Una tarde, estaba tomando sol en el balcón cuando bruscamente fue despertada por el vecino que vivía en el edificio lindante al suyo. Había sido violenta la irrupción en aquella calma apacible y veraniega. Alma rasgó sus ojos castaños que el sol castigaría haciéndolos arder. Abrió la puerta, miró al vecino, este decía de modo desesperado, le chat! le chat! el gato, el gato, mi gato. Vestía bermudas y camisa de mangas cortas, era delgado alto y de pelo cortísimo, seguro sería marino, pensó. En su edificio vivían muchos militares. El instinto, más fuerte que el entendimiento, la hizo llegar de un salto a la cocina y ahí vio al gato del vecino contemplando con lujuria al pez. Su mirada bailaba, expectante y codiciosa como la de Herodes viendo danzar a Salomé frente a Juan el bautista, antes de mandarlo decapitar y poner su cabeza en una bandeja de plata. Esperando el momento justo, el instante preciso, único, oh llama de amor viva que tiernamente hieres. Sacó al gato de allí ayudada por el vecino quien a su vez mirando las piernas largas de Alma le dedicó un piropo que a ella le cayó pésimo. Por poco Bubulle… No pensó más. Ni siquiera pudo calcular los pocos minutos en los cuales el vecino había llegado hasta su casa. Pero aquel gato la fascinó. La escena de aquella perspectiva… Mujer que mira al gato, gato que mira al pez, pez que nada, gato que salta y atrapa al pez.