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C. Michelson y el capitalismo del yo

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Por Valeria Sol Groisman

“Creo que hoy es interesante preguntarse qué de la vida conviene salvar de lo político”

Desde Chile, la psicoanalista y escritora Constanza Michelson habla sobre su último libro Capitalismo del yo: ciudades sin deseo (Paidós), que reúne una sesuda colección de ensayos donde interpreta fenómenos como el movimiento social chileno, el feminismo, el lenguaje inclusivo y la tecnodependencia. Ella misma tiene un rol activo en la sociedad civil como miembro de la Fundación Espacio Público y el colectivo Coloquio de Perros, desde donde propone crear espacios críticos a través de la palabra y la acción. 

“Me resisto a que el feminismo se convierta en una moral”, reconoce. 

Debo admitir que cuando se trata de psicoanálisis, mi experiencia se circunscribe a la de paciente, pero padezco de cierto vicio que consiste en perseguir miradas frescas que intenten desentrañar la manera en que el psicoanálisis nos atraviesa. Así que cuando ya hace algunos años una amiga psicoanalista me nombró a Constanza Michelson y me dijo “me gusta porque dice lo que muchos prefieren callar”, no lo dudé. Así fue como empecé a leerla. Un poco por recomendación y otro poco por esas ganas irremediables de colarme en ámbitos ajenos a mi incumbencia.

Nacida en Chile en 1978, Michelson es hoy una de las voces más potentes y comprometidas del psicoanálisis. A su labor clínica le suma horas como ensayista y columnista en medios como The Clinic, La Tercera, The Huffington Post o The New York Times, entre otros. Con su escritura propone reflexiones donde el psicoanálisis se cruza con la política y el análisis cultural. Un poco heredera de Barthes y Derridá y otro poco de Anne Dufourmantelle o Eva Illouz, Michelson traza su propio recorrido con  libros como 50 sombras de Freud (2015), Neurótic@s (2017) y Una falla en la lógica del universo, en coautoría con la filósofa Aïcha Liviana Messina (2020).

¿Cómo surgió Capitalismo del yo?

Hace un par de años entrevisté a un científico en mi país, que forma parte de uno de los laboratorios que está trabajando con fármacos que prolongarán la vida. No lo dicen tan así por asuntos éticos: dicen que detienen enfermedades de la vejez. Le pregunté cuánto más podríamos llegar a vivir y me contestó que no lo saben, pero que seguramente va a haber un cambio sustantivo. Aumenta la esperanza de vida, pero el deseo de vivir es otra cosa. Ese mismo año se habló mucho sobre el aumento del suicidio. Acá (en Chile) un lunes de marzo de 2019, muy triste, hubo tres suicidios en el metro. De eso iba la pregunta que guiaba la escritura de mi libro, el que estaba por terminar cuando en octubre ocurre el estallido social. Me acuerdo de esa tarde del viernes… la calle estaba repleta porque cortaron el metro por las evasiones programadas de los estudiantes, la gente caminaba, primero perdida, enrabiada, se rumoreaba que podrían salir los militares a la calle, la tensión era crítica; primero los cacerolazos, después vino el fuego, el miedo, la euforia; después las marchas, más cacerolazos, y una de las cosas centrales que articularon el acontecimiento fueron los rayados callejeros. Uno de los que apareció en los primeros días y que se convirtió en consigna fue Hasta que valga la pena vivir. Una frase muy impresionante porque vino a nombrar lo que ya estaba en el aire: lo asfixiante que se volvió la vida desde hace un tiempo. Por supuesto que uno de los grandes temas ha sido la desigualdad material y simbólica, pero también me parece que el estallido expresa el malestar de la vida contemporánea, digamos, una forma de vida que tiene que ver con las enfermedades del deseo, con la falta de deseo. Ahí es donde entra el Capitalismo del yo, el título que tomó el libro en Argentina y que en Chile se tituló Hasta que valga la pena vivir.

En tu libro la obturación de los sentimientos es uno de los ejes centrales. Pareciera que estamos atrapados en una cárcel autoimpuesta donde la libertad no solo está delimitada en función de la seguridad, sino también de una imagen de felicidad obligada que las redes sociales nos exigen. ¿Fue la pandemia de Covid-19 lo que visibilizó la “promesa incumplida” del hedonismo de masas o solo aceleró lo que ya era inevitable? ¿Qué espacio le queda al deseo en un imperio de los sentimientos hípercontrolado?

Pienso que lo que está obturado son las condiciones para el deseo, quiero decir, para lo singular de la experiencia. Como dice la poeta Nadia Prado, “es como si no hubiera palabras para este mundo”, porque el lenguaje, sus vías de comunicación, se han vuelto invasivas, llenas de información que no deja pensar y no sirve para nada, llenas de palabras, incluso, modelos de sentir estereotipados. A todo se le pone un nombre y se cierra la posibilidad de que por ahí pase la vida. Por ejemplo -también en 2019- hubo un eclipse, y fue una locura. La prensa y el gobierno hablaban de “la temporada de eclipses”, que cómo se veía, qué había que ver, etc., se convirtió como en lo que pasó a ser el turismo en el Everest. Por ahí aparecieron unas fotos de una fila gigante de turistas y basura en la montaña, que podrían estar haciendo la fila ahí o en el supermercado, daba lo mismo. La vida como turismo, la vida sin espacio para la experiencia. Bueno, luego vino el eclipse… y, claro, no había nada en esa información que sustituyera la inquietud de una experiencia como esa. Otro ejemplo, acá se habla mucho de salud mental, se ha vuelto una especie de comodín para explicarlo todo, pero nada a la vez. Salud mental se convirtió, en mi opinión, en una palabra dormitiva, sin vuelo. A mí me parece gravísimo que el dolor existencial se rebaje al abordaje sanitario, porque su forma de curar, a la vez, inventa a la enfermedad: si un antidepresivo sirve para el ánimo, el sueño y el apetito, entonces lo que alguien diagnosticado de depresión puede decir es sobre el ánimo, el sueño y el apetito. Eso condiciona las formas de sentir. La depresión pierde lo que la melancolía puede tener también de creativo. Por otra parte, están de moda otros dolores, dolores controlados, ¿cuántos se matan haciendo dietas o deportes extremos? O bien, repitiendo discursos, expresando emociones de formas frívolas sin responsabilizarse, sin consecuencias subjetivas. Todas esas formas nada tienen que ver con el vértigo del dolor de existir, que no es sino la conciencia de finitud; y el deseo, como la ética, no son sin vértigo, porque implican actos que no están asegurados de antemano.

Como los sueños… En el libro decís que pueden leerse como manifestación de un clima de época. ¿Qué pistas podemos encontrar en los sueños y pesadillas pandémicos?

Tomo en el libro a Charlotte Beradt, quien un día soñó algo y pensó que ese sueño no podía ser solo suyo sino de una época. Fue así que se le ocurrió recopilar sueños en Europa pocos años antes de la guerra: el inconsciente del Tercer Reich. Creo que hoy escuchar los sueños es un poco como una resistencia clandestina, en el sentido de que agujerean una idea de realidad y de lo humano. Interrumpe precisamente al yo, al capitalismo del yo. No sé qué soñamos en pandemia, habría que hacer ese ejercicio, pero del mismo modo es posible también leer el inconsciente de una época a través de sus contradicciones, el arte, las escenas, las imágenes, sus drogas y sus usos. Creo que la pandemia -que aún está muy encima- algo nos dirá sobre cómo es nuestra relación con la pérdida, si acaso tenemos o no las herramientas antropológicas hoy para atravesar la pérdida o convertirnos nosotros mismos en lo perdido. Ya veremos.

En sus libros Los bárbaros y The Game, Alessandro Baricco habla de las mutaciones que se han ido produciendo en la manera en que nos vinculamos con los otros, con la cultura y con la tecnología. Arriesga que habría ciertos cambios mentales que llevaron a que se desarrollaran avances tecnológicos, al contrario de lo que suele pensarse. Siguiendo su razonamiento, habría “algo” que las personas andábamos buscando, un vacío, algo que probablemente hayamos perdido, que propició cambios en nosotros y fue lo que nos llevó a desarrollar nuevas tecnologías. ¿Qué pensás sobre esta idea? ¿Qué buscamos los humanos cuando nos conectamos?

Leí The Game, recorre los hitos de la revolución digital de manera muy interesante. La nueva élite es una reacción al siglo XX, dice, si este se trató de fronteras, naciones y muros, la ideología de internet es todo lo contrario. Sin embargo, después de esa primera utopía, nos encontramos con la concentración en unos pocos que manejan el gran negocio. A fin de cuentas, escribe, los líderes de esta revolución fueron ingenieros, casi todos varones, por lo tanto, el futuro tendría que ver su forma de representar el mundo. Por otra parte, es interesante, creo, pensar en que esta reacción tuvo que ver con salir de los significados cerrados, de los muros, sin embargo, la revolución ocurrió con un soporte técnico binario. Creo que nos pasa algo parecido, hablamos tanto de lo binario y lo fluido, ¡pero a veces desde posiciones tan binarias! Como si creyéramos solo en la parte conveniente de la deconstrucción: la que pensamos que nos sirve para reinventarnos como queramos. Pero lo que no soportamos, es que, si el mundo es una construcción, no accedemos a todos los significados que nos componen, no se tiene control de todo lo que somos. Creo que deconstruirse como se entiende hoy, es un ejercicio crítico interesante, y que hace pensar y puede cambiar conductas, aunque también puede hacer lo contrario y transformarte en un idiota que se cree superior; pero no es más (ni menos) que estas cosas. Las personas cambiamos por otras razones, por encuentros, hallazgos, situaciones que nos obligan a responder sin mapas ni garantías; escenas, donde precisamente el yo no tiene el comando. Deconstruirse, pienso, es una respuesta inédita. Si la programamos es reeducación, otra cosa, pero no lo veo como deconstrucción. 

En tiempos de incertidumbre esa concepción binaria del mundo aparecería como solución aplastante, como explicación total, dice el escritor Amos Oz. Justamente en este clima de posverdad, donde la polarización es moneda corriente, resulta interesante el planteo que hacés respecto de la posibilidad que tenemos las personas de no estar de acuerdo con nosotros mismos. Hay un dicho que repetimos cuando hablamos de políticos y figuras públicas: “No resiste un archivo”. Como si nuestras ideas y pensamientos fueran inmutables. ¿Hay lugar para la contradicción en la sociedad actual?

Esa es una frase muy famosa dicha por un futbolista en Chile, que quedó como una anécdota graciosa, pero tiene toda la razón: podemos no estar de acuerdo con lo que pensamos. Quizá algo que ocurre con cierta regularidad hoy es ver el conflicto como déficit, como una falla. Y es que asumir un conflicto nos exige responsabilizarnos por ello, y creo que hoy tendemos a prácticas desresponzabilizantes, desde la impunidad de los delitos económicos, de la destrucción ambiental (¿quién responde?) hasta escribir cualquier cosa, sin pensar en redes sociales. Avital Ronell piensa a “Madame Bovary” como la antesala de nuestra época: el héroe es el boticario, el que vende el veneno a Emma. Y ella, antes de responder por su conflicto, la deuda, la vergüenza, se envenena. Y dice: Bovary responde como una “usuaria”, es decir, sin contradicciones.

¿Cómo ves al movimiento feminista hoy? ¿Y cómo te imaginás el futuro de las mujeres en las sociedades capitalistas?

El feminismo es muchas cosas, una forma de entender, una forma de mirar, una interrupción a “las cosas como son”, una política, una moral, en fin. Por eso hay tantas disputas con el feminismo y en el feminismo. Elfriede Jelinek hace un ejercicio genial. En su obra “Qué pasó con Nora cuando dejó a su marido o los pilares de las sociedades”, reflexiona sobre qué hubiera pasado con la Nora de Ibsen si se emancipaba y dejaba al marido híper patriarcal: perdía sus beneficios burgueses, habría trabajado en una fábrica alentando a sus compañeras a dejar la vida familiar, pero estas le habrían dicho que ellas querrían su privilegio de tener marido rico y quedarse en la casa con los hijos antes que trabajar explotadas en la fábrica. Luego el jefe baboso la habría acosado y, por último, Nora volvería con el marido. Lo que Jelinek pone en juego es que una mujer no se emancipa sola, sino que se requieren cambios estructurales para que una mujer (y los varones) puedan tener otra vida. Nos ocurrió con la pandemia, que pudimos ver, dado el retroceso para las mujeres en su vida laboral, que lo doméstico sigue privatizado en las mujeres. No basta con tener una pareja, estoy pensando en un varón feminista, si de todas formas su jefatura mira con malos ojos salir más temprano por los hijos. En este sentido, el feminismo lleva a interrogar asuntos culturales y también estructurales, la economía, el trabajo. Quiero decir que el feminismo implica grandes complejidades, no se agota en consignas; no se le puede decir patriarcado a todo, cuando las sociedades capitalistas, tienden al declive patriarcal, lo que no significa que ceda el machismo. Por otra parte, a lo que me resisto es a que el feminismo se convierta en una moral, y dictamine quienes están o no adentro, cómo se hacen o no las cosas. O que, de manera errada, la consigna “lo personal es político” se convierta en una policía de la intimidad. Creo que hoy es interesante preguntarse qué de la vida conviene salvar de lo político.

¿Dónde te ubicás en el debate por el lenguaje inclusivo?

Me preguntó qué quedará, le he preguntado a mis hijas adolescentes de qué manera lo usan, y ellas que son de una generación que creció con esto, no que peleó por esto. Dicen que a veces, cuando quieren, a veces en serio, como algo obvio, otras un poco como un chiste. La amistad es nombrada como un chiques, amigues y es bastante natural, pero no se dan el trabajo de pensar todo en lenguaje inclusivo, creo que ese esfuerzo es de los más grandes. Esfuerzo que no comparto como manierismo culposo, salvo que tenga sentido político utilizarlo en ciertos espacios. Pienso que como todo artefacto cultural es paradójico. Me gustó lo que leí de una activista, decía que esto empezó como una provocación, la idea era incomodar, luego se fue transformando en moral y olvidó su primer propósito. Es de una soberbia, muy patriarcal por cierto, atribuirse la reeducación de las personas. Por lo demás no hay en absoluto garantía de que un dicho con “e” haga de que lo dicho sea inclusivo. A veces puede operar como algo excluyente, identitario. Me parece que de lo que se dice, importa la posición sobre lo dicho, si respondemos o no por lo que decimos. Por ejemplo, si al decir efectivamente estamos o no disponibles a escuchar, a acoger o no la palabra del otro. Como sea, pienso que es probable que lo que quede será porque entró por la vía libidinal del lenguaje, por la parte del placer del habla. Así como hay algunos mínimos que ya son intrazables, ya no podría decir “el hombre” para hablar de lo humano.

La corrección política y la cultura de la cancelación están llevándonos a medir demasiado nuestras palabras, a autocensurarnos constantemente por miedo a ser cuestionados, negados, malinterpretados, escrachados. En otras palabras y apelando al psicoanálisis, ¿podríamos decir que estamos en un estado de represión constante? ¿Cuáles son los peligros de este temor a la incorrección política, e incluso, al humor y a la parodia?

Como escribió Sontag en Fascinante fascismo, precisamente algo nos fascina del fascismo, y quizá sea la necesidad de dar un orden para creer que pisamos sobre piso firme. En un mundo secularizado -en el que creo que aún no hacemos el duelo de la muerte de Dios– buscamos neuróticamente a Dios en la lógica, en las clasificaciones y los sistemas morales. Mèlich dice que toda moral es cruel porque es un sistema que crea y nos crea, que ubica lo que vale y lo que no, lo puro y lo impuro, el bien y el mal, lo que se respeta y lo que se extermina. Una moral es un código de decencia, pero también de crueldad, porque todo sistema excluye; y lo más interesante de una moral, es que tiene procedimientos y mecanismos para quitar la vergüenza de lo cruel y generar impunidad. Si ni el lenguaje terapéutico ni la corrección política -que denuncian la crueldad- logran detenerla, es porque nada impide que ellas mismas se vuelvan sistemas morales, y que incluso sus palabras y categorías, también dictadurizadas, impidan pensar la crueldad. Lo digo así: cuántos hablan de maltrato con maltrato o bien denuncian el maltrato de otros, sin poder nombrar cuando también ellos o ellas lo padecen desde los lugares que no cuadran en sus categorías. La moral progre también puede padecer de lo mismo que denuncia. La moral sirve para orientarse en el mundo, es cierto que la necesitamos, nos dice qué es el Bien (aunque suele dejar varios muertos en el camino), pero al final del día lo que importa es la bondad. Y la bondad no es una idea, sino una respuesta caso a caso.

Por último, me gustaría que nos hables del tiempo que no nos permitimos tener, de esa necesidad por ocupar cada minuto como si el no hacer fuera un pecado, y de la relación entre esa manía por ser eficientes con la oferta de gurús de la gestión de lo privado: Marie Kondo, expertas en fitness, mamás expertas en crianza, etc.  

La tecnología no cumplió la promesa de darnos más horas de ocio, sino que la vida se aceleró, tenemos que hacer más y más en menos tiempo, y al mismo tiempo hay una proletarización del ocio: no sabemos cómo descansar o contemplar. “Aprovechamos” el tiempo libre, que de libre parece no tener mucho. Quizá haya que pensar a la ansiedad no como trastorno sino como una forma de vida, como una relación con el tiempo. O bien, como una relación, una mala relación, a la espera. Es que ya no tenemos que esperar, por ejemplo, el ritmo de las estaciones para comer frutas que antes solo se daban en una época del año, o a la mañana para saber las noticias. Nos convertimos en una especie de abreviadores, podemos resumirnos en emoticones. Como sea, quien no espera, no accede a ese otro tiempo que no es cronológico, y que tiene que ver con la creación, el misterio de las cosas, o el amor, precisamente cosas que requieren tiempo para desplegarse. A fin de cuentas, como escribió Andrea Köhler en un libro precioso sobre el tiempo: quien no espera se hace trampa a sí mismo.

Qué está leyendo Constanza Michelson:
Casas: cuando el inconsciente habita lugares, Patrick Avrane.
La foto perdida, Catalina Mena.