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Adagio

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Por Edgardo Scott 

A Mariana Arias

Del tiempo que tuve mi consultorio en Colegiales recuerdo a muy pocos vecinos. Aunque fueron seis años los que trabajé ahí, justamente la forma de trabajo y sin dudas mi temperamento, redujeron no tanto a lo elemental sino a lo superficial mis relaciones sociales en aquel edificio. Sin embargo, el recuerdo todavía conserva a la pareja joven del quinto, que después de tener un bebé se divorció; a la mujer que vivía sola con un perro muy viejo y enfermo; a la pareja de kinesiólogos del segundo; a la mujer de pañuelo al cuello y anteojos negros, que parecía una retirada cantante de tangos, y al hombre solo, loco y muy alto (propietario de un departamento idéntico al mío, sólo que dos pisos más arriba), que sin importar la ropa que llevase puesta, siempre usaba ojotas y una gorra de beisbol. Todavía los conservo, pero sé que tarde o temprano, como un terreno frágil e inestable, se derrumbarán hacia el olvido. Me doy cuenta porque la memoria ya ha suprimido a otros vecinos de aquel edificio, que también me eran reconocibles hace un tiempo. Sé que este puñado de figuras no son las únicas en las que supe fijarme. Pero si las enumero como una muestra de lo que está destinado a perderse, es también porque puedo apartar lo inolvidable; y en ese caso, sé que de aquellos seis años, será inolvidable la figura de Adriana.

Adriana vivía con su marido en un departamento que estaba justo en diagonal, a unos pasos de la puerta del mío. Tanto ella como su esposo no debían tener menos de ochenta años. Vivían solos. El hombre (macizo, chueco, gruñón) incluso parecía tener alguna actividad laboral; solía cruzarlo en el ascensor a la mañana; pantalón de vestir, camisa, zapatos lustrados, una carterita de cuerina negra bajo la axila, limpio y peinado hacia atrás, como sólo podía hacerlo un hombre de antes cuando salía para su trabajo. Adriana, en cambio, se ocupaba de la casa y por ende la cruzaba más a menudo, siempre yendo o viniendo de algún mandado. Siempre cargando alguna bolsa. Las veces que los vi juntos, el intercambio entre ellos era hostil y hasta brusco. Costaba ver cómo Adriana modificaba su tono y su expresión para discutir con su marido (en verdad, más que discutir, siempre parecía retarlo y hablarle como si fuera un chico fastidioso y desobediente). En cambio, cuando viajábamos solos en el ascensor o nos cruzábamos en la puerta del edificio, conmigo tenía un trato muy considerado y amable y hasta afectuoso. Solía alternar dos comentarios: o destacaba mi trabajo (en verdad mi profusa actividad) o hacía notar su vejez. Pero era curioso porque cuando mencionaba y subrayaba su vejez, había —o parecía oírse— una especie de coquetería en sus palabras. Nunca lo dudé: Adriana habría sido una mujer hermosa. Aún hoy, detrás de sus arrugas y de su ligero temblor permanente, Adriana presentaba una contextura armoniosa y un rostro que, de poder borrarse los efectos del veneno del tiempo, era muy bello.

En esos breves comentarios, yo no sentía que aquella mujer me hablara como una madre. Tampoco como una abuela y menos como una anciana. Sentía que Adriana me hablaba como una mujer. Tal vez sea inexplicable. Y sé que es delicada esta opinión, sino arbitraria. Pero yo percibía en Adriana un discreto y elegante ejercicio de seducción. Una seducción que, por cierto, no ponía en juego ningún objeto, si puede decirse así, físico. Simplemente parecía que en aquel intercambio, Adriana elegía las palabras, los gestos y las anécdotas como para cautivar mi interés. No hay dudas de que lo conseguía. Y en cada despedida en la puerta o en cada final de viaje en el ascensor, yo repetía para mí un mismo pensamiento: qué hermosa mujer debe haber sido en su juventud. Sin embargo, hoy debo admitir que cuando yo decía aquellas palabras, disfrazaba mal una verdad incómoda: que aún hoy Adriana fuera atractiva para mí y generara el deseo de que aquellos metros, aquel brevísimo viaje vertical, pudiera extenderse un poco más.

Bioy decía que amaba de las mujeres la posibilidad de habitar en cada una de ellas un mundo diferente. Más de una vez imaginé a Adriana cincuenta o sesenta años atrás. La imaginé, justamente, como una de esas mujeres de Bioy, y después, como una heroína de Sándor Márai. La imaginé con sombrero, inquieta, acechada por un destino común, con una energía que no podía contener ni apaciguar su época: Adriana supervisando el crecimiento saludable y convencional de su hogar; un hogar sin privaciones, pero sin desvíos. Por último, también la imaginé —no sin patetismo— frente a un espejo, en ese día en que descubre su transformación. Adriana se mira al espejo y contempla con desconcierto la extraordinaria velocidad e intrepidez de la vida para alcanzarla.

Cuando a veces veo una mujer mayor, pero todavía entera, todavía lúcida, y entonces pienso en Adriana, imagino la continuidad de nuestras caminatas exiguas, de aquellos viajes en miniatura. Me veo invitado a entrar en su departamento, aceptar un té y sentarme en el comedor a mirar fotografías.

Me veo sentado junto a ella en una mesa grande de madera oscura, pesada y con algún tejido blanco —un camino, de seguro, hecho por ella misma—. Me veo, en el final de la tarde, apoyando mi mano sobre la suya y repitiendo el adagio: que siempre había sido una hermosa mujer y que nunca dejaría de serlo. Sé que le digo eso convencido, sin dudar de que quizá para ella no signifique tanto, y mucho menos, todo.

Soy distraído o ensimismado. Más de una vez ha pasado un tiempo considerable hasta que registrara un cambio en el edificio. Un día —un lunes o martes, un comienzo de semana—, un hombre joven, en short y zapatillas deportivas, entró al departamento de Adriana. Enseguida se escuchó a bastante volumen una música vulgar y caduca. No tardé mucho en comprender la brutalidad de lo que había sucedido. Adriana y su esposo probablemente hubieran sido internados en un geriátrico o se habrían ido a vivir con la hija mayor (había otra posibilidad, más desgraciada: que alguno de ellos hubiera muerto, y entonces el otro hubiese sido internado o derivado a un cuarto de la casa de la hija mayor). Como fuere, el caso es que el hijo menor ya se había mudado y disponía sin demoras de su herencia.

Nunca más volví a verla. Tiendo a pensar que no murió. Pero ese pensamiento se niega de todas formas a imaginar a Adriana en una casa ajena, como perdida, o en un geriátrico, soportando a las enfermeras, las horas sin fin y el progresivo deterioro de su cabeza o, lo que sería peor, la lucidez sin objeto en semejante escenario. En los años siguientes, y hasta mudarme, fueron varias las veces que me crucé con aquel hombre joven que insistía con poner Bee Gees o Carpenters durante la siesta y a todo volumen. Nunca me animé a preguntarle por su madre. O nunca quise.

Nunca más volví a verla. Tiendo a pensar que no murió. Pero ese pensamiento se niega de todas formas a imaginar a Adriana en una casa ajena, como perdida, o en un geriátrico, soportando a las enfermeras, las horas sin fin y el progresivo deterioro de su cabeza o, lo que sería peor, la lucidez sin objeto en semejante escenario. En los años siguientes, y hasta mudarme, fueron varias las veces que me crucé con aquel hombre joven que insistía con poner Bee Gees o Carpenters durante la siesta y a todo volumen. Nunca me animé a preguntarle por su madre. O nunca quise.

Edgardo Scott

Nació en Lanús, provincia de Buenos Aires, en 1978. Fue fundador e integrante del Grupo Alejandría, que en 2005 inició en Buenos Aires el movimiento de lecturas y ciclos literarios en narrativa. Publicó No basta que mires, no basta que creas (nouvelle, 2008), Los refugios (cuentos, 2010), El exceso (novela, 2012), y Caminantes. Flâneurs, paseantes, vagabundos, peregrinos (ensayo, 2017). Es traductor y editor de Clubcinco editores. Colabora con artículos de crítica literaria en el diario La Nación, el blog de Eterna cadencia, y las revistas Otra parte e Inrockuptibles. Actualmente vive en Francia

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