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Abelardo Castillo inédito

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Los Ángeles Azules

Capítulo 1
(fragmentos)

No estoy muy seguro de que esta historia resul­te edificante, pero la escribo igual. La escribo para ustedes, oh angé­licos muchachos y aun hom­bres angé­licos de corazón sonoro que algu­na vez, al mirar los ojos ver­des de Galatea, oyeron agonizar en su pecho a un ruiseñor. Pero no, he empezado mal y no estoy diciendo la ver­dad. La escribo para mí. Hace mucho tiem­po que los tipos como yo per­di­mos la ilu­sión de que se escri­be para los demás, uno es­cribe para sí mismo, y eso cuan­do no tiene algo mejor que hacer. Es raro que nadie haya notado que es­cribir es exac­tamente lo mismo que ha­blar solo, lo que de paso, como me dijo Gulko una noche, ex­pli­caría el hecho, en apariencia misterioso, de que haya escri­tores cie­gos. Qué hacen sino ha­blar. Ha­blan y hablan, otro anota o recuerda, y con un poco de suer­te son Homero o Mil­ton. Gulko tenía ra­zón. Se puede hacer lo que la gente cán­dida llama escri­bir no sólo siendo ciego, se puede escribir siendo ciego y al mismo tiempo sordo y manco de las dos manos. Que yo sepa, lo único que a un hombre le impi­de es­cri­bir es ser feliz. Pero no quiero ade­lan­tar­me al tema de mi li­bro. Lo que puedo decir es que estas páginas no aspi­ran a ser una obra de arte ni una re­flexión poéti­ca sobre el amor ni una confe­sión de parte, y si a larga termi­nan sien­do un libro será por la única razón de que ése es el nombre que le damos a un montón de palabras orde­nadas de cier­ta manera.

Yo había cumplido cincuenta años y aquella no era la mejor época de mi vida. Fue al final del rei­nado de La Pes­te. Había­mos sido borra­dos, exco­mul­ga­dos, echados a pata­das de los luga­res que fre­cuen­tába­mos, ase­si­nados y despedi­dos del em­pleo. Se nos prohi­bió y exone­ró, se nos dijo comunis­tas, judíos, droga­dictos, te­rro­ris­tas, homose­xua­les y apá­tridas. Nos pusieron la picana eléc­trica en la concien­cia histórica y en los testí­cu­los. Hui­mos a México, a España, a la Chacari­ta o, como fue mi caso, a nues­tro propio escri­to­rio. Cuando aquello terminó y sali­mos a fes­tejar, también los sobre­vivientes está­ba­mos muer­tos. Esta es la canción de un muerto, o mejor, es una misa polifónica de muertos, un Requiem, todos los que la vivieron están de un modo u otro muertos y enterrados y, si no lo están, bueno, si no lo están ya lo van a estar. Por decirlo de otra manera: pro­me­dia­ba en la Argenti­na la década del ochenta del ­siglo xx.

Debo confesar algunas cosas. El hambre no me asus­ta. La muer­te tampo­co: la considero una cor­te­sía de Dios. Pero reconozco no estar hecho para ciertas humi­llaciones colate­rales que acarrea la pobreza: los puños deshila­chados de las cami­sas, el whisky nacio­nal, los via­jes en colecti­vo. Bus­qué, por lo tanto, el viejo tra­bu­co de la Inde­pendencia que mi padre heredó de su padre, me dije esto no es vida, empe­ñé con dolor el arma venerable en un cambalache de la calle Liber­tad y me com­pré un traje de casimir inglés. Nunca bus­ques tra­bajo mal vestido. Un hombre mal vestido da la impre­sión penosa de necesitar lo que pide, y eso lo vuel­ve poten­cial­mente peli­groso. La gente de buen cora­zón sabe por ins­tinto que en todo harapiento se oculta quizá un varón jus­to, y también sabe que todo varón justo es poten­cialmen­te un ex­pro­piador. Sin contar que la nece­si­dad fomen­ta el sa­dismo: el acto de pedir lle­va im­plí­ci­ta la respuesta «no», hasta se diría que la anhe­la y la pro­vo­ca. Nunca pidas. Sólo se nos puede negar algo cuan­do lo pedi­mos.

[…]

Ya trajea­do, com­pré mi pri­mer dia­rio en cuarenta años. Y ahora tendría algo que decir sobre las ra­zo­nes por las que no leo los diarios. Oscar Wilde opi­naba que la lectura del dia­rio de­mues­tra que la reali­dad es ilegi­ble; Gulko solía repe­tir que si la músi­ca fuera caca de perro todos los pe­rio­distas tocarían en la Filarmónica. O esto lo decía de los políticos, no importa y no hace ninguna diferencia. En cuanto a mí, re­cuer­do haber descubierto para siempre la inuti­lidad de la pren­sa nacional cuan­do tenía ocho o diez años años, hacia la época en que desa­pa­reció Tar­zán del rotogra­bado en colo­res de Críti­ca. Hoy, ya en pleno siglo veintiuno, me basta con ojear los titulares en el quiosco de la esquina de mi casa para estar sufi­cientemente in­forma­do de la i­rre­me­dia­ble estupidez huma­na. Si esos titu­lares no mienten, mientras yo escribo estas palabras los rusos se matan con los che­che­nos, los israe­líes con los pales­ti­nos, los norte­ameri­canos, como siempre, con quien se les antoje. La Tierra se recalienta. Se ha clo­nado a una oveja. El aguje­ro de ozono ya tiene el tamaño de Euro­pa. El Ártico y la Antártida se derriten. La mitad de la pobla­ción del planeta, mientras tanto, ha empe­zado a mo­rirse de ham­bre. Y acabará de hacer­lo, si Dios no inter­viene con su infinita misericordia y fulmina de una buena vez a la otra mitad.

Yo no era así: el diario que compré esa mañana envenenó mi vida e hizo de mí esto que soy ahora. Ese diario traía un anun­cio. Un recuadro de conside­rable tamaño, con el dibujo de una espe­cie de Par­tenón, donde leí que el Insti­tuto de Lectura Veloz y Cien­cias Humanas El Liceo, de ense­ñanza noc­turna, necesi­taba pro­feso­res.

Nunca he tenido título de ninguna clase, pero estaba muy claro que las auto­ridades del Liceo no eran pre­cisa­mente el tipo de personas que se fija en deta­lles académicos. Allí, los triun­fado­res del mañana po­dían estu­diar Bachi­llerato Acele­rado, Danza Moder­na, Forrado y decoración de Bote­llas, Yoga, Tea­tro No, Ex­pre­sión Corpo­ral, Astrología Fiduiciaria o Lenguas Vivas. Música Renacentista y Medieval o Contabilidad. Encuadernación o Esperanto. Por co­rres­pon­dencia o per­so­nalmen­te. En cua­tro sába­dos con­se­cuti­vos, si el curso era acelera­do, o todas las noches du­rante años, si el estu­dioso pre­tendía ahondar el tema. Los únicos requi­sitos para ser admi­tido como alumno eran pagar cuota de ingreso y aran­ce­les, comprar los cua­dernillos de las mate­rias -edita­dos a rotaprint por El Li­ceo-, firmar un talo­nario de paga­rés como para saldar la deuda ex­terna del país, y, na­turalmente, haber sido maltra­tado por la vida hasta el punto de haber­se vuelto imbé­cil o desespe­ra­do.

Me presenté.
Cierto desprecio, cada día más acentuado, por mí mismo, y un cre­ciente desinterés por mis seme­jantes, hi­cie­ron el resto. La cátedra de Castellano, Preceptiva y Redacción era toda mía.

Sobre Los Ángeles Azules

Por Sylvia Iparraguirre

Foto Nora Lezano

Abelardo comenzó la escritura o los apuntes para lo que llamaría Los Ángeles Azules alrededor de 1985. El origen de la idea lo tengo muy presente: durante la dictadura yo, como muchos, dábamos clases, sería mejor decir que “fuimos a parar” a dar clases, a un lugar que resultó siniestro llamado Ilvem-Lectura Veloz. La experiencia surrealista de ese lugar, tratando de enseñar algo a personas de todo tipo y edad, desesperada por trabajar, fueron el origen remoto de lo que en la novela se llama el “Liceo”, lugar educativo al que llega el narrador. Fue sólo la impresión inicial. El peso de la escritura, los personajes, el escepticismo del personaje, que se enamorará de una alumna, Galatea, chica que trabaja en una fábrica de Envases Flexibles y que a la noche concurre al Liceo, llevan la idea básica del comienzo y el texto a otra dimensión, a otra significación, casi moral, casi metafísica. El narrador, desempleado, escéptico y sin ninguna esperanza en nada, y menos que nada en el país, va a lograr un puesto docente en el Liceo, dirigido por Gulko y su mujer, la Paraguaya.

El proyecto fue abandonado cuando Abelardo decidió retomar la siempre postergada finalización de Crónica de un iniciado. En los años siguientes se dedicó por entero a ella. La novela apareció en 1991. Durante algunos intervalos, se reencontraba con lo que cautelosamente llamaba “novela” y agregaba algunas líneas, alguna anotación para un capítulo. En sus Diarios, Tomo II, aparecen registrados esos momentos. Pero dudaba; después de Crónica… todo proyecto le parecía superfluo, menor. Hasta que apareció la idea de El Evangelio según Van Hutten (1999), y se dedicó de lleno a ella. Una vez más, Los Ángeles Azules quedó, lejos; postergada. Y, finalmente, inconclusa.

Los dos fragmentos corresponden al comienzo del Capítulo 1.

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