Pasan varios días hasta que vuelven. Son días de tormenta que dejan empantanado el patio, la tierra hecha un revoltijo. Me pregunto si ellos dos, el vecino y ella, harán sus cosas en otro lugar, si entrarán a otras casas, si él la llevará, o si es solamente acá el asunto. Espero que sí. Cuando los veo saltar la medianera es una palpitación en el pecho. La señora se alegra también, lo sé porque veo que acaricia el apoyabrazos de su silla, con los dedos huesudos, llenos de anillos. Me alegro de verlos llegar, de verlos ir hacia el rincón, por eso el primer grito de ella rompe la escena. Él no le presta atención, se le acerca todavía más, prueba el mismo movimiento de la otra vez, hasta que ella lo empuja. Grita, la señora acerca la cara hasta el vidrio, como queriendo escuchar algo, que la sordera le deje un poco, un ruido. Necesitaría tres pares de ojos, pero intento verlo todo. Manos, grito, cara, patio. Recula él, da dos pasos hacia atrás, y enfila a la pileta. Mete las manos en el agua podrida ya, desaparecen por un segundo. Cuando las saca no sé qué lleva, un camalote, un intento de flor. Él se acerca, con la planta que es mitad hojas, mitad raíces que chorrean agua. No mueve la boca, tiene los labios pegados, y le pone la joya verde enfrente de los ojos negros de ella. Los brazos son magros, quizás por eso las venas se le marcan entre los músculos que se cruzan debajo de la piel, como una potencialidad inutilizada. Nada. Lo mira con asco, un puñal que duele hasta acá; la chica ni se digna a mirarnos a nosotras, las que espiamos. Son dos segundos, un mirar la planta, las hojas, la forma que fuera del agua no tiene razón de ser. La señora no escucha el sonido, el ruido de la planta cuando golpea contra la cara, las piernas flacas, escuálidas, que trepan, y desaparecen. Nos quedamos esperando algo, una persecución. Algo. El pibe es una estaca clavada en el patio. El camalote está tirado a medio metro, una babosa verde sin sentido. La señora corre la cara, no quiere ver.