El río Paraná estaba con el caudal justo de agua; las lluvias lo habían hecho pasar los dos metros cuarenta. No había ramas ni suciedad, y podía verse la superficie del río, depurado de los sedimentos del barro.
En la bajada de cemento, empujé la lancha, y luego desajusté el malacate del tráiler. Antes de haber tirado el casco al río, había subido la puerta de pino, y mirado alrededor para saber si habían llegado los clientes. Del otro lado de la calle, en la puerta del almacén de Puerto Víbora, vi a dos personas: un hombre y una mujer, que estaba atenta a cómo me organizaba con la lancha. Cuando la ingresé al río para desprender el malacate, me di cuenta de que tenía a la pareja detrás de mí. Los dos eran bajitos; la que se había comunicado conmigo era la mujer. Ella tenía un corte de pelo tipo taza, apenas hasta las orejas; era narigona. Usaba tacos rojos, al igual que el color de sus labios; y un sobretodo gris, que le tapaba el cuerpo. El hombre era un anciano, calvo, muy parecido al actor Ulises Dumont. Una vez que tiré la lancha al río y levanté el tráiler, con la pala hice encallar la punta de la lancha.
Ella me dio un sobre con dinero y me preguntó:
―¿Puedo subir?
―Sí, por supuesto. Aunque ya le aclaré que debe usar salvavidas y, una vez en el río, no podemos hacer nada.
Ella asintió, y se hizo a un lado para que subiera su padre. (Supuse que era su padre, porque tenía el aspecto de un hombre grande). El hombre se abrochó un traje negro, y se movió con aire ceremonioso; ella, después de haber limpiado el asiento con un pañuelo, se acomodó al lado mío.
Salí regulando corriente en contra; el caudal de agua, tal cual lo había calculado, era potente. Avancé unos metros, y les pedí que se despidieran porque, por la corriente, en pocos segundos, de acuerdo a mi experiencia, perderíamos de vista a su padre. Tiré la boya, y bajé la puerta. Lo bueno era que la madera, con esa corriente, flotaría un buen tramo. El hombre apoyó un pie y luego el otro. Se sentó; cuando sintió estabilidad, se recostó sobre la madera. La mujer le acarició el brazo y le dijo: “Chau, papá”.
Lo solté despacio; lo vimos flotar hasta que los reflejos del sol se transformaron en destellos color metal. La mujer no lloró. Solo cuando la dejé en la orilla, prendió un cigarrillo. La observé nerviosa; tenía rígidos la frente y los labios. Por momentos dudé si sabía cómo regresar a su pueblo (creo que era Santa Anita aunque, por la forma de vestirse y de pintarse, debía de haber vivido en una ciudad grande).
Después de haber atado la lancha en la orilla, me fui a la despensa de Puerto Víbora a tomar una cerveza con los pescadores. Volví a la lancha como a las cuatro horas, o cinco. Para mi sorpresa, la mujer seguía en la orilla. Se había sacado el piloto.
―Usted no puede seguir acá; no le hace bien ―le recomendé.
―Solo estoy mirando el río. ―Me habló clara y concisa, como si la respuesta la tuviera pensada.
Salí en la lancha acelerando la palanca al taco, y recién encontré la boya a la media hora de viaje, río abajo. La levanté; cuando vi la puerta, ya no servía. Por eso dejé que se hundiera. Sobre la barranca que daba al este, vi un pedazo de tela; reconozco que fui a ver de curioso. Apenas arribé al lugar, observé que el saco del hombre se le había salido y enganchado en una rama. Lo desenredé, y dejé que se lo llevara la corriente. Lo hubiese llevado, pero no sabía si esa mujer todavía deambulaba por la barranca.
Regresé apurado a la costa para sacar la lancha, y para que no se hiciera de noche. Los pescadores habían dejado las canoas vacías, y no había nadie en la orilla. Luego de haber enganchado la lancha en el tráiler, volví a ver a la mujer debajo de unos sauces: seguía mirando el río.
Me acerqué despacio con la camioneta, y le recordé (dudaba si estaba bien de la cabeza) que ya habíamos terminado y que el último colectivo de Puerto Víbora pasaba en una hora. Esta vez, la mujer ni siquiera se dio vuelta para mirarme.
Esa noche dormí intranquilo; casi nunca tengo problemas con los clientes: respetan los tratos acordados. Pero esta mujer era tan rara, tan hermética…
Al otro día, se me apareció en el trabajo; recién había abierto la ferretería. Pero no le presté atención porque habían llegado unas clientas: las hermanas Alcaraz. Ellas habían llegado con una carpeta con la historia médica de su madre. Me habían contado que Susana tenía cáncer terminal. Su madre había vivido en Helvecia, en las costas santafesinas, pero anduvo por estos lados de las islas entrerrianas. Siempre, según las hijas, Susana había soñado con casarse en Puerto Víbora.
―Ella quiere morirse flotando en el río ―me explicó Vanesa.
―Yo solo trabajo con puertas, porque es lo más práctico ―le respondí.
―¿Y el costo? ―me preguntó Julieta.
―Eso depende del talle y peso de la persona…
―Mamá es gordita ―me interrumpió Vanesa.
Me acerqué al auto; cuando la vi, era una mujer baja, robusta. Cuando volvimos a la ferretería, hice los cálculos. Necesitaba una puerta pesada y hacerla flotar unos quinientos o seiscientos metros y, además, necesitaba bidones de diez litros. Teniendo en cuenta queiba a ser una puerta de metro sesenta, ocuparía trece bidones. Debía calcular la nafta y mi trabajo.
―Mamá está en el auto ―me dijo Vanesa.
Me acerqué a evaluar su altura y su peso. Susana tenía un abdomen importante y piernas cortitas.
―Buen día ―dijo Susana. Ella quiso bajarse a saludarme, pero le aclaré que no era necesario.
Les pasé el precio, y les comenté que debía alquilar una lancha con casco grande y, además, contratar a dos ayudantes. Le presupuesté doscientos mil pesos, pero ellas me dijeron que no contaban con ese dinero. Les expliqué que la puerta la reforzaría con bidones. Así y todo, era mucho dinero, según me volvieron a decir. Julieta amagó irse; Vanesa fue directo al grano: me pidió si bajaba el precio. Detrás del vidrio del auto, Susana miraba expectante.
Se me ocurrió que podía reducir el costo, pero antes debía evaluar qué tanto se trasladaba Susana. Entonces, le pedí hacer unas pruebas. Ella se bajó sin mucha dificultad, y caminó media cuadra. Esta prueba me ayudó a decidirme: trabajaría sin colaboradores y con mi lancha.
Me achiqué en el presupuesto, con la condición de que Susana se subiera sola a la puerta. Vanesa quedó en silencio; creo que no le gustó la rebaja de solo ciento noventa y cinco pesos. Pero no me moví de ese presupuesto. Esta vez fue Julieta la que habló y aceptó el precio: me informó que estaban apuradas porque la madre (así dijeron) “se les cortaba”. Les prometí apurar la cosa.
Llamé a Prefectura, y me dieron la habilitación para el otro día. Siempre que planeaba un fondeo, debía dejar registro con los gendarmes. Ellos calculaban la hora a la que los barcos pasaban por Puerto Víbora. A mis clientes les ofrecía un desenlace calmo y les garantizaba no terminar molidos por una hélice. Acordamos el precio y programamos el trabajo para un domingo.
Seguí trabajando de corrido porque era principio de mes, y la venta había sido buena en la ferretería. Cuando salí, la mujer no estaba. Mientras atendía, más de una vez, la había visto caminar por la vereda.
Al día siguiente, no abrí la ferretería; Gendarmería, a la noche, me había informado que el río estaba libre de barcos: podía llevar a cabo el fondeo. Las cité a los ocho de la mañana en Puerto Víbora.
A Susana la vi cambiada: el día anterior tenía el cabello grueso, ondulado. Me di cuenta de que se lo había alisado. Julia y Vanesa lloraban como dos niñas; Susana les pidió que dejaran de hacer escándalo. Era un día ventoso; por ese motivo debía resolver el asunto rápido. Susana se acomodó en el borde de la lancha y se subió a la puerta; se mantuvo equilibrada. Vanesa había quedado paralizada; Julieta, en cambio, le acarició la mejilla a su madre, antes de que la soltáramos. En la orilla, Vanesa sufrió un ataque de nervios, pero de a poco recobró la compostura. Mientras le acercaba una botella con agua, Julieta me avisó así, de sopetón, que había juntado sesenta mil del total. “No se preocupe ─me dijo─, se lo vamos a pagar”. Le estaba por reprochar que esas cosas no se hacían, pero Vanesa otra vez tuvo una crisis de nervios. Las llevé a su pueblo, Santa Anita, para verificar la dirección, porque a esta altura dudaba de si me iban a pagar.
―En una semana vuelvo ―le advertí a Julieta.
―El lunes ―me respondió―; somos peluqueras, y ese día estamos en casa.
“Caraduras”, pensé.
De regreso a la ferretería, otra vez me esperaba la mujer. Amagué seguir de largo, pero me vio que llegaba. Me acerqué, y me dijo:
―Fondeame.
―¿Estás enferma?
―Sí, de tristeza.
―Yo necesito un certificado de apto psiquiátrico.
Ella sacó un papel de bolsillo del sobretodo y me lo dio. Leí: “Certifico que tiene ideas francas de suicidio”. Estaba todo en regla; hasta tenía las estampillas del colegió médico.
―Son ciento cincuenta mil pesos ―le dije. Con solo verla, ya sabía qué puerta utilizaría.
―Mi papá compró dos puertas, así que la puede descontar ―hablaba entre dientes, aunque se le entendía.
―Ciento cuarenta y cinco.
―La puerta sale ocho mil, y usted me descuenta cinco ―protestó.
―La entiendo, pero no se olvide de que su puerta, seguramente, la tengo que llevar a mi camioneta, y hay gastos que usted no sabe. A los gendarmes, con la información del río, más el permiso, les tengo que pagar.
Ella cedió con el tema del pago; me dio un sobre, conté el dinero. Estaba el monto justo. ¿Cómo lo supo?, no sé.
A Puerto Víbora llegué una hora antes, como nunca; quería hacer el trabajo. Esa mujer era extraña. En ningún momento entendió que no quería venderle mi servicio. Nos encontramos a las ocho de la mañana: en dos horas, pasaría un buque filipino.
El sol estaba a pleno; había un aire fresco. La mujer seguía con su sobretodo gris. Esta vez tenía una foto en la mano; no llegué a ver quién era el de la imagen. Se acomodó en la lancha con naturalidad, y creo que murmuró un saludo. Yo navegué hasta el medio del río, aunque contra la corriente. Mi idea era soltarla delante de la bajada de lancha; por eso había calculado avanzar mil metros hacia el norte.
La noté segura, hasta que arrojé la puerta al agua. Ella comenzó a temblar. Como la vi dubitativa, la invité a dar unas vueltas en lancha para que se calmara. Pasamos frente a la despensa y a la iglesia; podíamos ver los ranchos de los pescadores. Durante el recorrido, veíamos a los niños nadar en la costa; en ningún momento cruzamos la mirada.
Luego de un rato, le dije:
―Tengo que volver. ―Giré el volante hacia la costa, y ella me detuvo; solo tomó mi brazo. Las marejadas nos empujaban hacia la costa―. ¿Qué hago? ―insistí.
Ella prendió un cigarrillo, y me pidió:
―Esperá.
Como seguía pálida y temblorosa, le di una pastilla para los nervios, que solía tener en el caso de que alguien se descontrolara en el viaje. Saqué agua de río con un tarro de plástico, y ella la tomó de un trago. Solo estuvo quieta hasta que terminó de fumar el cigarrillo; luego, agarró coraje.
Bajamos la puerta; ella se recostó con soltura. Tomó aire, se llevó una mano al pecho y miró al cielo. En ese instante percibió algo, no sé qué, donde yo veía nubes intercaladasy el sol de fondo. Estaba seguro de que ella había visto algo. Moví un poco la puerta para que se preparara. La mujer se dio vuelta y por primera vez, dejó de tener la cara tirante. Me di cuenta de que, a pesar de eso, tenía miedo y de que podía llegar a arrepentirse; es más: hasta llegó a estirar su brazo, como para pedir ayuda. No solo eso: algo me dijo, pero no llegué a escucharlo. En ese instante, solté la puerta; más bien la empujé, y saqué la mano como si me estuviera quemando. Minutos antes, yo ya le había ofrecido volvernos a la orilla. No sé qué había pensado la mujer cuando la arrastraba la corriente; pero yo tenía la conciencia limpia. El día que ella había acompañado a su padre; recuerdo bien que le dije: “Lejos de la orilla, no puedo hacer nada”.
Leandro Ríos
Nació en 1982 en la ciudad de San Javier (Santa fe). Es psicólogo, y comenzó su trabajo de escritura con su padre el escritor Hugo Eduardo Ríos. Hasta la actualidad participa en los talleres de la escritora Beatriz Actis, y la correctora literaria María Marta Arce.
• Las obras que ilustran los cuentos han sido autorizadas por sus artistas o ya han sido publicadas en portales y redes sociales.