Durante una hora y media, lo que se ve no es solo un proceso de desplazamiento, de desmantelaje de hierros, galpones y maquinaria que parece vetusta. Lo que se intuye es el recentramiento del proceso económico global, de Occidente a Oriente, en la muestra de las relaciones no siempre amigables de trabajadores con culturas muy diversas, la de chinos y alemanes. Los alemanes, neuróticos de sus formas de precisión y seguridad: se ríen de los enchufes que los chinos inventan y que les parecen “creativos”, en una despectiva manera de interesarse por lo que los demás parecen hacer con alambres y que, sin embargo, funciona. Se ufanan de la falta de cuidado en el uso de las escaleras (uno tira incluso una escalera, para mostrarle a los chinos que no van a bajar más del techo, si no la aseguran bien la próxima vez). Se impresionan de la capacidad de trabajo descomunal de ese contingente precarizado, que vive, festeja y cuenta poquísimos euros, al final de esos meses de yugo. Con el tiempo, los chinos hablan alemán, cada vez mejor. Cada vez con más sutileza. Hasta se defienden de los prejuicios: no son tontos, dice uno, hacen este desmontaje desde hace décadas. Décadas. Con sus propios métodos.