A metros de mi casa una señora choca un auto. No lo ve por su velocidad. Le provoca un rayón leve a ese Renault 12. Hasta ahí una escena que vemos mil veces en nuestras vidas urbanas o que provienen de las memorias y discursos sociales que nos habitan. Pero nada de lo imaginable sucede. El conductor del Renault 12 se baja con un hacha y sin mediar palabras le rompe el parabrisas. La mujer se sorprende aterrada. Todo se desenvuelve en segundos.
Un vecino viraliza el vídeo de la escena que tomó de su cámara personal. A la hora llegan medios de comunicación. Estuvieron solos en la esquina del choque. Nadie pasa por ahí. Cámaras de tv y periodista solos. Soledad. Casi sin vínculos sobre el asfalto. Estuvieron 8 horas esperando que alguien pasase para entrevistar. Solo vehículos.
¿Qué sucedió o que habilitó ese ataque de furia?
En otra ciudad donde se realizaba un arreglo de la calle y la fila de autos era interminable una señora clavó su bocina. Del auto de al lado otra mujer abre su ventanilla y comienza a insultarle. La bocina sigue. Le hace señas y le grita. No es para vos, es para los hijos de puta del municipio. Quien insultaba se baja del auto y se dirige a la ventanilla de la otra señora que no para de usar su bocina. Comienza a golpear a la ventanilla. La bocina, por fin, se detiene. Se baja del auto y las dos mujeres se pelean.
Inimaginable. Un bocina insistente. Una cola infinita. Y dos mujeres a las piñas.
En un edificio de la Ciudad de Buenos Aires una mujer agarra del cabello a otra. La golpea en sus costillas. Una inquilina contra una encargada de edificio. Todo se suscitó cuando la encargada le pide que avise a su hija que cierre la puerta del ascensor cada vez que lo usa. Termina en el hospital.
Crecen las violencias en las ciudades. Pese a la gran tendencia a la medicalización de la salud mental, que en teoría buscan mermar los “impulsos”, los hechos violentos crecen en el espacio público. Esa tendencia que sociólogos como Wright Mills advirtieron acerca de su crecimiento en la década de los años 60, solo sesenta años después se ha potenciado y mucho más con la pandemia. La medicalización en constante aumento, la violencia in crescendo y la crisis económica se presentan como un conglomerado de situaciones que desgastan la vida en común y las expectativas de mejoras. La interrupción de la poca “normalidad” que tenemos parece provocar violencia. Una sociedad que está al límite cuando se van “cayendo” cosas, cuando se interrumpen seguridades (como la economía con la inflación). Si en contextos de crisis aumentan los desbarajustes, en la vida cotidiana la violencia sobre el otro u otra está ahí. Agazapada. Esperando el mal humor y cortocircuito social.
Es interesante observar el deterioro o reformulación de las rutinas de sociabilidad urbana que se habían construido durante décadas. Existían formas de ser y de actuar en las ciudades que fueron puestas en duda. En la actualidad la tiranía del malestar propio toma la escena pública y organiza la trayectoria del deseo. Ante algo que sucede, ese malestar se potencia en angustia y/o violencia. La habitabilidad en las ciudades comienza a mostrar límites y tensiones. La imaginación de una migración de las ciudades al “campo” aparece con fuerza. Esta esperanza o sueño imposible presiona sobre la realidad cotidiana. De una realidad que a veces no se puede escapar.
El otro u otra cada vez importan menos para la garantía del vínculo o del deseo social. Si el otro u otra se interpone en esta frágil realidad, la violencia o el malestar aparecen. El peso cultural de la idea de “trayectoria” como concepción lineal de la vida (de menos a más, o de quien lucha por llegar a más o salir de su situación actual) sigue teniendo una fuerza inusitada en la organización de nuestras seguridades existenciales. Ordena las biografías y si ellas se ven “asediadas” por la fragilidad, inclusive por situaciones mínimas, el descontento y mal humor se posicionan. Cuando no hay ningún tipo de “colchón” o red social esa fragilidad se transforma en temor e incertidumbre.
Las burlas en las que aparece la fobia hacia la gente se han vuelto un recurso frecuente. La soledad o la distancia frente al otro u otra es una gran fantasía que circula en estas sociedades. Una fantasía que recrea el vínculo, una fantasía que está en el centro de la construcción de los lazos sociales y que cuando alguien o algunos aparecen de determinada manera (un choque, un insulto, etc.) esta se activa. Vivir con el otro u otra con la fantasía de que quiero alejarme o de que me fastidian abre un juego interesante en la construcción de los vínculos. Hay situaciones donde el “mundo” aparece como un estorbo o como un yunque. Una interferencia, como el Estado para el mercado, como un autobús que no se detiene en la parada o como un vehículo que frena mi trayectoria. Es interesante, a esta fantasía de alejamiento de lo social se le opone otra palabra que se usa con demasiada frecuencia: empatía. Hoy parece un mantra, una llave simbólica que nos autoexige pensar en el otro u otra, colocarnos en su lugar y en el centro de sus emociones. Esa palabra utilizada con recurrencia y fuerza nos recuerda que existen otredades de las que debemos estar atentos y atentas. Las palabras que circulan en las conversaciones y en los discursos sociales nos indican en que “punto” de lo social estamos, que cuestiones nos hacen padecer o beneficiar o acerca de lo que deberíamos intervenir.
Una individualidad frágil y asediada por los flujos económicos, políticos y culturales es parte de un diseño social de los últimos años y que en contextos de incertidumbre o de rupturas se potencian los temores y el rechazo a lo social. Pero no es solo individualidad frágil sino una individualidad tiránica que busca realizar su deseo desconfiando de lo social o enfrentándose a este cuando se siente “interferida”. Vivir con miedo a lo que suceda en el futuro y con un deseo tiránico que busca sostener una trayectoria lineal nos coloca a la “defensiva”, nos coloca en un sendero donde el otro u otra puedan leerse, no como alguien con quien cooperar, sino con quien litigar o pelear.