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Luis Mey: La originalidad no existe

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Por Valeria S. Groisman

Luis Mey (Buenos Aires, 1979) escribe que escribe, y lo hace desde los quince o los dieciséis años. La mayor parte de su vida la dedicó a leer y a escribir. También a recomendar lecturas, vender libros y hacerle el aguante literario a los amigos (o amigos de amigos o amigos de amigos de amigos) que entregan su cuerpo al sedentarismo y sucumben al calambre, todo en honor al texto propio.  

Tanto como se habrá de acalambrar él mismo, que de tanto apretar el teclado ni sumando los dedos de las manos y de los pies llega a contar su obra completa. Mey publicó Las garras del niño inútil (2010), Brujas de Carupá (2019), En verdad quiero verte, pero llevará mucho tiempo (2014), La pregunta de mi madre (2014), Diario de un librero (2015), Los abandonados (2016), Cada día canta mejor (2022), Tiene que ver con la furia (2012), Los pájaros de la tristeza (2017), El pasado del cielo (2015), Macumba (2014) y estoy segura de que me olvido más de uno. Su último libro es Curabichera (La Crujía, 2024), una novela de amor y terror que transcurre en el Conurbano y cuyo protagonista es un escritor que se redescubre a sí mismo mientras escribe una historia de lo más truculenta. 

Podríamos llamarlo autor prolífico y lo haríamos con el respaldo de la evidencia, pero que la prolificidad no sea en nombre de la cantidad, sino de un par de imágenes logradas que quiebren al lector por dentro (en el bueno o en el malo sentido, pero que lo zamarree), amén. Que el resto (la cantidad) descanse en el eterno resplandor del ensayo y el error. Porque para Mey, “casi todo lo que uno escriba se tiene que publicar en el tacho de basura” y “no hay publicación posible sin práctica”.

La conversación con Mey se fue construyendo a través de un intercambio de mensajes de Whatsapp (las bondades de la tecnología) y dejó un sinfín de ideas precisas y preciosas. Pase usted y lea.

Hoy te busqué en Google y me encontré con dos datos que me llamaron la atención. El primero: Google te define como «artista visual» (supongo que ahí hay un error, o me perdí toda una arista tuya). El segundo: llevás escritas más de cuarenta novelas. ¿Es cierto?

El primero es un error, al menos hasta que mi daltonismo sirva para algo, y como amo el cine viejo o todo lo viejo, mi visión en casi blanco y negro puede resultar útil si acaso el mundo sigue su sincero retraso. Las novelas, por otro lado, ya son muchas más. Google, como futuro, ya es pasado. Phillip Roth contaba una anécdota hermosa al respecto. Decía que cuando vio en Wikipedia que cierto dato sobre su vida o su obra estaba mal, les escribió al mejor estilo “soy Phillip Roth y vi que en su plataforma…” y siguió y explicó lo que había que hacer y hasta le puso membrete de su fundación y qué sé yo; no obstante, desde Wikipedia le respondieron: “Lo sentimos mucho, usted no es fuente fidedigna”. Y si escribí muchas novelas es, precisamente, para mantener un buen número de ellas lejos de los errores del futuro, de las aclaraciones con la IA de Wikipedia. Casi todo es práctica. No hay publicación posible sin práctica. Casi todo lo que uno escriba se tiene que publicar en el tacho de basura.

Si eso es practicar, practicás mucho. Explicame cómo, de dónde sacás el tiempo.

Y no sé cómo, o no tengo respuestas superiores u ontológicas, o tal vez sí, o tal vez no sean respuestas sino reacciones musculares, pero no retóricas, o entonces sí: encogiéndome de hombros, te digo que simplemente sucede. Escribo un poco cada día, día por medio. Sucede sobre todo si encontraste una cosa muy poderosa y te animás a contarla desde diferentes puntos de vista o perspectivas o tiempos y lugares y géneros (digo los del cuerpo humano, no los del cuerpo libro), si acaso existen.

En tu Instagram publicás una serie de consejos para escribir. De hecho, acompañás en sus procesos de trabajo a personas que quieren escribir o ya escriben. ¿Cómo es eso?

En realidad me hice tallerista bastante después de publicar novelas. Yo era librero, que paga muy mal, y agota a cierta edad (por cuestiones físicas, no espirituales), y me preguntaban mucho por talleres, hasta que una amiga me pidió ayuda con su texto y me tiré de cabeza como amigo, y el texto tuvo cierto éxito. Después otro amigo que no sabía cómo empezar ni cómo cerrar ni cómo desarrollar, pero la idea le funcionaba, y después este amigo trajo un amigo que no era amigo mío y me insistió en pagar y así llegué a sentarme todo el día con textos de otros. Al principio hasta sábados y domingos, porque dejé el trabajo de librero y la culpa de trabajar por cuenta propia es avasallante, pero casi siempre fui feliz con eso, salvo excepciones, desde ya, y sentía que podía aportar un empujón para que arranquen y para que sigan.

¿Fue cambiando tu papel de tallerista a medida que fuiste publicando tus libros?

Cambia siempre, cada día; porque no encaro los talleres siendo quien fui siempre, sino con el que lee algo nuevo, el que aprende algo nuevo, algo que había esquivado toda su vida y de repente no; ese sujeto que antes citaba a Borges en ciertos dramas hoy lo recomiendo durante el desarrollo de ciertas comedias.

¿Qué no debe hacer un buen tallerista?

El tallerista, sospecho, tiene sus deberes de no hacer: uno, fundamental, o eso creo yo, es simplificar y corregir el texto de un alumno al posible estilo de uno para no pensar tanto, o no leer algo necesario para el texto de ese otro. En el raid puede que uno directamente le escriba encima e intervenga sin escuchar los problemas que presenta cierta cuestión del texto ajeno. Guillermo Martínez dice que un escritor puede tardar veinte años en forjarse; no olvidar nunca esa paciencia para llegar a la afinación precisa de ese otro, no siempre la de uno.

Existe el prejuicio de que los «libros escritos en taller» son libros escritos a muchas manos. ¿Qué pensás de esta idea?

Se me viene la imagen de cierto Hemingway escribiendo con dos dedos, pero no creo que haya menos de doce mil manos en cada texto. Visto en dos dimensiones, sí, el texto puede tener las manos del quien escribe y de quien colabora o guía. Pero toda la cultura asiste (toda la historia, las ciencias, los conocimientos que tenemos por simple contacto ordinario, aunque en otros tiempos hubiesen sido imposibles o intocables o juzgados con posible horca) a la escritura de cada texto. Por eso la originalidad como se sospecha no existe; como lo nuevo, lo absoluto, la cosa alienígena. No son más que sutiles cambios, ínfimos, a lo que se hizo en cada lugar, incluso cuando el lugar se llamaba de otro modo.

Hablemos de tu escritura. ¿Qué fue lo primero que escribiste? ¿Escribías mientras trabajabas como librero o la escritura llegó después?

Escribo queriendo sentarme a escribir todos los días –y lo hice durante mucho tiempo– desde los catorce años. A los quince ya tenía una rutina estricta de lectura y escritura, siempre de noche, tarde, porque igual tenía insomnio desde mucho antes que la escritura. Te contesto esto y juro que en la radio de internet que escucho suena la canción de El día de la marmota, la película que nos enseñó a hacer del día algo nuevo porque, de lo contrario, siempre es el mismo día. Y algo así pasó desde aquel tiempo: una rutina que sostenga la búsqueda de pequeños giros. En algún momento llegó el librero, pero por necesidad laboral que, sin embargo, se hizo también oficio, y lo amé profundamente, pero es difícil conciliar ese amor por los libros en lugares que, además de su faceta cultural, también son, y por suerte es así, negocios. A veces me llevaba bien con ambas caras, a veces con ninguna. Salía y me iba a estudiar o a escribir, y escribir no tiene nada que ver con ese proceso inmediato de gestión de cultura y negocio. Podés estar escribiendo tu tercera novela y que de repente, porque eso me pasó una vez, la moneda es una y de repente te madrugás un patacón o te pagan el sueldo con ticket canasta. Desde ya que esa novela, por cierto, quedó estrictamente inédita.

Muchos escritores tienen estilos o temáticas asociadas a distintas épocas de trabajo. ¿Podrías identificar períodos con marcas particulares a lo largo de tu obra? ¿Hay algo de todo eso que permanezca inalterable? ¿Una voz, un tono, un ritmo que a esta altura sientas muy tuyo?

Bueno, sí, no me salteo las influencias de los tiempos ni de los trabajos ni de los amores, ni mucho menos las de mis amigos, que me mantienen alcoholizado para que haga el ridículo y los divierta un rato durante las juntadas, pero debo decir que hasta me atraen esas influencias, los controles del Leviatán, esa cosa que pasa y te cambia, nos cambia a todos, a unos para un lado, a otros para el otro. No obstante, estrictamente hablando de trabajo, como hace más de diez años que doy taller literario en casa –siempre individual, aunque sospecho que volveré al grupal en algún momento, culpa tal vez de esta pregunta–, veo que las oraciones se extendieron, la descripciones parecen más lentas, un ojo más filoso, un cuerpo cansado; y no sé si es el trabajo o los años, porque si bien a mi edad todavía te pueden llamar autor joven –y estoy de acuerdo, al menos desde la parte del autor– el cuerpo ya me avisó que no voy a jugar nunca en primera. Y sí, las voces también cambian, aunque no sé si está ligado a los trabajos o a las ganas que tiene el oficio de experimentar con cosas que todavía no llegaron a tus textos y la incomodidad, que también escribe, se acerca y te empuja y ahí estás, de repente, escribiendo y buscando razones externas a la escritura para llegar a escribir eso. Tal vez con Los pájaros de la tristeza me pasó que les debía voces de niños reales a los niños que había escrito en otros libros. Tal vez en Brujas de Carupá también pagué deudas que sentía que debía a todas las madres brujas de mi barrio, porque la que no curaba el empacho te leía la borra, y la que no hacía amarres hacía uniones o las dos cosas, y que mantenían las ganas de creer en algo, entonces la novela, si bien es cruda, tiene humor, el punto más sensible para ser humanos. Y en Cada día canta mejor me parecía que tenía que hacer volver a Gardel porque yo había vivido una infancia odiando a Gardel, culpa de mi padre, desde ya, que rompía todo mientras hablaba de Gardel y cantaba y revoleaba algo. Pero Gardel, zombi o no, es Gardel, y es hermoso, y de eso se ocupará el sujeto de la novela: de traerlo de vuelta y, de paso, ser su amigo.  

Pasemos a Curabichera. Cuando te leía no podía sacarme de la cabeza el Me acuerdo de Joe Brainard. Hay una repetición -supongo que adrede, pero vos me dirás- de la frase «me acuerdo», como si quisieras alertar al lector: «Ojo, mirá que esto que estás leyendo es la memoria del narrador y la memoria, ya sabemos, no es infalible». Como si quisieras que desconfiemos del narrador: «Ojo, lector, que este narrador que te presento no es fiable». ¿Hay algo de eso?

Tal cual. Me gustaba jugar con eso de que la verdad no es el objeto de estudio de la literatura, que los personajes son gente que tiramos ahí y que aunque los amemos están ahí para entretenernos, para sacudir nuestras estructuras sacudiendo sus vidas. Unos miserables sacrificados para que de una puta vez entendamos que los pobres lo dan todo para que nosotros, los lectores, aprendamos algo antes de que nos atraviese. La materia calle, que no se enseña en las escuelas, empieza o se mejora gracias a la literatura, que avisa. Y en el caso de Curabichera, casi diría que es una historia sobre el proceso de un sujeto que pensaba tal cosa de su vida y empieza a dudar y a reaprender y a cambiar de piel por todo eso que no era o no veía ahí nomás. Pero también está esa cosa que me divertía, la de hacer que un sujeto sea interesante incluso en el error de lo que dice, porque esa es la época que vivimos: el sofismo, la posverdad, la mayor red de mentiras que va a llevar siglos (si acaso dejamos algo para trabajar sobre ello) en desatar. Por cierto, me gustan mucho los libros de Me acuerdo. Uno es el de Brainard, pero hay más; casi un género. Volviendo a los talleres, a veces lo doy como ejercicio. Y tal vez de ahí venga Curabichera, porque empezó con un recuerdo de un campo, una visita a mis abuelos en un terreno imposible en Villa Rosa, y bastó con recordarlo para deformarlo, como abrir un vino viejo, y bueno, me lo tomé, y lo que salió después, esa cosa oscura y algo terrorífica, es culpa del vino.

En el libro, la escritura y la vida aparecen como mundos indivisibles, mundos que se retroalimentan de manera constante. Al mismo tiempo, la escritura se presenta como un hábito impulsivo, como un hecho ineludible, y no como una tarea o trabajo sobre el que se debe tomar una decisión previa. ¿Es así en tu caso?

En algún momento de la vida, confieso, no sabía si escribía para fumar o fumaba para escribir, y no sabía si escribía para vivir o para no vivir. Son caminos de la cosa, y varían. En el caso del sujeto de la novela, la escritura está ligada a aquella época donde todo fue algo más oscuro, donde todavía no me amigaba con algunos fantasmas. Por lo tanto, aparece la escritura –en el personaje– como aquello que profundiza el pozo, no siempre como acto resiliente. El acceso a enfrentar, eso sí, lo que será su derrota inevitable, pero igual va, y no se detiene. Y sí, no me parece que la escritura tenga algo que ver con decisiones previas, sino posteriores. Todo lo previo tiene más aires de desesperación y de furor y pulsión que a cualquier espíritu de que las decisiones puedan gozar. No obstante, ya con texto, digamos un cuento o una novela completa, aunque en primera escritura, tal vez ahí sí podamos tomar decisiones algo coherentes (algo, y a veces) sobre los cambios que podamos hacerle, o incluso llegar a la decisión de reescribirla de cero (página nueva, nada de andar con el texto viejo a mano) gracias a que esa escritura mostró que esa no era la perspectiva, pero muchas veces pasa que si no intentamos esa perspectiva o punto de vista no sabremos nunca si hubiera funcionado, y a veces pasa que ese punto de vista no tiene la respuesta de su fallo sino hasta el final. Ojalá jamás tengamos la respuesta a eso antes de la escritura; ojalá nunca exista una fórmula. Nos estaríamos perdiendo de lo mejor. Algo así como los recitales de ahora: todos grabando con sus celulares. Nadie mirando, escuchando, bailando, llorando. El recuerdo más efectivo de haber estado donde no vivimos. Estuve ahí, y no viví. Cuestión que en literatura, como es una maldita, se transforma a la inversa, se hace oro con esa basura: lo que pasó a texto tiene vida, aunque no la recuerde, aunque no la tenga grabada, aunque me haya seguido a lo largo de los años con lo incompleto como carga, la tristeza de esa pobreza que pudo haber sido riqueza y se escapó de mis manos o de la gente que estuvo cerca; pero lo agarra la literatura y la completa, la repara, le da prótesis; nos pone pelo a los pelados, dinero a los escritores (en la ficción, desde ya).

Lo de dinero a los escritores es la utopía misma, salvo excepciones. Volviendo a Curabichera, mientras leía tuve la sensación de que va creciendo en espanto, ¿no? La perversión del narrador va en aumento a medida que escribe.

Sí, la perversión aumenta porque se acomoda eso otro que va saliendo de las sombras de la trama, que no es él, aunque proceda de su cuerpo, su talento, el que le enseñó la abuela; y aunque despelleje con cierta frialdad, eso tal vez no sea de lo otro, sino suyo; el amor líquido y todo lo que va captando, lo que le dieron desde más arriba, el plan sistémico que sospecha, la aniquilación de los vínculos. Y como progresivamente deja de creer en casi todo, aunque dando los manotazos de ahogado gracias a la aparición de Jaqueline, entonces hace lo que hace.

Ahora quiero saber cómo sos como lector. ¿Qué buscás en un texto y qué te atrae de un texto?

Humanidad. No moral, no confundir. Humanidad, con todos sus claroscuros. Que no tenga artificio, aunque el artificio, en algún punto de la escritura, haya servido para escribir lo que después, sucesivamente, fue logrando humanidad ya sin el artificio de primera o segunda escritura. Amamos los trucos narrativos, y los hay, muchos, pero cuando avanza el texto hacia el final (de la corrección), me gusta que no estén o, mejor, que no se vean. Quiero que me desarme el alma; para quemarme la cabeza juego al ajedrez o miro un noticiero.

Te leo y se me viene a la cabeza un verso de Joe Cocker que, hablando de amor, dice: I don´t want clever conversations, don´t want to work that hard. ¿Te puedo preguntar qué estás leyendo ahora?

Una historia de la lectura y de la escritura, de Martyn Lyons y La circunstancia, del querido Consiglio. Releyendo a Borges, a Caldwell y Ni tuerto has perdido tu nombre, de autor anónimo, muy difícil de conseguir, pero que trata sobre diferentes historias de gente a la que los persigue el apellido, como el comisario de Dolores del caso Yabrán, que se apellidaba comisario, y está muy bien en la novela, o el caso de Martín Tetaz, que en la novela se desarrolla como un sujeto que es cada vez más pequeño y algo más regordete, hasta parecerse a su apellido, una deformación que se desarrolla por la maldición de una bruja de Pacheco que se sintió estafada por no sé qué cosa. Muy buena.

Como en El pecho, de Philip Roth, cuyo protagonista se convierte en un pecho de 155 libras. Bien kafkiano, pero mucho más cómico. Hablando de Kafka, ¿qué clásico o qué clásicos no leíste y tenés intención de leer y por qué?

No tengo intención de leer tantas veces más el Ulises, que me aburre y me apasiona, pero sí quiero seguir investigando a Borges, a quien le encuentro cada vez más cuentos dentro del cuento, o más dioses detrás de Dios, como diría su poema. Me estoy divirtiendo bastante encontrando clásicos nuevos, esos híbridos que construyó el siglo XX, y que rompen un poco con la pomposidad de siglos pasados, sobre todo gracias a la difusión de la escritura y la lectura, o su multiplicación, por eso hoy podemos encontrar en países que no tenían divulgación una cantidad de genialidades que me entretiene más que seguir dando tanto a la Europa de siempre. Entiendo que la sincronicidad cultural no nos permite ver que hay un Mozart mejorado en Bolivia, pero seguro lo hay. Odio bastante el poder de ciertas instituciones, y me gusta pensar, como distintivo de mi batalla personal, absurda, lo sé, que algunas cosas que estoy leyendo llegarán a un lugar donde se lean más allá de su siglo. Es parte del juego.