Disidencias leves recorre la obra de la gran poeta uruguaya, ganadora del premio Cervantes. La antología es su primer libro de edición argentina y selecciona poemas decisivos para comprender los motivos persistentes en su obra
Por Osvaldo Aguirre
Integrante de una notable generación de intelectuales en Uruguay, formada con José Bergamín y Juan Ramón Jiménez y con una trayectoria de más de medio siglo como docente, ensayista, traductora, crítica literaria y poeta en el ámbito de América Latina, Ida Vitale obtuvo una serie de importantes premios a partir del Octavio Paz, en México (2009), hasta el Cervantes, en España (2018). Disidencias leves, la antología que publica la editorial Caballo Negro, es su primer libro de edición argentina y una muy buena muestra de su obra.
Nacida en 1923 en Montevideo, Vitale vivió en México y en Estados Unidos a partir del golpe militar en su país de 1973 y recién en 2009 volvió a residir de modo permanente en Uruguay. “Nadie podría saber la vida de Ida Vitale a través de la obra de Ida Vitale, lo que es raro en su generación”, observa Martín López-Vega durante una entrevista con la poeta uruguaya en el Instituto Cervantes. La ausencia de referencias biográficas se acentúa como rasgo singular en el contexto de la poesía latinoamericana contemporánea, pero no agota la extraordinaria riqueza de su poesía.
El lenguaje y la propia poesía son uno de los temas recurrentes en la obra. Ida Vitale no hace teoría sino que se pregunta sobre las posibilidades y las limitaciones de las palabras. Esta interrogación no aparece referida a la significación, a la capacidad expresiva de las palabras, sino a la forma en que es posible componer ese otro orden verbal que es el del poema en el intervalo enigmático entre el lenguaje corriente y el poético.
“Y tienen las palabras su verano,/ su invierno, y tiempos de entretierra/ y estaciones de olvido. (…) Navegan entre nieblas,/ merodean lentísimas,/ van como topos, ciegas, esperando”, escribe Vitale en “Sequía”. Este poema, del libro Sueños de la constancia (1988), condensa rasgos persistentes. El tema de la espera, una situación desplegada con acentos diversos entre la incertidumbre y la angustia, se encuentra ya en su primer libro, La luz de esta memoria (1949). Los problemas del lenguaje, a la vez, se poetizan en términos de las estaciones y con imágenes del mundo natural: las palabras son asociadas a la idea de bosque, a la imagen de la lluvia, a “multiplicados árboles/ con una voz en cada una de sus hojas”, y el trabajo del poema a la poda que renueva el ciclo vital de la naturaleza.
Las palabras son “palacios vacíos” y están a la espera de “un trueno que las despierte”, como si el poema se desencadenara más allá del trabajo del poeta. La conciencia de la forma –notoria en una serie que homenajea a Julio Herrera y Reissig- y del sentido de la tradición es muy fuerte en la obra de Ida Vitale, pero al mismo tiempo puede pasar inadvertida porque no hay ningún exhibicionismo al respecto. Su arte poética podría ser “Vórtice”, un poema sobre la hoja en blanco: donde otros expondrían programas o declaraciones de ideas, la poeta afirma la atracción del vacío.
En esa línea, sus proposiciones son tentativas y evitan las afirmaciones rotundas. “Quizás/ la sabiduría consista/ en alejarse si algo vibra”, escribe en el poema “Respuesta del derviche”: tomar distancia como requisito para mirar y comprender el mundo sin la agitación de las emociones. No es tampoco el sentido inmediato lo único que cuenta: también hay que “pesar bien lo que callan las palabras”, la “cifra de silencio” que constituye al lenguaje y su trama como palimpsesto.
Si los poemas iniciales apelan al futuro entre el deseo y la incertidumbre (“A fuerza de decir: esto no sirve/… ¿qué tendré un día, cuando la niebla pase,/ entre las manos?”), los últimos se remontan hacia el pasado. “La infancia es lo único que queda bien seguro. Se supone que es lo que está detrás de uno. Ella nos determina”, dice Vitale en la entrevista con López-Vega a propósito de la edición española de Poesía reunida.
Entre esas determinaciones se encuentran las primeras lecturas entre la cena y la hora de dormir, los libros recibidos como regalos que se atesoran para siempre. Vitale suele relatar su iniciación literaria entrelazada con su historia como hija y sobrina de maestros y pedagogos. En el discurso de inauguración de la Feria del Libro de Montevideo en 2022 recordó que su primer libro fue El prodigioso viaje de Nils Holgersson, de Selma Lagerlof, “del que nunca me separé y con el que empecé mi proyecto de biblioteca propia” y con el que “aprendí que el mundo puede ser todo nuestro en la medida de nuestra curiosidad y que las fronteras son artificios que la cultura debe corroer y no ahondar”.
El sentido de la tradición literaria en Ida Vitale puede ser referido a ese aprendizaje infantil: una construcción que comprende las grandes líneas de la poesía occidental más allá de las diferencias entre las lenguas, aunque con especial predilección por la literatura francesa e italiana y con amplio dominio histórico sobra las literaturas española y latinoamericana.
Entre el tiempo futuro y el tiempo pasado, el presente inscribe un compás de espera en los poemas y requiere armarse de paciencia, una “paciencia amarga” a veces y en otras ocasiones templada por la esperanza. Las recurrentes imágenes del viento aluden a los cambios súbitos e imprevisibles de la existencia como un orden que se impone a las personas y como prefiguraciones sombrías del porvenir.
Así como las hojas de los árboles, “mis testimonios y querellas”, imagina Vitale en su juventud, serán llevadas “por un viento más sordo,/ más airado”. A la inversa, desde el exilio se abre la pregunta por lo que quedó en algún lugar del camino recorrido: “¿Dónde/ en qué punto de la corriente/ flotan aquellos dones?”. En el poema “Nombre en el viento”, el olor de una hoja libera una palabra olvidada y un misterio que conduce “hacia aquel patio,/ el sitio verde de la infancia”. Aunque remite a un mundo conocido, el pasado también contiene preguntas y desafíos, como en otro poema de Mella y criba (2010):
Algo llama
Heliotropos, felipillas, cinerarias y otras modestas flores de la infancia en el silencio murmuraban algo -brisa que pasa entre metales leves al saltar hacia mí desde una imagen o rozar una sílaba, que asciende y abre un patio de parras que aún existe, con sus fantasmas propios. ¿Sabré llegar a él, ya libre de brotar tan lejos, para ocupar mi sitio descuidado?
Vitale no se dirige hacia el pasado en busca de un orden confortable. “El sitial aquel donde pusimos las sagradas premisas” no tiene una localización precisa y si “la primera emoción/ fue el olor de la tierra/ mojada, oscura y fría”, como rememora en “Invernadero”, la experiencia no se repite sin la percepción cierta extrañeza.
El ciclo de las estaciones agudiza la conciencia sobre lo perecedero de las cosas y carga de melancolía a los propios cuestionamientos: “Perdí acaso la vida/ y acaso aún no gané/ la propia muerte”. Vida y muerte se configuran como inescindibles y se fusionan en una “muerte-vida”. Esas fuerzas contrarias alientan ya en un hermoso poema de Palabra dada (1953):
Encuentro y pérdida
Se va la tarde de hoy, voy a perder las gracias ofrecidas. La memoria entreabierta señala una pradera fresca de tiempo antiguo para por él hundirse, para tornar por ella, hacia la edad sin prisa ni cansancio, despertarla, pedirle sus promesas, recobrar mi alma dulce, mi confianza, el fuego aquél sin humo ni agonía. Pero el atardecer llega como lluvia total, a disolver el tiempo en el que pude renacer -o morir- hacia algo eterno. Todo tiembla: un último rayo de sol en las terrazas, una isla de nube, un solo pájaro; todo corre, se ordena, se concierta en un signo preciso de abandono, para apagar la fiesta aquí, para ir más lejos, a dar en otras manos las antorchas. Todo estaba a mi alcance, todo de pronto es nada.
La poesía traza entonces un orden al abrigo del tiempo: en otro poema temprano, “Seguro de muerte”, Vitale ironiza sobre la pretensión de regular la vida y de conjurar los imprevistos pero a la vez sostiene que “algo / desde el perpetuo barro/ ordena la constancia,/ juega proposiciones contra el tiempo,/ fía en la salvación por la palabra”.
En “Historia personal”, escrito todavía en Uruguay, anticipa la experiencia del exilio: “¿Cómo tener aquí sentido, nombre?”, se pregunta Vitale mientras declararse encontrarse “en la ciudad extraña”, “sin país”. La biografía y mucho más el registro confesional quedan de lado para reelaborar el desarraigo con tono despojado de efusiones y preservar “el dulce fragor de lo distante”, aquello que parece perdido en la lejanía.
La circunstancia de sobrevivir en un sitio ajeno y hostil surge en “Aclimatación”, otro poema de Sueños de la constancia. “Primero te retraes, te agostas, pierdes el alma en lo seco, en lo que no comprendes”, escribe Ida Vitale; el exilio es una prueba de la que el sujeto puede salir no si se adapta al medio sino en el encuentro con otros y “entonces, contra lo sordo te levantas en música,/ contra lo árido, manas”.
Lo biográfico se vuelve impersonal. Contra la corriente de la autoficción y otras modas, Ida Vitale parte de situaciones de su vida para abstraer cualquier protagonismo, disolver lo simplemente anecdótico y poner el foco en lo que la experiencia puede significar para la especie. En “Viaje de vuelta”, el regreso a Uruguay se convierte así en una reflexión sobre el retorno y la memoria y sobre el lugar del individuo recién devuelto a la comunidad de la que forma parte.
Disidencias leves recorre la obra de Vitale hasta Tiempo sin claves (2021). El título proviene de un verso y define una posición tan mesurada como firme: “Sólo acepto este mundo iluminado,/ cierto, inconstante, mío (…) Yo sólo en él habito,/ de él espero,/ y hay suficiente asombro”.