Se movía sobre mi jadeando y susurrando algo que no alcancé a entender. Parecía hacer un esfuerzo enorme. Noté los músculos de sus brazos, delineados de una forma nueva, de la que antes no me había percatado. Su espalda se arqueaba arriba y abajo, peluda y fuerte como la de un simio y vi que una de las venas de su cuello estaba tan hinchada, que me pareció que iba a estallar. Estoy segura de que mantuvo su mirada fija en mí, todo lo que duró. Cuando terminó me acomodó el solerito, volvió a sonreírme y se acostó a mi lado con los ojos entrecerrados. Pero ahora era yo quien lo miraba. Su pecho se inflaba y desinflaba con cada exhalación, como esos peces que una vez fuera del agua, agonizan intentando respirar sobre el muelle de hormigón. Fue ahí que las noté. Sus costillas. Su enorme costillar puntudo que podía albergar seguramente tanto aire. Un tórax ancho, como de cantante de ópera, de pájaro cantor, de búfalo aguerrido. Imaginé el esqueleto que había visto mcuhas veces en libros de anatomía, y pensé que cuando él muriera, probablemente sería su osamenta hueca lo que permanecería bajo tierra. Su huesos filosos, a través de los cuales el oxígeno, la tierra, el barro entrarían y saldrían a su antojo, llenando los espacios que ahora albergaban órganos, fluidos, orgullo.