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Elecciones 2021: pasiones tristes

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Obra de Ajubel

Por Leonardo Eiff

“Porque en nuestros días, la tendencia a la justicia y a la verdad se considera algo que responde a un punto de vista personal”

Simone Weil 

La campaña electoral y las elecciones primarias que se avecinan en Argentina transcurren enmarañadas en un ovillo de paradojas: la fogosidad agonista de los discursos contrasta con la apatía ciudadana, las cada vez más proliferantes hipótesis de corrosión democrática contrastan con un sistema político equilibrado, casi el sueño por fin cumplido de la politología vernácula, que remeda en forma de coaliciones la capacidad representacional de los partidos (radical y justicialista) en las décadas del 80 y 90,  y se añade a la ya tradicional alta participación electoral y al extendido consenso sobre los mecanismos legítimos para acceder al poder, que impiden, desde el 83 a la fecha, cualquier atisbo de retorno de la violencia política. Sin embargo, avanzan, al mismo tiempo, por la banquina de los “datos duros” de la democracia argentina, enunciados, tesis, conjeturas, que advierten sobre el crecimiento de las tendencias autoritarias, contenidas en los núcleos decisivos de las coaliciones principales o en outsider que amenazan, combinando astutamente simpatía y familiaridad con lo siniestro, con hacer estallar los últimos reductos de valores compartidos. Se teme (se “teoriza” el temor), entonces, que la estructural apatía política que domina los afectos de las sociedades postmodernas oficie de aliciente, una suerte de piso sentimental, para la ventura de experimentos autoritarios, que vendrían a actualizar un filón profundo de la historia política nacional: la negación de la legitimidad democrática del grupo, partido o coalición, contrario, que, gracias a ello, justifica su eliminación en nombre de la preservación “democrática”. Tomski, líder de los sindicatos soviéticos, lo formuló perfectamente: “un partido en el poder; los demás, en la cárcel”.

No creo que estemos en una situación semejante, no porque no exista esa propensión, ni porque optemos por la prudencia frente al profetismo, si no porque los vectores del poder en la Argentina carecen de potencia histórica. Algunos lo atribuyen, con demasiada facilidad, a la vigencia del “empate hegemónico”; por el contrario –pues además “hegemonía” indica vigor, plasmación historia de fuerzas– considero que el elemento nodal es la impotencia; la incapacidad de generar poder en el sentido de forjar comunidad, un vivir juntos. En el territorio de la impotencia reinan las pasiones tristes.

En este sentido, los habituales señalamientos sobre el discurrir de la campaña en torno a la “ausencia de propuesta”, “discursos vacíos”, “empobrecimientos de la lengua política”, “infantilización del electorado”, “los énfasis en las nimiedades y las gracias de los candidatos en ronda electoral”, son lugares comunes que denuncian otros lugares comunes.

La escena electoral no es más que un emergente, casi banal, de un drama de mayor calado, anterior incluso al mentado “dos modelos de país enfrentados” (una moralina que procura cristalizar autopercepciones), cuyo blasón es la pobreza de la lengua pública: el agotamiento irremediable de la utopía alfonsinista de la democracia.

No el fin de la democracia (como método, forma o procedimiento) sino el de sus componentes utópicos movilizadores; sus promesas. La cifra de la época es una agonía (una intemperie sin fin), cuya referencia empírica acaso sea la creciente incapacidad de los últimos gobiernos para siquiera administrar la ilusión de un orden medianamente perdurable, para nada concluyente, pero que inunda el paisaje de la política y sus análisis de borrascas. Podemos ratificarlo, además, en la manifiesta ineptitud, que imputo a la escasez de energía disponible en las fuerzas sociales actuantes antes que a la aridez de la pugna política o a la torpeza de los liderazgos –aunque este último elemento, notorio, es un indicador que habitamos menos un tiempo del desprecio que chapucero– para convertir los estragos de la pandemia en proyectos de transformación de las desvencijadas estructuras morales y materiales de la sociedad.

La coincidencia de la pandemia, que generalizó la precariedad de la vida, y una campaña que solo revela la crisis generalizada de la lengua política, merece, al menos, una pregunta medular: ¿Cuáles son los vínculos entre el pluralismo competitivo en el campo político, el pluralismo social y valorativo, y el ahondamiento de la desigualdad económico-social que consolidó una población marginal?

La respuesta convencional atribuye el vínculo a las fallas de la democracia –por lo general cargando las responsabilidades en el tipo de elites que fraguó el entrelazo entre la recurrencia electoral y tradiciones políticas de larga data– y atisba soluciones en el plano de las mejoras y las profundizaciones, cifradas en la ampliación de derechos con algún reenvío, aquí las razones varían demasiado, al desarrollo económico como argamasa material de los derechos. La forma democrática logró congeniar, como ningún otro régimen, la autonomía y la coacción. Pero en nuestro contexto vale indagar, ya no la remanida crisis de representación cuya condición de posibilidad, la consagración electoral, tiene como correlato la ceguera ante la desigualdad económico-social, si no los márgenes simbólicos de legitimidad de la coacción legal-estatal (la producción de un orden). En otros términos, la tarea política urgente de nuestra época es darle sentido al final que se aproxima. Para ello, propongo una premisa: engañarse lo menos posible. Es decir: evitar apasionarse con los propios prejuicios. Buscar en lo que resta de nosotros mismos, sin esperar nada de nadie, entre razonamientos aporéticos y una incurable angustia por la fallida constitución política del país, la potencia capaz de alojar otra forma de vida.