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El pez

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Por Vivian Lofiego

Obra: Didier Lourenco @didier_lourenco

La hija había ganado un pececito rojo luego de haber pasado muchas horas en la Kermese. Se fueron parando cautelosamente frente a cada puesto, miraban, de manera que simulaba soñadora, a los juegos dispersos en el amplio espacio cercano al bosque. Presentían sin embargo la posible decepción que sería compensada con golosinas y promesas de un triunfo futuro. La Kermese se instalaba al comienzo de cada nueva estación, empezaba un viernes y terminaba un domingo. Aquel lugar colorido y festivo era la muestra de una explosión desenfrenada, una tradición medioeval que aún seguía viva en las afueras de las ciudades. La música sonaba estridente, fuerte, casi gutural. Las vivencias invadían aturdiendo los sentidos junto al aroma de las manzanas acarameladas, las castañas calientes mezcladas al merguez y el vino a la canela, clavo de olor y miel.

El juego de los patitos seguía vigente. En una pileta con agua sucia, desfilaban patitos pequeños de todos los colores. La nena parecía hipnotizada frente a las cañas de pescar. Alma le alcanzó una y, pese al ritmo discordante de la música, la concentración fue tan grande, que con sus pequeños bracitos logró pescar suficientes patos. Ganaron.

El padre decía que no. No quería mascotas en la casa. Había que dejarlo en la feria, les repetía ofuscado, mientras señalaba al diminuto pez acusándolo de ser un monstruo. Alma lo imaginaba bien resguardado solo hasta que dejara de ser la recompensa de un juego tonto. Luego perdería la gracia, que radicaba en su tamaño de pulgar ¿Cómo sobreviviría?

La niña triste y enojada se contemplaba en uno de los espejos que alargan y acortan la figura deformándola. Su silueta menuda y armoniosa era ahora la de una enana. Había un cierto parecido con un cuadro de Velázquez. Sí, aquella cabellera rubia y ondulada de la niña tenía algo de la cabellera de la infanta Margarita, y a la vez era también la enana del cuadro Las Meninas. Todo a causa de aquel espejo que reflejaba su desazón. Pero el cuadro estaba en el Museo del Prado, ella iba vestida de azul y tenía un prendedor de oro en forma de sirena que siempre desaparecía de su alhajero. Volvió a recordar los detalles del cuadro, al jarrito de Tonalá entre las manos de la infanta, capturada en la tela antes de beber su chocolate. Había misterio en cada símbolo calculado, por el artista, con precisión y maestría. Evocó las manos tibias de su marido recorriendo su cintura mientras ella se dejaba atrapar por Velázquez. La catarata de lágrimas, las lágrimas de la niña de carne y hueso, su niña perdida en aquel manojo de pelo revuelto y botitas de cuero con reborde de cordero, la trajeron de nuevo al bullicio de aquella tarde invernal en las afueras de París.

La sentía desamparada y hermosa. ¡Cuánto la quería! aquellas lágrimas le resultaban arroyos que la invadían de pesar. Se sacó los guantes de piel para acariciarla, nadie puede acariciar con guantes, pensó, sintiendo el frío de enero en la punta de sus dedos que se mezclaban y calentaban con la cabellera de medusa de la pequeña. Luego le tomó las manos y se las ahuecó formando un corazón.

El padre, taciturno, caminaba delante. Era demasiado el griterío, los alaridos de excitación de la Rueda de la Fortuna; puestos y más puestos ofreciendo osos de peluches gigantes, llaveros, muñecas, a ella no le gustaban aquellos lugares, el olor a pólvora la asustó. La tarde empezaba a caer y los juegos se iban encendiendo invitando a seguir, incitando a seguir en esa feria de crueldades. La infancia es atroz en cierto modo. Ignoras que realmente vas a crecer alguna vez y tu único deseo es crecer, ser grande, para poder correr y llevarte un pez rojo y ponerlo en tu mesa de noche. Al fin y al cabo lo ganaste con la fuerza de tu deseo, con tu empeño de niña inteligente. ¿Por qué llamarla paraíso perdido entonces, por qué anclar la vida entera para volver a esa geografía inacabada? La pequeña seguía llorando mientras aminoraba sus pasos retardando entrar al auto, aquel sería el momento concluyente de su derrota.

Alma, evocaba su infancia solitaria, sin mayor compañía que ella misma. En el lúgubre tren fantasma, cuando se abrían las puertas, gritaba hacia dentro, cerraba fuerte los ojos conteniendo el terror que le inspiraban esas figuras enormes y esos aullidos y ululares fantasmales provenientes de unos muñecos toscos, mal hechos, más asociados a lo siniestro que al horror. Recuerda el laberinto de paredes de vidrio, ese sí le gustaba. Entraba confiada, iba despacito por cada posible salida, disfrutaba de esas intersecciones de tiempo en que sin saberlo era una suerte de Ariana triunfante. En el colegio había un jardín en forma de laberinto, como los hay en los parques de Inglaterra, pero este era más pequeño, allí se escondió tantas veces imaginándose ser una heroína, fuerte, que jamás lloraba. No, la infancia no es un lugar feliz. Es un lugar siempre incompleto. Se quedaba horas escondida en aquel recinto, las monjas no sabían por qué era tan rebelde. Ella callaba aceptando el torrente de excesos que recibía cuando salía del escondite.

La manito enguantada de su niña la siguió llevando hacia sus siete años, el pelo muy corto, el uniforme impecable, yendo a la escuela una mañana fría. Ya no iría en el auto con las otras nenas de la cuadra, “no hay lugar” le dijo el padre de la compañerita que las conducía a la escuela desde el comienzo del año. Se tragó el dolor, las mejillas encendidas pese a la temperatura hostil. No le dijo nada a la madre, se lo guardó en un fondo secreto que se hizo hondo a medida del paso del tiempo como el bolsillo perforado de un abrigo a quien nadie repara por pereza, o porque ya no se lo advierte. Sus padres acababan de separarse, se había convertido en la niña rara del lugar. Aquella mañana cruzó sola por primera vez dos avenidas, ya era grande.

El paso lento de Alina, su llanto firme y silencioso, la hicieron regresar abruptamente. Sin dudar más fue hacia al puesto donde habían ganado el pececito rojo. Airosa regresó junto al marido con aquel rubí vibrante en sus manos y el llanto de la nena desapareció súbitamente fundiéndose en el arco iris de la tarde. Helaba y su vocecita entre ronca y feliz ya lo había bautizado: ¡Bubulle!

En el auto, el marido visiblemente incómodo, proclamó una diatriba de sentencias; mientras el pez descansaba en el regazo de una nena vencida por el cansancio de sus lágrimas que encontraron su cauce en el secreto placer del triunfo.

Alma prometió cuidar a Bubulle cuando Alina estuviera con su madre. Su otra madre. Ella es su mamá tres veces en la semana. Pero la piensa cada día, la amó desde que la tuvo en sus brazos cuando la niña era una beba con olor delicioso, piel rosada y ojos de azul ultramar. No todos los bebés nos producen algo parecido. Aquella beba había llegado a su regazo juvenil, a su vestido rosado, a sus zapatillas blancas una tarde campestre y estival.

Bubulle se instaló en la cocina. Alma corrió y recorrió medio París, en metro y en buses para comprar una pecera espaciosa, piedritas, un decorado tropical, y el mejor alimento para peces. Leyó instrucciones y cada mañana le habló con inmensa ternura al pececito de su niña amada. Y Bubulle sintió en Alma vaya a saber qué, nadie puede decir a ciencia cierta qué experimenta un pez, pero la cosa es que cuando entraba a la cocina y lo saludaba, él recorría la pecera nadando agitado acercándose al vidrio aplastando su trompita. ¿Sería esta una forma de saludo? Le comenzó a alegrar las mañanas mientras echaba a andar la cafetera y la tostadora para el desayuno. Unos ojos como monedas de oro la aguardaban.

En un principio Alina llegaba, arrojaba la mochila en el palier y corriendo se iba a ver a su mascota. Pasó así la primavera. Cuando se instaló el verano y programaron las vacaciones fue Alma quien arregló con el encargado todos los cuidados para el pez. Nada podía faltarle, incluso, recomendó: una charla, una canción. Algo que a Bubulle le hiciera sentir contento. El encargado, que era un hombre muy extravagante, entendió muy bien el pedido. Y prometió cuidarlo como si le fuera propio. Alma seguía insegura respecto a los sentimientos de los peces, pero dedujo que sí, que tenían, por la forma en que este la reconocía no más poner sus pies en el umbral de la cocina. ¡Los peces tenían emociones! Era asombroso. Y si lo pensaba bien, su casa se había transformado en una feria de curiosidades. ¿Había creado sin querer a un pequeño Frankenstein? Cada amigo que venía de visita, se quedaba extasiado viendo los progresos del diminuto pez, y sobretodo de su comportamiento frente a Alma. Al llegar a la casa, y sin preámbulos de cortesía, iban directo a la cocina para observar el fenómeno, entretanto depositaban flores, vino o postres en los brazos de los anfitriones.

Jean-Marc, una vez trajo piedritas de Córcega. Alma se sintió halagada. Fue una cena rebosante de felicidad. Jean- Marc que era sumamente estudioso amaba a los animales, en su casa de campo estaba prohibido matar a las arañas, por esto cuando iban a visitarle Alma se quedaba en el jardín… Si su niña hubiera ganado una tarántula, hubiera sentido tanto pánico que no hubiera dudado en decirle que no. Pero en las ferias modernas no se exponían esos trofeos tan aterradores. Aunque, vaya a saber…

Transcurrió un año. El marido refunfuñaba al entrar a la cocina, veía al pez rojo cada vez más grande. Declaraba abiertamente su aprensión hacia el indiferente nadador. Intuiría, pensaba Alma angustiada. La mancha roja se iba haciendo naranja a medida que pasaba el tiempo, ya era un adolescente. Formaba parte de los suyos, lo cuidaría hasta el final. Recordó una historia que le contaron de su madre, quien de niña se comía a los peces pequeños que decoraban las peceras de su casa. Los agarraba con sus manitas blancas y los devoraba.

Con el tiempo, Alina se olvidó de Bubulle. Su interés comenzó a centrarse en la ropa, en canciones y en largas horas de soledad en su habitación. Alma era la única que se ocupaba del pez. Un día, como cada mañana, entró a la cocina y no lo vio. Sintió que su presión caía en picada. Lo encontró debajo de la mesa. Llorando le susurró que no muriera, luego lo puso delicadamente en la pecera. Se podía querer tanto a un pececito. A cualquier criatura se la puede amar y defender con devoción. Fueron instantes, pero para ella fueron horas, el pez seguía rígido. El marido entró a la cocina a desayunar y la vio con los ojos húmedos y la mirada fija en los vidrios de cristal. La calmó.

– Si se muere es que ya no quiere estar más en esa pecera, Alma. No puede seguir en la cocina, es horrendo. Se va a morir.

Se le dijo al pasar con un aire bastante satisfecho. En ese momento el pez dio un brinco y volvió a la vida. Alma pensó en la rareza que encierran los seres, los peces, los sentimientos. Se sintió querida por el pez y vio al marido mirarlo con resentimiento. Esos celos terminarían mal. Sí, el esposo le tenía celos a un pez. Se mordió los labios conteniendo la risa.

Los meses siguieron bajo su curso lento reflejándose a través del cambio de colores de las colinas. Colinas suaves, onduladas, abriéndose hacia el inmenso bosque de Meudon. Mientras el marido se iba por el mundo, a causa de su exigente trabajo, ella orgullosa observaba el desarrollo de aquel punto rojo, diminuto en sus orígenes ahora convertido en un gran pez.

Una tarde, estaba tomando sol en el balcón cuando bruscamente fue despertada por el vecino que vivía en el edificio lindante al suyo. Había sido violenta la irrupción en aquella calma apacible y veraniega. Alma rasgó sus ojos castaños que el sol castigaría haciéndolos arder. Abrió la puerta, miró al vecino, este decía de modo desesperado, le chat! le chat! el gato, el gato, mi gato. Vestía bermudas y camisa de mangas cortas, era delgado alto y de pelo cortísimo, seguro sería marino, pensó. En su edificio vivían muchos militares. El instinto, más fuerte que el entendimiento, la hizo llegar de un salto a la cocina y ahí vio al gato del vecino contemplando con lujuria al pez. Su mirada bailaba, expectante y codiciosa como la de Herodes viendo danzar a Salomé frente a Juan el bautista, antes de mandarlo decapitar y poner su cabeza en una bandeja de plata. Esperando el momento justo, el instante preciso, único, oh llama de amor viva que tiernamente hieres. Sacó al gato de allí ayudada por el vecino quien a su vez mirando las piernas largas de Alma le dedicó un piropo que a ella le cayó pésimo. Por poco Bubulle… No pensó más. Ni siquiera pudo calcular los pocos minutos en los cuales el vecino había llegado hasta su casa. Pero aquel gato la fascinó. La escena de aquella perspectiva… Mujer que mira al gato, gato que mira al pez, pez que nada, gato que salta y atrapa al pez.

Había algo irrefutable en la selección natural darwiniana. Las especies buscan sobrevivir y lo que es cruel en el hombre no lo es en un animal.

Desde ese día la puerta y ventana de la cocina quedaron herméticamente cerradas pese al calor. Una tarde, Alma leía en el sillón del living cuando de pronto escuchó sonar las teclas del piano, su marido era el que tocaba pero no estaba en casa, además la manera desprolija en que surgía la música la alarmó. ¿Había fantasmas? No. Sobre las teclas estaba el gato. No pudo llamarlo porque no sabía su nombre. No se le había ocurrido preguntar. Monsieur le Chat. Sintió una súbita y profunda ternura hacia aquella pequeña fiera. Le habló, invitándole a quedarse pero bajo la condición de jamás entrar a la cocina. ¿Qué podía responderle? Bubulle estaba bien resguardado. Alma había cerrado puertas y ventanas. El gato podía hacer su música si deseaba, ronronearle entre las piernas mientras ella leía, pero jamás caería en la trampa de aquella seducción para obtener a cualquier precio a su pez.

El vecino llegó al rato, las bermudas eran de otro color, un sudor le bañaba el rostro, sin mirarla a los ojos le dijo que entendía a su gato, o que desearía ser su gato; ella no comprendió muy bien pero lo despidió sin invitarlo a entrar con un sonoro portazo. El felino se podía quedar en su casa, ella ya había tomado todas las precauciones para preservar al pez. Más tarde se iría del mismo modo como había llegado, a través de las barandas y de los ventanales con gracia y aplomo. Recordó una vez más por qué admiraba tanto a los felinos.

Aline recién regresaría en septiembre al comienzo de las clases. Mientras tanto el marido subía y bajaba aviones, hacía y deshacía valijas, ignorando los secretos domésticos de las vidas que le rodeaban.

Fueron varias las resurrecciones que vivió el pez quien muchas veces saltaba a las baldosas, y Alma siempre estaba ahí para recogerlo. Y cada vez era la misma emoción, que no muera, que no muera, se repetía mientras miraba el espacio minúsculo en el cual vivía. Tan breve era, que a medida que crecía menos idas y vueltas podía dar. Sin embargo el agua estaba siempre limpia, y Alma le cambiaba las piedritas religiosamente. Tendría que comprar una pecera mucho más cómoda, así haría antes que su marido regresara de viaje.

Alina ya no se ocupaba, su vida estaba repleta de citas y promesas. Lo miraba de reojo desde su mundo de adolescente prematura. Buscaba en el boudoirde Alma ropa que le quedara bien, y esta sonriendo miraba orgullosa como su nena hermosa crecía.

El había regresado de uno de sus viajes cargado de regalos, Alma lo esperaba con un vestido verde, su cabello rojizo y corto bien peinado. La sirena de oro había desaparecido una vez más. Abrió la puerta, y al recibirlo lo sintió extraño pese a los paquetes que desbordaban en las bolsas. El peso se le hizo insoportable. Tomó los obsequios con indiferencia y lloró frente a los ojos cada vez más dorados del pez. La miraba con la trompita pegada al vidrio. Se le había quebrado algo por dentro pero por Alina no dijo nada.

Los días pasaron y con ellos volvió la calma. Fueron de paseo al jardín del Observatorio, el camino de arbustos esculpidos le devolvió una paz familiar. Amaba aquella perspectiva que recorrían muchas veces de la mano. Los árboles estaban preparados para ser azotados por el invierno. Centenares de hojas marrones, rojizas, amarillas, se acumulaban en los bordes esperando a los jardineros que vendrían con su paso vacilante rastrillo y carretilla en mano. Las recogerían y las quemarían. Y así se produciría esa ceremonia que no era otra que la del paso del tiempo condensado en las estaciones y sus olores. Se dirigieron a la Orangerie, Alina le tiraba de la manga del saco haciéndola detenerse para mirar alguna nueva vista de aquel paisaje sublime, antiguo, fuera de época. Ambas cargaban una cesta y las mantas. El marido iba detrás con la bolsa grande de Ikea. Era una sorpresa que les tenía preparada. Lo perdonaría ¿cómo viviría ella sin él y sin Alina, sin aquel paisaje que le producía una suavidad sutil, ligera? Amaba la armonía.

Se instalaron los tres al borde del estanque. Desplegaron los manteles, las mantas y los almohadones. Rieron frente a esa complicidad que se renovaba cada vez que salían juntos. Eran los mejores momentos para ella. Nuevamente se sintió atraída por aquel hombre, nada era más maravilloso que estar juntos. Alma acarició las mejillas frías de Alina mientras esta se concentraba en un juego con su celular. Brindaron con una sidra artesanal. El le dijo, mirándola a los ojos, que la amaba muchísimo. Antes que llegara el postre se levantó e invitó a sus princesas, así las llamaba cuando estaba satisfecho de sí, al borde del lago. Los bellos nenúfares del verano habían desaparecido, solo quedaban huellas raquíticas sobreviviendo en las aguas verdes. Abrió la bolsa, dentro había una bolsita trasparente con agua que les dejó entrever los dorados ojos de Bubu. En un instante, solo un instante, lo arrojó sonriendo mientras les decía a los rostros azorados de las mujeres que allí era su casa, que viviría al fin entre los suyos, que sería más feliz.

La bolsa de Ikea flameó a causa del viento que soplaba anónimo, fuerte, amenazante. El sol había desaparecido el cielo gris plomizo se había instalado dispuesto a quedarse. Fueron un par de segundos. Alma y Alina vieron en un abrir y cerrar de ojos a un enorme pez Carpa devorando a su pez.

Vivian Lofiego

Fue coordinadora del Premio Internacional de Cuento Juan Rulfo. París, RFI (Radio Francia Internacional). Es Coordinadora de Clínicas de poesía, narrativa, traducción. Escuela Creativa de Escritura en Argentina, Holanda, Francia e Israel y colaboradora del Suplemento Cultural Ñ- Argentina. Ha publicado«Le sang des papillons» Ed. J.C Lattès. Traductor Claude Bleton., «Vida secreta» Ed. Huesos de Jibia, Buenos Aires. “Réquiem para lepidópteros” Ed. Huesos de Jibia, Buenos Aires. “Pierre d’infini” EdAtelier des Brisants, París. “Naturaleza Inmóvil” Ed. Alción, Córdoba. “La casa de Kaspar Hauser” El L’aatentive. Traducción Bernard Noël. Francia. “Flor letal”. Galería Maegth, París, “Monstruos el sueño de la poesía argentina” Ed. Fondo de Cultura Económica (antología), Buenos Aires. “El árbol de Ariel” Ed. Índigo, (Traducción Claude Couffon), París. “Obsidianas de la Noche” Ed. Caractères, París (Traducción de Claude Couffon y Claude Bleton).

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