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Daniel Guebel: El sufrimiento tiene estructura de relato

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Por Valeria S. Groisman

Con Daniel Guebel (Buenos Aires, 1956), escritor, guionista y periodista argentino (asegura que nunca se sintió parte del ambiente de la prensa y que incluso tenía miedo de que lo echaran por “impostor”), establecimos un juego tácito que suplantó a la entrevista tradicional. Decidimos conversar tecnología mediante: probablemente ambos nos creamos hípermodernos. La cosa fue así: mail va, mail viene establecimos una charla que ocupó varios días.
Lo que ocurrió fue curioso: el espacio entre una entrega y otra, la distancia entre enviar un mail y esperar su correspondiente respuesta, no solo instaló un espacio de intriga (¿qué responderá, pedirá más, la terminaremos acá?), también despertó en quien escribe cierta reflexión sobre el oficio de entrevistar (no es lo mismo preguntar impulsivamente en el contexto de un diálogo cara a cara que diseñar un cuestionario con la idea previa de que cada interrogante luego debe encajar como una pieza, con sus exactísimas particularidades, en un rompecabezas). Conclusión: el café afloja, pero la virtualidad tiene sus beneficios.
Guebel es un entrevistado avezado, y se nota. Sabe muy bien lo que hace: te lanza la carnada para que vos tires de la caña, pesques y te resulte fácil. Escribe frases gancheras, te arroja titulares como confettien una fiesta. Es generoso y tan ocurrente como en sus libros.
Autor de novelas como El absoluto, El hijo judío, Un crimen japonés y ensayos como Un resplandor inicial, entre otros, en El rey y el filósofo (Random House) Guebel cuenta la génesis y la concreción de un encuentro entre el filósofo Gottfried Leibniz y Luis XIV. Un encuentro al que cada uno espera sacarle partido de muy distintas maneras, aunque el quid de la cuestión no es aquello que uno u otro buscan arrancarle a la oportunidad, sino lo intrincado de las relaciones humanas y el poder. El teje y maneje que se va hilvanando a través de las distintas voces que urden la intriga. Porque, a fin de cuentas, la última novela de Guebel es una historia de misterio con un logrado aditamento de humor. También un relato casi atemporal, porque las situaciones que narra ocurrieron hace cientos de años pero bien podrían hablar del presente, lo que lo vuelve todavía más atractivo.


Tus libros son muy distintos uno del otro. ¿Es algo que te proponés?

No, pero es algo que ocurre y me alienta a seguir escribiendo. La ilusión de variedad. Recién, pensando en la extrema vejez, me preguntaba qué pasaría si buena parte de mis facultades desaparecieran. De golpe se me ocurrió: ¿y si entonces me convirtiera en un escritor inesperado, absolutamente diferente, una sorpresa para mí mismo? La última torsión antes de desaparecer elevándome en el cielo…

Alguna vez dijiste algo así como que cada libro prepara el terreno para el siguiente. ¿Sentís que tu obra es un continuum, que si la compaginaras como un “todo”, ese “todo” funcionaría?

Sí. Un elemento incidental o menor de un relato, o algo que quité de una escritura del presente, pertenece a un texto próximo-futuro y se vuelve su asunto central. Observando mi central de operaciones, veo que a veces aparecen esas ampliaciones y derivaciones de una zona, como burbujas en expansión, que brotan una tras otra. Pero también sucede que en otras ocasiones se produce una especie de corte hacia el “escritor distinto cada vez” y se renueva mi sueño imposible de ser todos los escritores del mundo. Incluso los horribles, que son legión.

De todo lo que escribiste, ¿hay algún libro que al releerlo (¿te releés?) te haga pensar que ese tono, esa voz y ese narrador te definen como escritor más que los otros?

Salvo cuando me toca revisar lo escrito para su publicación, no releo lo que ya escribí. A los libros publicados los visito mentalmente, son excursiones de amor y nostalgia. Luces del recuerdo, que se prenden y apagan. Escapo a la idea de una definición que diga: “Esta es la clase de escritor que soy”, porque limita la clase de escritor que seré y no conozco aún.

En El hijo judío te propusiste escribir una autobiografía novelada. ¿Cómo fuiste construyendo ese relato? ¿Partiste de un diario, de anotaciones dispersas o sos de los escritores que se sientan y escriben?

¡No me propuse nada! Los llamados textos autobiográficos surgen de una emoción intensa, dramática. “Vida feliz no hace novela”. De hecho, El hijo judío empieza con una frase cuyo sentido no entiendo aún, y que parece resonar en todo el texto, sobre lo que se puede decir y lo imposible de ser dicho, y cómo se dice ese imposible. Fui escribiendo rápido, sumando invenciones y recuerdos. El sufrimiento tiene estructura de relato.

Decís que “el sufrimiento tiene estructura de relato” y esa frase me recuerda a una de Piglia que dice algo así como que la familia es una máquina de crear ficción.

Piglia acierta. A eso se lo llama literatura autobiográfica, o literatura del yo, o autoficción. Y es cierta también su condición de máquina, tiene una promesa de narración indetenible. De hecho, en El hijo judío yo doy dos o tres versiones de algunos hechos, como si la narración de lo real nunca alcanzara y hubiera que decir cada cosa una y otra vez. Pero yo estoy diciendo algo distinto: en los momentos de dolorosa intensidad la percepción se agudiza, uno descubre matices, colores, desplazamientos de relaciones, nuevas hipótesis sobre causas y efectos de ese padecimiento, y más tarde o más temprano advierte que eso forma una red o una trama con su propia organización, que puede ser perfectamente narrada. Incluso diría que son esa clase de libros que partieron del tremendo impulso inicial (la separación matrimonial, la pérdida de un amor, la inminencia de la muerte de mi padre), los que me resultaron más fáciles de escribir. La escritura fluía, todo estaba dado ya, uno solo tenía que precipitarse a contar los hechos.

¿Por qué El hijo judío y no Un hijo judío? Me da curiosidad.

¡Cierto! No tengo explicación. Intentemos una: la historia empieza cuando el protagonista entra en huelga de hambre (a los tres años) a causa del enojo que le produce el nacimiento de su hermana. Evidentemente, con ese artículo restituí la ilusión de ser hijo único. Algo que solo conocen los hermanos mayores. El psiquismo humano es muy boludo.

Hablemos de Un resplandor inicial, el ensayo literario-autobiográfico en el que repasás tus lecturas, tu trabajo como escritor, la manera en que vas tejiendo historias. ¿Cómo surgió la idea de ese libro? ¿Es difícil explicar la mecánica de la escritura y lo antojadizo de la lectura?

Primero fue la idea de un trazo, una mano que traza un arco, una línea curva sobre un pizarrón: me imaginé contando a un público imaginario cómo había escrito mis libros y qué relaciones, qué mapa de planetas girando alrededor de un sol también imaginario, mi novela El absoluto, se organizaba allí. Y después fui escribiendo el libro a fuego calmo, y olvidé el trazado de ese trazo, ese sistema de relaciones entre partes de un todo, ya que el libro no iba a dar cuenta de una “obra completa”, sino que era un registro de lo escrito hasta ese momento. El mapa, si existe y vale la pena hacerlo, será dibujado por algún lector luego de mi fin.

Si alguna vez se publica un mapa completo de tus escrituras lo hará un lector, suponés. Te propongo un juego: ¿cómo te imaginás ese mapa? Y, en segundo lugar: ¿Qué tipo de libros pensás que leerás en el futuro?

En realidad, lo que decía era que algún lector atento con suerte hará alguna vez un mapa completo de mis escrituras. ¿Qué leeré en el futuro?  Borges, con falsa modestia (¡qué viejo mentiroso!) decía que él se enorgullecía más de lo que había escrito que de lo que había leído. Yo no me enorgullezco de nada, particularmente, porque he leído algo de budismo zen y sé que no es uno sino ello lo que acierta, pero sí sé que leo tanto por placer (siempre) como para abrir nuevas puertas de escritura. Me gustaría perderme en eso, infinitamente.

¿Cómo sos como lector?

Azaroso. Fragmentario. Novelas, cuentos y ensayos se acumulan a un costado de la cama. Una vez por semana, una señora los levanta y los guarda de acuerdo a su criterio –que ignoro- en algún sector de la biblioteca. Leo tanto por placer como por búsqueda de información, cuando la necesito para escribir lo que un amigo llamó, riéndose, mis “novelas cultas”. Idiomas artificiales, Cábala, Rodolfo II de Baviera, falsificadores, Robert Bacon, John Dee, Shakespeare, Medioevo, para El caso Voynich. Teoría musical, historia de los jesuitas, anarquismo, bolchevismo, ciencia básica, Rasputin, Scriabin, astrofísica para El absoluto. Historia del Japón, para Un crimen japonés. Historia de Francia en particular y Europa en general durante el siglo XVII, Leibniz y su filosofía, el barroco, etc., para escribir El rey y el filósofo. Y di muchas vueltas por Wikipedia: modas, costumbres, chismes de época, política y geopolítica, arquitectura de Versalles, etc., etc., etc.

A propósito de la categorización que hace tu amigo de tus novelas en cultas y no cultas, ¿qué opinás sobre la todavía vigente clasificación de la literatura en géneros? ¿Te parece necesario catalogar para determinar qué libro puede considerarse serio o de calidad y cuál no? ¿Sos prejuicioso al momento de elegir qué leés?

Bueno, mi amigo llamaba “cultas”, imagino, a las novelas que suponen un cierto saber y exigen ciertos estudios (o apropiaciones) y preparación. ¡Pero eso no implicaba que las otras las escribiera una bestia ignorante! La clasificación en géneros es parte de una comodidad necesaria pero no imprescindible. Sirve para que el librero sepa en qué estante poner un libro. Pero el catálogo no determina la calidad, y la venta tampoco. Hace un rato, por curiosidad, entré en la página de libros más vendidos de Cúspide y de Yenny El Ateneo. Mayoritariamente, es una colección de bosta imperdonable. ¿Qué mierda lee la gente, qué piensa, cómo vota? ¿Cómo es que no me leen a mí (mayoritariamente)? Pero no soy prejuicioso a la hora de leer. Leo todo lo que puedo, cosas muy diversas. Por supuesto, no gasto en libros que sé que no me van a servir o que voy a detestar de antemano. La lista podría ser interminable.

El Rey y el filósofo podría describirse como una hibridación. Hay diarios, hay cartas, hay ensayo filosófico, especulaciones fantásticas, hay algo de misterio y de amor, también erotismo. Pero en cualquier caso lo que reluce es el humor, ¿no? También algo cinematográfico: las escenas se ven.

Sí. Fui muy feliz escribiendo el libro, me entregué a todas las tentaciones, en principio a infiltrar la presunta lengua cortesana francesa de un montón de inflexiones verbales argentinas. Las escenas se ven porque es un libro, como vos decís, hecho de escrituras que narran acontecimientos: cartas, diarios, ensayos. “Texto híbrido”. “Literatura anfibia”. Palabras de moda. ¡Esto es una novela, no un cuentito que sueña su propio pequeño estilo! Cada novela, un mundo lleno de mundos, hecho de todos los mundos (y estilos) posibles. Como decía Leibniz y soñaba “mi” Luis XIV.  

En la novela aparece, quizás solapada, la desinformación. Está claro que las noticias falsas y los hechos trucados no son nada nuevo, lo nuevo quizás sea la velocidad con la que pueden diseminarse o las posibilidades que las nuevas tecnologías ofrecen a la hora de crear deep fakes, por ejemplo. ¿Ahí se coló el Daniel periodista?

Nunca me sentí periodista, aunque durante demasiados años haya trabajado de eso. De hecho, cada día que iba a la oficina temía que fuera el último, que estuvieran a punto de echarme por impostor. Pero El rey y el filósofo no es una novela sobre la pobre mirada urgente sobre la actualidad, ¡y tampoco la actualidad es muy actual! Desinformación, inteligencia y contrainteligencia, conspiraciones, acuerdos y desacuerdos, asesinatos, romances, traiciones y reparaciones, amistades y enemistades existen desde siempre. El rey y el filósofo es un libro actual porque aborda la complejidad de las relaciones personales, sociales y políticas de la Europa del Siglo XVII (y si queremos del Universo), consideradas como estructuras barrocas.

Al principio del libro, en su diario, Eckhart, el amanuense y criado del filósofo Leibniz, se presenta al lector (dice en caso de que estas páginas pasen a la posteridad me presento al lector”). Ese detalle me resultó peculiar. En ese entonces la idea de diario era la de un texto privado, pero Eckhart presupone que hay cierta probabilidad de que su texto se convierta en algo importante, en un documento que la gente del futuro quiera o necesite leer.

Bueno, Eckhart es la clase de personaje metido en una situación que lo excede y de la que piensa sacar provecho; un intrigante menor que cree que juega en las grandes ligas. Pero tiene al menos conciencia de estar viviendo circunstancias históricas. Entonces se pregunta: “¿Y por qué yo no?”. Solo sabe que ha sido contratado como espía doble y eso lo inviste de la sensación de su propia importancia personal. El lector verá cómo le va.

Es interesante lo que lográs con el personaje de Luis XIV. Su voz no aparece desde el principio, y, sin embargo, tiene una presencia con peso desde que se lo nombra por primera vez, quizás porque es el Rey. Como lector, uno está esperando que llegue el momento de su aparición.

La demora crea la expectativa, es la inminencia de una aparición que nunca se produce plenamente, porque el misterio revelado no equivale al anhelo de la satisfacción que lo faltante producía. Esto dicho en términos generales y para que alguien piense: «¡qué inteligente! No entiendo nada». En El rey y el filósofo, Luis XIV existe por partes, primero como sombra amada y venerada, es el guardián del panóptico, todo lo ve sin dejarse ser visto. ¿Habrá conocido a Bentham, leído a Foucault, a Kafka? Y después, cuando aparece, lo ocupa todo, o casi todo. ¿Lo querías? Ahí tenés.

¿Cómo se siente darle voz a un personaje real, que tuvo unas ideas, una forma de hablar, etc.? ¿Y qué tan distinto es esa caracterización de la que hacés con un personaje inventado?

A ver…La novela es una reconstrucción imaginaria y completamente libre de una situación histórica de la que nadie sabe nada. ¡Y mirá que pregunté, busqué! Tampoco es la primera vez que tomo personajes históricos y les confiero habla, opiniones, personalidad. Son como fantasmas que crea mi ilusión.  Tomar un personaje histórico tiene un encanto adicional: porque permite indagar en sus circunstancias (y todo período pasado siempre parece exótico, extraño), al mismo tiempo no me exige respetarlas -como sí ocurre en las novelas históricas. Se trata entonces de la combinación o colisión de dos mundos, y la que gana es la novela.

Lo de la «transmigración» del alma de Cleopatra es genial. ¿Eso es puro invento?

Yo solo soy el autor. Al que se le ocurrió es a Luis XIV.

Dos o tres títulos que estés leyendo o hayas leído recientemente y quieras recomendar:

Recientes e hiper recomendables:
1. Amor, de Juan Becerra
2. Lenguas vivas, de Luis Sagasti
3. Lo que sobra, de Damián Tabarovsky

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