas que había comprado acompañada de mamá. Frente al espejo terminé de acomodarme los breteles del solerito. Las manos me temblaban cuando me puse rouge. Pensé, como cada vez que lo hacía, que mis labios eran demasiado finos. Me colgué mi carterita violeta en la que apenas entraban unos billetes, las llaves y por supuesto cigarrillos. Ya fumaba y leía libros de poesía maldita que se apilaban en mi mesa de luz como torres enclenques. Decidí que estaba lista.

Caminé al sol del verano, que me entrecerraba los ojos, intentando no transpirar. Hubiera querido que el viento me refrescara el cuerpo, pero eso solo sucedía de vez en cuando, al pasar por al lado de una boca de ventilación o de algún local con aire acondicionado. Entonces el solerito levantaba vuelo y yo me sentía una diva de las películas de antes. Algunos me miraban y yo me empequeñecía, creo que de vergüenza.

A veces cuando dejaba   pasar unos días sin hablarme, me desesperaba. No paraba de pensar en él y en el tema con el que nos habíamos besado en su auto la primera vez. Paint me right, can you feel, the heat in me tonight. Ese calor, alcanzaba para tenerme la noche entera encandilada y hubiera jurado que lo adoraba. Pero ahora, ahora que caminaba sobre mis sandalias nuevas, tan chatas que sentía cada piedrita bajo mis pies, ahora que me sudaban un poco las manos, ahora que fumaba a pleno sol yendo a al encuentro, no tenía claro nada.

Bajé del colectivo y caminé unas cuadras por un barrio demasiado tranquilo. Se escuchaba a lo lejos el canto de algunos pájaros, como si siempre fuera la hora de la siesta. Por las calles vi solamente un perro que cruzó jadeando, y una mujer vieja mirando por la ventana, que cerró la cortina de golpe al verme pasar. Cuando llegué, ahí estaba. Fumando acalorado, apoyado contra la puerta del caserón. Tenía gotitas de sudor en la frente, resbalándole entre dos arrugas que siempre me habían parecido suaves, pero que ahora a la luz del mediodía veía como dos  surcos profundos.

Es acá, dijo. Y sonrió apenas. Sus ojos se achinaron para volverse incisivos por un segundo. Entramos en silencio. Las persianas estaban bajas y la casa llena de muebles antiguos. Muebles por demás, innecesarios, como si el lugar fuera un depósito o un laberinto caótico, plagado de recovecos y estantes. Un tío dormía ahí de vez en cuando, dijo. Su silueta a contraluz iba adelante mío por la galería. Me mostró el jardín y al fondo la pileta que estaba empantanada; cubierta de hojas y flores acuáticas flotando sobre la superficie.

Me agarró de la mano para subir las escaleras. A diferencia de la mía –sudorosa – la de él estaba fría, resbaladiza. Mientras subíamos al segundo piso, se dio vuelta y me sonrió otra vez con esa media sonrisa, que me recordó a la seña del 7 de espadas en el truco. Abrió una de las habitaciones, dijo esperame, y desapareció por el pasillo haciendo rechinar los pisos de madera envejecida. Me quedé inmóvil parada en el umbral, unos segundos. La cama parecía hundida en el centro, y las paredes descascaradas tenían un encanto, una mezcla de verdes pasteles, con celestes, y algo de óxido. Los parantes de la cama eran blancos pero se me hizo evidente que alguna vez habían sido de bronce; el dorado opaco asomaba de vez en cuando entre el blanco resquebrajado. Me acerqué y toqué la colcha de un verde intenso, como de toalla, o felpa, o de un material ya finito por el uso. Me acosté boca arriba y sin desvestirme esperé con la mirada fija en el techo. ¿Acaso había que hacer algo mas?. Entre las rendijas de la persiana medio chueca, se filtraban los rayos del sol. Levanté la mano y observé como esos rayos atravesaban mis dedos, y los bordes de mis uñas, que se veían enrojecidas.

Volvió con su traje colgado en una percha y lo dejó caer sobre el sillón esquinero. Nunca antes había visto su cuerpo de esa manera. Su torso velludo, sus pectorales algo flácidos, que sin embargo daban la pista de que alguna vez había tenido un cuerpo perfecto.

Mudo y con la misma semi sonrisa del 7 se acercó. Caminaba lento, casi ceremonioso. Se sentó así, con toda su desnudez espeluznante en el borde de la cama. Se inclinó y me besó primero la frente, y después el cuello.  Su saliva tibia se enfrió  sobre mi piel. Se subió arriba mío, mientras que con la mano me levantaba el solerito y llegaba por detrás de mi muslo a la entre pierna. Cruzamos la mirada un momento, pero yo volví al techo, donde ahora se dibujaban unas sombras móviles, por el vaivén de los árboles del jardín. Entonces me dejé hacer, lo que había que hacer.

Su olor me recordó a  mi padre cuando se perfumaba para salir, y dejaba una estela de aroma dulce, mezcla de desodorante y el gel que usaba para engominarse el pelo. Volví a ver el traje desparramado sobre el sofá del rincón. Pensé en el cine, en esa película última que había visto, donde un hombre deambula solo, caminando kilómetros y kilómetros por el desierto vestido de traje.

Se movía sobre mi jadeando y susurrando algo que no alcancé a entender. Parecía hacer un esfuerzo enorme. Noté los músculos de sus brazos, delineados de una forma nueva, de la que antes no me había percatado. Su espalda se arqueaba arriba y abajo, peluda y fuerte como la de un simio y vi que una de las venas de su cuello estaba tan hinchada, que me pareció que iba a estallar. Estoy segura de que mantuvo su mirada fija en mí, todo lo que duró. Cuando terminó me acomodó el solerito, volvió a sonreírme y se acostó a mi lado con los ojos entrecerrados. Pero ahora era yo quien lo miraba. Su pecho se inflaba y desinflaba con cada exhalación, como esos peces que una vez fuera del agua, agonizan intentando respirar sobre el muelle de hormigón. Fue ahí que las noté. Sus costillas. Su enorme costillar puntudo que podía albergar seguramente tanto aire. Un tórax ancho, como de cantante de ópera, de pájaro cantor, de búfalo aguerrido. Imaginé el esqueleto que había visto mcuhas veces en libros de anatomía, y pensé que cuando él muriera, probablemente sería su osamenta hueca lo que permanecería bajo tierra. Su huesos filosos, a través de los cuales el oxígeno, la tierra, el barro entrarían y saldrían a su antojo, llenando los espacios que ahora albergaban órganos, fluidos, orgullo.

Al rato volvió a mirarme: ¿Te gustó?

Sandra Flomenbaum

Sandra Flomenbaum nació en Buenos Aires el 4 de febrero de 1975. Se formó primero en cine, teatro y fotografía desarrollándose laboral y artísticamente en esas áreas. Hace cinco años comenzó a incursionar en talleres de escritura, si bien fue una actividad que siempre la acompañó tanto en lo laboral como en lo personal. Se formó con Fernanda Garcia Lao, Cynthia Edul y Ana montes. Ha dirigido dos cortometrajes de su autoría, uno de los cuales se estrena actualmente en el Festival Internacional de Cine de MDQ 2023.

• Las obras que ilustran los cuentos han sido autorizadas por sus artistas o ya han sido publicadas en portales y redes sociales.

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