Adriana vivía con su marido en un departamento que estaba justo en diagonal, a unos pasos de la puerta del mío. Tanto ella como su esposo no debían tener menos de ochenta años. Vivían solos. El hombre (macizo, chueco, gruñón) incluso parecía tener alguna actividad laboral; solía cruzarlo en el ascensor a la mañana; pantalón de vestir, camisa, zapatos lustrados, una carterita de cuerina negra bajo la axila, limpio y peinado hacia atrás, como sólo podía hacerlo un hombre de antes cuando salía para su trabajo. Adriana, en cambio, se ocupaba de la casa y por ende la cruzaba más a menudo, siempre yendo o viniendo de algún mandado. Siempre cargando alguna bolsa. Las veces que los vi juntos, el intercambio entre ellos era hostil y hasta brusco. Costaba ver cómo Adriana modificaba su tono y su expresión para discutir con su marido (en verdad, más que discutir, siempre parecía retarlo y hablarle como si fuera un chico fastidioso y desobediente). En cambio, cuando viajábamos solos en el ascensor o nos cruzábamos en la puerta del edificio, conmigo tenía un trato muy considerado y amable y hasta afectuoso. Solía alternar dos comentarios: o destacaba mi trabajo (en verdad mi profusa actividad) o hacía notar su vejez. Pero era curioso porque cuando mencionaba y subrayaba su vejez, había —o parecía oírse— una especie de coquetería en sus palabras. Nunca lo dudé: Adriana habría sido una mujer hermosa. Aún hoy, detrás de sus arrugas y de su ligero temblor permanente, Adriana presentaba una contextura armoniosa y un rostro que, de poder borrarse los efectos del veneno del tiempo, era muy bello.