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Por Agustín Campos Rancaño

La señora mira por la ventana e intuye los ruidos. El pibe, el vecino que ve saltando la medianera todas las tardes va directo a la pileta. Las primeras veces, cuando recién empezaba el otoño, era más cauto: miraba hacia los costados, trataba de entrecerrar los ojos viendo las ventanas, la puerta cancel que da al patio. Ahora nada de eso, se mete como un intruso despabilado. Tiene el pelo rubio que le cae un poco sobre la cara, una barba que en realidad son un par de pelos colorados que se asoman. Se acerca, rodea la pileta, la contempla, y después juega con el agua, despacio, mirando las ondas que genera con las manos. La señora lo mira. Está postrada en la silla. Yo la dejo frente a la ventana todos los días, así que lo observa, y se olvida a los minutos lo que acaba de ver. Son las pastillas que le doy, o aquello para lo que le doy las pastillas, por lo que cada vez que lo ve, es la primera vez, y la última.

Al principio la dejaba ahí para que se entretuviera con el rectángulo de cielo y patio que le permite la ventana. Al principio también le hablaba, hasta que me di cuenta la desconexión aparente. Imposible que escuchase la televisión encendida en el cuarto de al lado, todo el día, salvo cuando era la hora de limpiarla. Después, o sea ahora, ver al pibe de los vecinos me atrajo a mí también, como si fuese otra televisión, mejor, más cercana.

El otoño es un óxido que se expande como la viruela. Al sauce que está contra la medianera de ladrillos se le caen de a mechones las hojas, mechones amarillentos, naranjas, que van a parar al agua de la pileta. Hay algunas hojas que intentan resistir, con un verde apagado hasta que el frío y la humedad terminan lavándoles el color de a poco. Llueve además, y la lluvia hace temblar el patio entero. La señora ve las gotas que chocan contra su ventana. De fondo, el vecino entra, salta el paredón y se deja caer. Sé que lo mira porque la cabeza cubierta de canas se mueve despacio, siguiendo al que camina por el patio e intenta acercar la cara al vidrio de la ventana, hasta que la respiración lo empaña por completo.

El plato de sopa que le dejo se enfría sobre la bandeja mientras mira hacia afuera. Las verduras que flotan están hinchadas, con un color desteñido, amarronado. Si no mira el plato no sabe que hay una sopa enfrente, y en cambio lo ve a él que esta vez entra al patio, acompañado por primera vez. Está el vecino, con su pelo rubio y sus manos cortas y finas, pero ahora viene con una chica, que es más alta y lo sigue tímida. Él le muestra cómo cruzar el paredón y dejarse caer hacia el patio. Se raspa el brazo cuando se desliza por la medianera, pero no hace caso, se sacude la ropa y la ayuda a bajar.

Están parados abajo del sauce que no puede darles sombra aunque quisiera, porque está pelado de hojas y porque no hay luz solar, pero aun así ellos se esconden, pegados al tronco. Se miden, él parece llevar la nariz hacia delante como queriendo olerla entre el perfume espeso del patio; a ella se le nota la adrenalina, las manos nerviosas que aprietan la tela blanca de la pollera que lleva puesta, no sabe dónde ponerlas. El vecino saca un cigarrillo medio aplastado, y un encendedor. Tiene que intentar varias veces hasta poder prenderlo. La primera pitada es una vergüenza. Tose e intenta ocultarlo, le pasa el cigarrillo a ella, que dice que no con los ojos. La mano en la cara de ella me distrae de la otra que lleva debajo de la pollera. Ella lo deja unos segundos y los ojos se le van hacia arriba, hasta nuestra ventana; no sé si nos ve, pero no atino a esconderme, la miro de lleno. El vecino le acaricia el muslo flaco, se le pega al cuerpo como chupándole el calor. No los escucho desde acá, pero veo que mueven los labios, por turnos, respondiéndose. Cuchichean. Ninguno aprovecha el momento. Se raspan las superficies, son dos contornos que se palpan. Se acomodan la ropa, se despegan y la lluvia los echa del patio, mientras nosotras dos miramos, sin pausa.

La señora está más rebelde que de costumbre, le duplico la dosis de pastillas para que duerma sin molestar. Prendo la televisión en mi cuarto, pero no puedo fijar los ojos en la pantalla. Muevo la cama, la arrastro hasta debajo de mi ventana, para sentarme y ver hacia el patio. Busco algún intruso, la parejita, pero no hay nada. El reflejo de una luna redondísima sobre la pileta marca un punto en lo negro. Me acuerdo de las manos del pibe, los muslos blancos que se dejaban haciendo caso de los dedos, el pegote de los cuerpos. Clavo la mirada en el rincón del sauce, contra la medianera, o el lugar de la oscuridad donde imagino que está, hasta quedarme estrábica. Pienso en lo que se habrán dicho, alguna mentira creída a medias por ambos, una promesa de él, de que tranquila que nadie los puede ver, y ella que finge la ingenuidad. Siento una electricidad en los dedos, un calor tenue que sale del centro. La pared que me separa de la señora no me alcanza; podría hacer silencio, intentarcalmar la respiración mientras, pero no puedo. La televisión es un ruido de fondo, y su luz me recorta como la luna a la pileta.

Pasan varios días hasta que vuelven. Son días de tormenta que dejan empantanado el patio, la tierra hecha un revoltijo. Me pregunto si ellos dos, el vecino y ella, harán sus cosas en otro lugar, si entrarán a otras casas, si él la llevará, o si es solamente acá el asunto. Espero que sí. Cuando los veo saltar la medianera es una palpitación en el pecho. La señora se alegra también, lo sé porque veo que acaricia el apoyabrazos de su silla, con los dedos huesudos, llenos de anillos. Me alegro de verlos llegar, de verlos ir hacia el rincón, por eso el primer grito de ella rompe la escena. Él no le presta atención, se le acerca todavía más, prueba el mismo movimiento de la otra vez, hasta que ella lo empuja. Grita, la señora acerca la cara hasta el vidrio, como queriendo escuchar algo, que la sordera le deje un poco, un ruido. Necesitaría tres pares de ojos, pero intento verlo todo. Manos, grito, cara, patio. Recula él, da dos pasos hacia atrás, y enfila a la pileta. Mete las manos en el agua podrida ya, desaparecen por un segundo. Cuando las saca no sé qué lleva, un camalote, un intento de flor. Él se acerca, con la planta que es mitad hojas, mitad raíces que chorrean agua. No mueve la boca, tiene los labios pegados, y le pone la joya verde enfrente de los ojos negros de ella. Los brazos son magros, quizás por eso las venas se le marcan entre los músculos que se cruzan debajo de la piel, como una potencialidad inutilizada. Nada. Lo mira con asco, un puñal que duele hasta acá; la chica ni se digna a mirarnos a nosotras, las que espiamos. Son dos segundos, un mirar la planta, las hojas, la forma que fuera del agua no tiene razón de ser. La señora no escucha el sonido, el ruido de la planta cuando golpea contra la cara, las piernas flacas, escuálidas, que trepan, y desaparecen. Nos quedamos esperando algo, una persecución. Algo. El pibe es una estaca clavada en el patio. El camalote está tirado a medio metro, una babosa verde sin sentido. La señora corre la cara, no quiere ver.

Vuelve un par de veces él, solo. Se para en el patio, fuma un cigarrillo, ya no tose. Por más que me siente en la cama y espere, no hay escena. Son días vacíos. El rectángulo verde y la pileta son un decorado que intenta, pero no. No tenemos nada para ver, la señora toma la sopa a tiempo, antes de que se enfríe. Yo volví a encender la televisión un par de noches, para mirarla como una idiota, sin prestarle atención. No sirve esa pantalla.

Salgo a fumar, la noche fue difícil. La casona es estúpidamente enorme, y la señora y yo no alcanzamos para llenarla. Me olvidé de sacarla de la ventana, así que durmió en la silla de ruedas, viendo la oscuridad de afuera. Ni enterada seguro. Es pleno mediodía y el patio, ahora que lo piso, tiene una lindura extraña, no se le pueden sacar los ojos de encima. Fumo, despacio, para poder ver como se desenlaza el humo cuando escucho el ruido que viene desde la medianera, el peso que cae golpeando el pasto. No me sorprendo cuando lo veo; de cerca es más grande, y la barba ya no es ridícula. Él también me mira como si me conociera. Se queda parado en el rincón del sauce, clavándome los ojos encima. Me acerco. Saco un cigarrillo y se lo doy, se lo pongo entre los labios cortados por el frío, y le doy fuego. Sin darme cuenta estoy en la posición de ella. Desde acá, si me lo propongo, puedo ver la cara de la señora recortada contra la ventana cuando él se me pega al cuerpo.

Agustin Campos Rancaño

Nació en Buenos Aires en 1995. Es estudiante de la Licenciatura en Historia de la UBA. Desde los doce años escribe pequeños relatos y poesías. Ahora encuentra en el cuento el formato que mejor le permite desarrollar sus ideas. Obtuvo premios en varios concursos, como el de la Legislatura de la CABA, ATE Nacional y el Premio Itaú de Cuentos.