Le conté a mi amiga Ángela por teléfono lo que me había sucedido: salí a hacer una pequeña compra, estaba sumergida en mis pensamientos, ya sabes que ando como si estuviera flotando. Fui al super que llamo “El hortera”. Cuando salí de ahí, empecé a caminar tranquilamente por la acera hacia mi casa; alguien, por detrás, que llevaba un paso rápido, me pisó los talones. Yo me aparté y, como no había coches, me fui por la calzada. Quien me había pisado era una chica alta y fuerte, corpulenta, con un culo grande, enfundado en un pantalón de chándal. Ella siguió caminando por la acera, pero había obstáculos, varios contenedores de basura, andamios a raíz de una obra importante en un edificio. La chica no pudo continuar por ahí y volvió a ponerse detrás de mí. Como daba zancadas, me volvió a alcanzar y, esta vez, me atropelló con todo su cuerpazo. Yo, que iba suspendida o colgada de mis ensoñaciones, hecha, como siempre, una idiota -para qué ocultarlo-, me sobresalté por el empellón que me dio, sospecho que a propósito. Solo atiné a murmurar: ¡Qué barbaridad! La chica no me oyó, pero vio el movimiento de mis labios y mi cara de fastidio; entonces, empezó a vociferar: ¡Gilipollas!, dijo varias veces, fuiste tú la que se ha cruzado en mi camino. Qué se piensan, iba despotricando a los cuatro vientos, porque son mayores creen tener siempre la razón. Y volvió a la carga, la palabra gilipollas no se le caía de la boca. Yo le dije: Sin insultar, ¿eh? Pero ella hizo caso omiso y continuó con sus improperios. Me dio tanta rabia que corrí detrás, ella ya había avanzado mucho, y me coloqué en paralelo. En vez de decirle algo fuerte, en su mismo lenguaje, en el único que entienden, le dije: A ver si aprendes educación.