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Páginas sueltas: Escritores suicidas

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Alejandra Pizarnik, Ryūnosuke Akutagawa, Sylvia Plath,  Reinaldo Arenas, Yukio Mishima,  Sándor Márai, Walter Benjamín, Cesare Pavese, Primo Levi, Jack London, Vladímir Mayakovski, Hunter Thompson, Horacio Quiroga, Alfonsina Storni… Todos suicidas.  Todos escritores. Todos convertidos en obras por el artista uruguayo-chileno, Pedro Tyler.

Por Claribel Terré Morell

Fotos: BIENALSUR

Dos poemas y un cuento. Alfonsina Storni, Sylvia Platt y Jack London.

Los rostros, son bajorrelieves tallados con una pulidora sobre reglas de madera. Ahí están y nos miran. La muestra figura bajo el nombre de «Páginas Sueltas», y  se exhiben en el MAR, en Mar del Plata, Argentina como parte de BIENALSUR 2023.

Pedro Tyler nació en Uruguay y vive en Chile.

“Desde el 2007 que comencé la serie de artistas suicidas sigo agregando al listado a medida que voy sabiendo de otros. En el 2013 hice 30 páginas o sea 60 retratos en reglas blancas y los mismos 60 escritores en reglas negras. En el MAR no están todas las páginas que hice por un tema de espacio”, dice a Revista Be Cult.

Para Tyler hay una contradicción entre destrucción y creación. “Me enfoco en estos escritores que produjeron una obra y al matarse cortaron su producción. Pero también valoro que atormentados o no vencieron sus problemas para hacer obra y enriquecernos”.

Los seres humanos somos contradictorios”, dice quien se inspiró en dos frases. Una de Galileo “mide lo que puedas medir, y lo que no hazlo mensurable”. Y, otra, tomada de una de las cartas de Van Gogh a su hermano Theo: “Encuentra bello todo lo que puedas; la mayoría no encuentra nada suficientemente bello”

UN TEMA INQUIETANTE

La mayoría de los escritores suicidas anticipa su deseo en su obra. A veces le imponen una carga negativa la que le imponen la ley, la moral y la religión y en otras van al tema, alegremente. Alfonsina Storni, Sylvia Platt y Jack London, lo hicieron.

Dolor (Alfonsina Storni)

Quisiera esta tarde divina de octubre

pasear por la orilla lejana del mar;

que la arena de oro, y las aguas verdes,

y los cielos puros me vieran pasar.

Ser alta, soberbia, perfecta, quisiera,

como una romana, para concordar

con las grandes olas, y las rocas muertas

y las anchas playas que ciñen el mar.

Con el paso lento, y los ojos fríos

y la boca muda, dejarme llevar;

ver cómo se rompen las olas azules

contra los granitos y no parpadear;

ver cómo las aves rapaces se comen

los peces pequeños y no despertar;

pensar que pudieran las frágiles barcas

hundirse en las aguas y no suspirar;

ver que se adelanta, la garganta al aire,

el hombre más bello, no desear amar…

Perder la mirada, distraídamente,

perderla y que nunca la vuelva a encontrar:

y, figura erguida, entre cielo y playa,

sentirme el olvido perenne del mar.

ALFONSINA STORNI. (29 de mayo de 1892, Sala Capriasca, Capriasca, Suiza/ : 25 de octubre de 1938, Balneario La Perla, Mar del Plata, Argentina)

El jardín solariego (Sylvia Plath. )

Las fuentes resecas, las rosas terminan.
Incienso de muerte. Tu día se acerca.
Las peras engordan como Budas mínimos.
Una azul neblina, rémora del lago.

Y tú vas cruzando la hora de los peces,
los siglos altivos del cerdo:
dedo, testuz, pata
surgen de la sombra. La historia alimenta

esas derrotadas acanaladuras,
aquellas coronas de acanto,
y el cuervo apacigua su ropa.
Brezo hirsuto heredas, élitros de abeja,

dos suicidios, lobos penates,
horas negras. Estrellas duras
que amarilleando van ya cielo arriba.
La araña sobre su maroma

el lago cruza. Los gusanos
dejan sus sólitas estancias.
Las pequeñas aves convergen, convergen
con sus dones hacia difíciles lindes.

SYLVIA PLATH (Boston, 27 de octubre de 1932-Londres, 11 de febrero de 1963)

La muerte de Ligoun (Jack London)

“Sangre por sangre, rango por rango”.
Código Thlinket

—Escucha ahora cómo murió Ligoun…

El orador se detuvo en plena frase y me echó una mirada de entendimiento. Alcé la botella entre nuestros ojos y el fuego de la hoguera, indiqué con el pulgar hasta donde podía beber y se la pasé. Porque, ¿acaso no se trataba de Palitlum, el Bebedor? Me había contado varias historias y yo llevaba mucho tiempo esperando a que aquel escribiente sin escritos me hablase de todo lo relacionado con Ligoun, porque él, entre todos los seres vivos, era quien mejor lo sabía.

Echó hacia atrás la cabeza con un gruñido que enseguida se convirtió en un borboteo y la sombra de un torso humano, monstruoso bajo una enorme botella invertida, osciló y bailó sobre el ceño fruncido del risco que se alzaba a nuestra espalda. Palitlum apartó los labios del vidrio, hizo un ruido de succión tierno como un beso y miró con tristeza hacia la fantasmagórica bóveda celeste donde jugaba la tenue luz blanca de la aurora boreal del verano.

—Es extraño —dijo—. Frío como el agua y caliente como el fuego. Da fuerza al bebedor y también se la arrebata. Vuelve jóvenes a los viejos y viejos a los jóvenes. Al hombre cansado le da fuerzas para seguir y al descansado lo envuelve en el sueño. Mi hermano tenía el corazón de un conejo, pero bebió y mató en el acto a cuatro de sus enemigos. Mi padre era como un gran lobo y mostraba los dientes a todos los hombres, pero bebió y lo mataron por la espalda, mientras huía. Es muy extraño.

—Es Tres Estrellas, mejor que eso con lo que se envenenan los estómagos los de ahí abajo —respondí, haciendo un gesto con la mano que abarcaba el enorme abismo de negrura hasta la zona donde destellaban las hogueras encendidas en la playa, mucho más abajo, como diminutas llamaradas que aportaban proporción y realidad a la noche.

Palitlum suspiró y negó con la cabeza.

—Por eso estoy aquí contigo.

Y nos envolvió, a la botella y a mí, con una mirada que expresaba su sed desvergonzada con más elocuencia que las palabras.

—No —dije mientras acurrucaba la botella entre las piernas—, ahora habla de Ligoun. Del Tres Estrellas ya hablaremos después.

—Hay de sobra y no estoy cansado —imploró con el mayor de los descaros—. Pero si lo siento en los labios hablaré mejor de Ligoun y sus últimos días.

—Arrebata la fuerza al bebedor —me burlé— y envuelve en el sueño al hombre descansado.

—Eres prudente —replicó sin enfado y sin orgullo—. Como todos tus hermanos, eres prudente. Despiertos o durmiendo, el Tres Estrellas siempre va con vosotros, pero nunca os he visto beber demasiado o durante mucho tiempo. Y, mientras, os lleváis el oro oculto en nuestras montañas y los peces que nadan en nuestros mares. Y Palitlum y sus hermanos excavan el oro para vosotros, capturan los peces y se alegran cuando, en vuestra prudencia y sabiduría, consideráis adecuado que el Tres Estrellas moje nuestros labios.

—Estaba dispuesto a oír hablar de Ligoun —dije con impaciencia—. La noche mengua y mañana nos espera una jornada muy dura.

Bostecé e hice ademán de ponerme en pie, pero Palitlum enseguida mostró su ansiedad y empezó a decir con rapidez:

—Ligoun deseaba en su vejez que reinara la paz entre las tribus. De joven había sido el mejor guerrero y jefe de todos los jefes de las islas y los pasos. Luchaba todos los días. Tenía más cicatrices de marfil, plomo y hierro que cualquier otro hombre. Tuvo tres esposas y de cada una dos hijos, y los hijos, desde el mayor al más pequeño, murieron todos a su lado en la batalla. Inquieto como un grizzly osado, llegó hasta muy lejos: por el norte hasta Lnalaska y el mar poco profundo; por el sur hasta el archipiélago de la reina Carlota; sí, incluso se dice que fue con los kakes hasta el lejano estrecho de Puget y mató a vuestros hermanos en sus casas resguardadas.

“Pero, como digo, en su vejez buscaba la paz entre las tribus. No porque tuviese miedo o le gustase demasiado su rincón junto a la hoguera y la cacerola siempre llena, pues mataba con la astucia y la sed de sangre de los más fieros, entregaba su vientre a la hambruna con los más jóvenes y con los más resistentes se enfrentaba al recio mar y al duro camino; sino porque, debido a sus muchas hazañas y como castigo, un barco de guerra se lo llevó hasta tu país, hombre barbudo de Boston, y tardó muchos años en volver. Yo ya era algo más que un niño y algo menos que un joven. Como Ligoun no tenía hijos que lo acompañaran en su vejez, se ocupó de mí y, como había aprendido sabiduría y prudencia, me las transmitió.

“‘Luchar es bueno, Palitlum’, me dijo. No, Barbudo, porque en esos tiempos no me llamaban Palitlum, sino Olo, el Siempre Hambriento. La bebida vendría después. “Luchar es bueno, dijo Ligoun, pero también es una imprudencia. En el país del hombre de Boston, según vi con mis propios ojos, no suelen luchar entre ellos y por eso son fuertes. Y gracias a esa fuerza se enfrentan a nosotros en las islas y los pasos, que ante ellos somos como el humo de una hoguera o la bruma. Por eso digo que luchar es bueno, muy bueno, pero también es una imprudencia”.

“Así, aunque siempre había sido el mejor guerrero, Ligoun elevó su voz como nunca en favor de la paz. Y cuando fue muy viejo celebró un potlatch, ya que era el más grande de los jefes y el más rico de los hombres. En la orilla del río se alineaban quinientas canoas y en cada una llegaron no menos de diez hombres y mujeres. Acudieron ocho tribus, desde el más anciano y principal al último bebé recién nacido. También había gentes de tribus muy lejanas, grandes viajeros y buscadores que habían oído hablar del potlatch de Ligoun. Con su carne y su bebida todos llenaron las barrigas durante siete días seguidos. Les regaló ocho mil mantas y lo sé bien porque ¿quién, sino yo, llevaba la cuenta y repartía según el grado y el rango? Al final Ligoun era un hombre pobre, pero su nombre estaba en boca de todos y otros jefes apretaron los dientes con envidia al ver lo grande que era.

“Debido al peso que tenían sus palabras aconsejaba la paz y viajaba, para defender la paz, a todo potlatch, festín y reunión tribal que se celebrase. Así fue como viajamos juntos, Ligoun y yo, al gran festín que celebró Niblack, el jefe de los indios del río Skoot, que no está lejos del río Stickeen. Eso fue en los últimos días, Ligoun era muy viejo y tenía la muerte muy cerca. Tosía con el frío y el humo de las hogueras y a menudo sangraba por la boca, por lo que esperábamos que muriese pronto.

“‘No’, dijo una de esas veces, ‘sería mejor morir cuando la sangre se pega al cuchillo, se oye el ruido de los metales al chocar, huele a pólvora y los hombres gritan por el frío del hierro y la velocidad del plomo’. Ya lo ves, Barbudo, su corazón aún guardaba fuerzas para la batalla.

“Hay mucha distancia desde la región chilkat a la de los skoots y pasamos muchos días en las canoas. Mientras los hombres se ocupaban de los remos, yo me sentaba a los pies de Ligoun y recibía su Ley. Sé que no necesito explicarte lo que es la Ley, Barbudo, porque eres experto en ella. Sin embargo, yo hablo de la Ley de sangre por sangre, rango por rango. Ligoun profundizó más en el tema al decirme: “Debes saber, Olo, que no hay honor en matar a un hombre inferior a ti. Siempre has de matar a quien sea más grande que tú y entonces tu honor irá de acuerdo con su grandeza. Pero si matas a alguien inferior la deshonra caerá sobre ti y hasta las mujeres podrán despreciarte. Como he dicho, la paz es buena; pero recuerda, Olo, si debes matar, mata según la Ley”.

“Es la costumbre del pueblo thlinket —explicó Palitlum con aire de disculpa.

Recordé a los pistoleros y hombres malos del oeste de mi país, por lo que la costumbre del pueblo thlinket no me dejó perplejo.

—Por fin —continuó Palitlum— llegamos al poblado del jefe Niblack y los skoots. La fiesta fue casi tan grande como el potlatch de Ligoun. De los chilkats estábamos nosotros y también había gente de los sitkas y los stickeenes, que son vecinos de los skoots, y los wrangelles y hoonahs. Había sundownes y tahkos de Port Houghton, y sus vecinos los awks de Douglass Channel; la gente del río Naas y los tongas del Norte de Dixon, y los kakes que procedían de la isla de Kupreanof. Luego estaban los siwashs de Vancouver, los cassiares de las montañas del oro, teslines e incluso sticks de territorio Yukón.

“Era un grupo imponente. Pero antes debían reunirse los jefes con Niblack para ahogar en kvas cualquier enemistad. Los rusos nos habían enseñado a hacer kvas, según me contó mi padre. Mi padre, a quien se lo había dicho su padre. Pero Niblack había añadido muchas cosas a su kvas, como azúcar, harina, manzanas secas y lúpulo, de manera que era una bebida de hombres, fuerte y buena. No tanto como el Tres Estrellas, Barbudo, pero era buena.

“Esa fiesta de kvas era para los jefes, solo para ellos, alrededor de veinte. Pero como Ligoun era muy viejo y muy importante se le concedió que yo lo acompañase para que se apoyara en mi hombro y lo ayudase a sentarse y levantarse. Según la costumbre, cada jefe depositó su lanza, rifle o cuchillo en la puerta de la casa de Niblack, que era muy grande y estaba hecha con troncos. Porque como ya sabes, Barbudo, la bebida fuerte estimula y despierta los odios, y la cabeza y la mano se apresuran a actuar. Pero me fijé en que Ligoun llevaba dos cuchillos: uno lo dejó fuera y el otro iba oculto bajo su manta, al alcance de la mano. Los demás jefes hicieron lo mismo y a mí me preocupaba lo que pudiese ocurrir.

“Los jefes se sentaban formando un gran círculo alrededor de la habitación. Yo estaba de pie junto al codo de Ligoun. En medio se encontraba el barril de kvas y a su lado un esclavo que serviría la bebida. Antes Niblack habló de amistad con buenas palabras. Luego hizo un gesto y el esclavo sacó una calabaza llena de kvas y se la pasó a Ligoun, según era debido porque él ocupaba el rango más alto.

“Ligoun bebió hasta la última gota y yo le presté mi fuerza para ponerse de pie y hacer un discurso, como correspondía. Dirigió palabras amables a todas las tribus, alabó la grandeza de Niblack por celebrar semejante festín, aconsejó la paz según su costumbre y al final dijo que el kvas estaba muy bueno.

“Después bebió Niblack, ya que ocupaba el rango inmediatamente inferior a Ligoun, y tras él los demás jefes, en orden según su jerarquía. Todos hablaron de amistad y dijeron que el kvas era bueno, hasta que al final todos habían bebido. ¿He dicho todos? No, todos no, Barbudo. Porque el último era un hombre delgado y gatuno, de rostro joven y mirada despierta y audaz, que bebió con gesto sombrío, escupió al suelo y no dijo ni una palabra.

“No decir que el kvas estaba bueno era un insulto; escupir al suelo era peor que un insulto. Y precisamente eso fue lo que hizo. Lo único que se sabía de él es que era el jefe de los sticks del Yukón.

“Como he dicho, era un insulto. Pero ten en cuenta una cosa, Barbudo: no era un insulto hacia Niblack, quien celebraba la fiesta, sino hacia el hombre de rango más alto que ocupaba aquel círculo. Y ese era Ligoun. Se hizo el silencio. Todos lo miraban para ver qué hacía. No se movió. Sus labios marchitos no temblaron para hablar; tampoco se estremeció su nariz ni se le cerraron los párpados. Pero yo vi que estaba pálido y gris, como los ancianos en las peores mañanas de hambruna, cuando las mujeres se lamentan y los niños gimen y no hay carne a la vista ni rastro de ella. Ligoun tenía el aspecto de esos ancianos.

“No se oía sonido alguno. Eran como un círculo de muertos, excepto porque cada jefe tanteaba bajo la manta para asegurarse y miraba a derecha e izquierda a sus vecinos para adivinar sus intenciones. Yo era un muchacho y había visto pocas cosas, pero supe que aquel momento era de esos que ocurren una vez en la vida.

“El jefe stick se puso de pie, mientras todas las miradas se fijaban en él, y cruzó la habitación hasta detenerse frente a Ligoun.

“—Soy Opitsah, el Cuchillo —dijo.

“Ligoun no dijo nada, ni lo miró, y continuó mirando al suelo sin pestañear.

“—Tú eres Ligoun —dijo Opitsah—. Has matado a muchos hombres. Yo sigo vivo.

“Ligoun continuó en silencio, aunque me hizo una señal y con mi fuerza lo ayudé a levantarse. Era como un pino viejo, desnudo y gris, pero aún capaz de afrontar el frío y las tormentas. Permanecía impasible y parecía no ver a Opitsah, tal y como antes no lo había oído.

“Opitsah estaba loco de ira y bailaba ante él con las piernas rígidas, como hacen los hombres cuando quieren deshonrar a otro. Además, cantaba una canción que hablaba de su propia grandeza y la de su pueblo, llena de malas palabras hacia los chilkats y Ligoun. Mientras bailaba y cantaba, Opitsah se despojó de la manta y con su cuchillo trazó círculos brillantes frente al rostro de Ligoun. La canción que cantaba era La canción del cuchillo.

“No se oía nada más, solo el canto de Opitsah, ya que los jefes del círculo parecían muertos, excepto porque los destellos del cuchillo parecían encender llamaradas en sus ojos. Ligoun tampoco se movía. Aunque sabía que iba a morir no tenía miedo. El cuchillo cantaba cada vez más cerca de su cara, pero él seguía impasible, sin balancearse a derecha o izquierda o moverse de alguna otra forma.

“Opitsah apretó el cuchillo dos veces contra la frente de Ligoun y manó la sangre. Entonces Ligoun me hizo la seña para que soportara su cuerpo con mi juventud y le permitiera andar. Se rio con gran desprecio ante el rostro de Opitsah, el Cuchillo, y luego lo apartó a un lado, como se aparta una rama baja en el camino para seguir avanzando.

“Supe lo que ocurría y lo comprendí, porque si mataba a Opitsah ante aquella veintena de jefes superiores solo lograría la deshonra. Recordé la Ley y supe que Ligoun tenía en mente matar según la ley. ¿Y qué otro jefe ocupaba el rango más alto, además de él mismo? Niblack. Hacia Niblack caminaba, apoyado en mi brazo. Pegado al otro brazo y atacando sin parar, llevaba a Opitsah, demasiado inferior para manchar con su sangre las manos de un hombre tan importante. Y aunque el cuchillo de Opitsah se clavaba una y otra vez, Ligoun no lo notaba ni dejaba entrever una mueca de dolor. De esta forma los tres cruzamos la habitación, mientras Niblack permanecía sentado sobre su manta, temeroso de nuestra llegada.

“En ese momento los viejos rencores se avivaron y se recordaron los odios olvidados. Un hermano de Lamuk, un kake, se había ahogado en las aguas malas del río Stickeen y los stickeenes no habían pagado con mantas la culpa de sus aguas malas, como mandaba la costumbre. Así que Lamuk hundió su cuchillo largo en el corazón de Klok-Kutz, el jefe stickeen. Katchahook recordó una pelea entre el pueblo del río Naas y los tongas del norte de Dixon, de modo que mató al jefe de los tongas con una pistola que hizo mucho ruido. La sed de sangre se apoderó de todos los que ocupaban el círculo y los jefes se mataban entre ellos. También apuñalaban y disparaban a Ligoun, porque quien lo matase ganaría grandes honores y su hazaña nunca sería olvidada. Lo rodeaban como los lobos rodean a un alce, aunque eran tantos que se molestaban los unos a los otros y se mataban entre ellos para hacer sitio. La confusión era enorme.

“Pero Ligoun avanzaba despacio, sin prisa, como si aún le quedaran muchos años de vida por delante. Parecía seguro de poder matar a su manera antes de que lo matasen a él. Como ya dije, se movía despacio mientras los cuchillos lo alcanzaban, por lo que iba cubierto de sangre. Y aunque nadie me buscaba a mí, que solo era un muchacho, los cuchillos me encontraban y las balas me quemaban al rozarme. Pero Ligoun continuaba apoyando su peso en mi juventud mientras Opitsah lo acuchillaba y los tres avanzábamos. Cuando llegamos junto a Niblack, este tuvo miedo y se cubrió la cabeza con la manta. Los skoots siempre han sido unos cobardes.

“Goolzug y Kadishan, uno pescador y otro cazador, se enzarzaron para defender el honor de sus tribus. Tal era su ira y tanto se movían que acabaron tropezando contra las rodillas de Opitsah, quien cayó al suelo y resultó pisoteado. Un cuchillo cruzó el aire silbando y se hundió en la garganta de Skulpin, jefe de los sitkas, que empezó a mover los brazos a ciegas mientras se tambaleaba y me arrastró con él en la caída.

“Desde el suelo vi a Ligoun inclinarse sobre Niblack, apartar la manta que le cubría la cabeza y obligarle a levantar el rostro hacia la luz. Ligoun no tenía prisa. Cegado por su propia sangre, se limpió los ojos con el dorso de la mano para poder ver y asegurarse de lo que hacía. Cuando no tuvo dudas de que el rostro que lo miraba era el de Niblack, hundió el cuchillo en su cuello como quien lo clava en el pescuezo de un ciervo tembloroso. Luego Ligoun se enderezó y empezó a cantar su cántico de la muerte mientras se balanceaba hacia delante y hacia atrás. Skulpin, que me había hecho caer, disparó desde donde se encontraba y Ligoun se derrumbó como un viejo pino que cae ante la fuerza del viento.

Palitlum guardó silencio. Sus ojos reflejaban malhumor y se concentraban en la hoguera; la sangre oscurecía sus mejillas.

—¿Y tú, Palitlum? —pregunté—. ¿Y tú?

—¿Yo? Yo recordé la Ley y maté a Opitsah, el Cuchillo, lo que estuvo bien hecho. Luego arranqué el cuchillo de Ligoun del cuello de Niblack y maté a Skulpin, que me había hecho caer. Como no era más que un muchacho, podía matar a cualquier hombre sin deshonrarme. Además, al haber muerto Ligoun, ya no necesitaba de mi juventud, por lo que ataqué a mi alrededor con su cuchillo y elegí al jefe de mayor rango de los que quedaban.

Palitlum tanteó bajo su camisa y sacó una funda adornada con abalorios, de la funda extrajo un cuchillo. Era de forjado casero y toscamente elaborado a partir de una sierra tronzadera; un cuchillo de esos que es fácil encontrar en posesión de los ancianos de cientos de aldeas de Alaska.

—¿Es el cuchillo de Ligoun? —pregunté y Palitlum asintió—. Por el cuchillo de Ligoun te daré diez botellas de Tres Estrellas —añadí.

Pero Palitlum me dedicó una mirada lenta.

—Barbudo, soy débil como el agua y fácil como una mujer. He ensuciado mi estómago con kvas, alcohol casero y Tres Estrellas. Tengo los ojos embotados, mis oídos han perdido agudeza y mi fuerza se ha convertido en grasa. Ahora ya no tengo honor y me llaman Palitlum, el Bebedor. Sin embargo, me llevé los honores en el potlatch de Niblack, el skoot, y valoro mucho ese recuerdo y el recuerdo de Ligoun. No, aunque convirtieras el mar entero en Tres Estrellas y me lo ofrecieras a cambio del cuchillo, seguiría conservando el cuchillo. ¡Ahora soy Palitlum, el Bebedor, pero antes fui Olo, el Siempre Hambriento, quien mantuvo en pie a Ligoun con su juventud!

—Eres un gran hombre, Palitlum —dije—. Yo te honro y respeto.

Palitlum alargó la mano.

—Ese Tres Estrellas que guardas entre las piernas es mío por el relato que te he contado —dijo.

Y mientras yo miraba hacia el ceño fruncido del risco a nuestras espaldas, vi la sombra de un torso humano, monstruoso bajo una enorme botella invertida.

JACK LONDON (12 de enero de 1876, San Francisco, California, Estados Unidos/ 22 de noviembre de 1916, Glen Ellen, California, Estados Unidos)