La campaña electoral y las elecciones primarias que se avecinan en Argentina transcurren enmarañadas en un ovillo de paradojas: la fogosidad agonista de los discursos contrasta con la apatía ciudadana, las cada vez más proliferantes hipótesis de corrosión democrática contrastan con un sistema político equilibrado, casi el sueño por fin cumplido de la politología vernácula, que remeda en forma de coaliciones la capacidad representacional de los partidos (radical y justicialista) en las décadas del 80 y 90, y se añade a la ya tradicional alta participación electoral y al extendido consenso sobre los mecanismos legítimos para acceder al poder, que impiden, desde el 83 a la fecha, cualquier atisbo de retorno de la violencia política. Sin embargo, avanzan, al mismo tiempo, por la banquina de los “datos duros” de la democracia argentina, enunciados, tesis, conjeturas, que advierten sobre el crecimiento de las tendencias autoritarias, contenidas en los núcleos decisivos de las coaliciones principales o en outsider que amenazan, combinando astutamente simpatía y familiaridad con lo siniestro, con hacer estallar los últimos reductos de valores compartidos. Se teme (se “teoriza” el temor), entonces, que la estructural apatía política que domina los afectos de las sociedades postmodernas oficie de aliciente, una suerte de piso sentimental, para la ventura de experimentos autoritarios, que vendrían a actualizar un filón profundo de la historia política nacional: la negación de la legitimidad democrática del grupo, partido o coalición, contrario, que, gracias a ello, justifica su eliminación en nombre de la preservación “democrática”. Tomski, líder de los sindicatos soviéticos, lo formuló perfectamente: “un partido en el poder; los demás, en la cárcel”.