Si existe algo sagrado es la amistad. Ni parejas, ni hermanos, ni vecinos merecen la entrega absoluta que damos a nuestros amigos. Por algo los elegimos: para agobiarlos con nuestro amor. Voy a referirme al caso que más conozco que es el de la amistad de las mujeres hacia sus congéneres. La de los hombres entre ellos la conozco poco y la de mujeres y hombres dicen que no existe y no tengo ganas de meterme en las aguas de ese análisis justo ahora, cuando creía que me había conseguido algunos amigos. Una amiga de verdad es más que otro yo. Mucho más. A nosotras mismas nos jugamos malas pasadas, nos boicoteamos, nos hacemos pasar ratos de mierda casi a sabiendas. A una amiga, jamás. La amiga es un ser para el cual estamos siempre disponibles y deseosas de ayudar. No hace falta enumerar la cantidad de veces o de situaciones en las que la acompañamos: pena, alegría, angustia, divorcio, viudez, hijos pequeños, hijos adolescentes, hijos grandes, hijos de puta, problemas de salud, depresiones, falta de dinero, falta de trabajo, falta de regla, exceso de trabajo, soledad, enclaustramiento, problemas de identidad, cambio de sexo, adicciones y así, hasta que se nos acabe el aire. Todo eso está descontado. Me refiero más bien a los favores que les hacemos (y que les pedimos, porque las ocurrentes no son sólo ellas)
A esas situaciones en las que de repente nos vemos envueltas y en las que nos querríamos matar si no fuera porque estamos abrazando una causa tan noble como lo es el sostener una amistad, porque la amistad no se sostiene así nomás, con cafecitos en bares ni cenitas ligeras de “Ladies Nights”. Las amistades se sostienen haciéndote pasar por una clienta que busca departamento para espiar la casa de quien sospechamos es la amante de su marido o yendo a animarla en sus primeros trabajos como narradora de cuentos, en un pub de un barrio al que hay que ir con chaleco antibalas y un sicario que te defienda.
Mis amigas me han impulsado a hacer cosas que ni tenía pensadas: he sido su hámster de laboratorio en asuntos íntimos y delicadísimos, y no sólo una vez, sino dos, porque lo que se da a una no se le puede negar a la otra. Les he permitido meterse en mi mente y jugar con mis emociones… justo yo, tan poco dada a exponerme. Una y otra son astrólogas y una y otra – que en este caso nombraré de esa manera: Una y Otra – quisieron ser Counselors (o Coach que todavía no sé bien si es lo mismo, pero, la verdad, mucho no me importa) y necesitaron hacer unos encuentros de práctica para presentar ante sus docentes, completar su formación y obtener sus licencias para atender. (Miedo) Una es inglesa y Otra es argentina. Una y Otra me tuvieron a su merced y bajo sus normas. Yo debía exponer una problemática angustiante que no pudiera resolver, y con su orientación encontrar la mejor manera de salir de mi laberinto. Conociéndome, me pidieron que por favor no inventara un conflicto, sino que buceara en mi alma buscando algo que realmente me costara superar, lo cual era mucho más aburrido que las primeras ideas fantasiosas que me llegaron a la cabeza. El caso que traté con Una tuvo su cuota extra de glamour porque tuvimos que resolverlo en dos sesiones en mis vacaciones en Londres. El primer día, lo hicimos entre rollitos primavera y chau fan barato en un restaurante chino y malo de Shoreditch (que ya es mucho decir). El segundo, ya más relajadas y comprendiendo de qué iba la cosa, completamos las sesiones en un pub de Maidenhead, en las afueras de Londres, donde no sé si el ambiente era muy propicio para concentrarnos: pasaban las cinco de la tarde y algunos parroquianos empezaban a elevar la voz, a cantar y a tirar dardos para cualquier lado. Nos ubicamos en una esquina, junto a una pareja en la que ella se había sacado el zapato para que él le masajeara los deditos del pie. Una, imbuida de sus métodos terapéuticos, pretendía que yo hiciera una especie de “rol playing” allí mismo a lo que me negué rotundamente por vergüenza y porque a ver si esos ingleses me llevaban presa por destapar tanto sentimiento en público. Terminado el trabajo y los testimonios, Una me depositó en mi hotel convencida de que mi problema había desaparecido mientras yo me lamentaba por haber despilfarrado horas y horas de visitas a museos y galerías de arte que era lo que había planeado.
Otra me citó en un PH de Palermo que olía a casa de profesora de matemática. Yo llevaba mi problema estudiado, pensando más que en curarlo, en ayudarla a ella a lucirse frente a su tutora que observaría la sesión. Era una cosa bastante simple que, para mi sorpresa, desembocó en una irrefrenable catarata de llanto. Pero, cosa también curiosa, al mismo tiempo que me soplaba la nariz con cientos de Kleenex que iba arrancando de una caja forrada con un tejido al crochet, pensaba, en medio de mi desconcierto, que eso de conmoverme y llorar significaría que mi amiga sabía cómo acceder a los meollos del alma de sus víctimas y eso supondría un éxito sin precedentes en las enseñanzas de la CACA (Coaching Argentino Cientific Association). Atribulada y confusa me retiré a los cuarenta y cinco minutos. Salí a la calle y me dirigí a un barcito a esperar a Otra, tal como habíamos quedado. Antes de que llegase, aproveché para llamar a la secretaria de mi terapeuta y pedirle turnos. Si, “turnos”, tres seguidos.