Ni bien llegó a la playa que tanto recomendaban, se echó a andar con los pies descalzos donde la arena húmeda le permitía desplazarse sin esfuerzo. Le habían dicho que el lugar tenía mucho encanto, lo cual no significaba nada. Sin embargo, reconoció que era encantador, especialmente porque no había nadie en ninguna dirección y entre cielo y mar, y esto creaba una atmósfera anómala, mágica, suscitando un sentimiento de extrañeza y, a la vez, de placidez, de soledad dichosa. Observó que no había ser vivo o muerto elevándose, tampoco llovían mariposas ni revoloteaban gaviotas ni rebuznaban burritos pequeños, peludos y suaves, esos que parecían de algodón. Era un alivio.