… o el inexorable triunfo de la cultura en la sociedad del siglo XXI
Por Dr. Paco Barragán
El palo, el celular y la zanahoria. Foto cortesía Steve Gale/Unsplash
Nuestra era ha producido un nuevo tipo de eminencia: el ignorante.
Al mismo tiempo, jamás en la historia el ser humano ha tenido acceso a tanta cultura con un solo click de ratón.
¿Cómo explicamos esta aparente paradoja?
Esa es la fascinante al tiempo que polémica tarea que me he propuesto en este artículo (y para el que voy a prescindir de notas a pie de página o bibliografía.)
Si en el anterior artículo abordaba la ignorancia del mundo del arte con respecto al ‘cubo blanco’, en este artículo planteo la tesis de que vivimos en “la era de la ignorancia”. Mas no una ignorancia cualquiera, sino una ignorancia marcada precisamente por el inexorable triunfo de la cultura en la sociedad del siglo XXI.
Ahora tú, querido lector, te preguntarás: ¿cómo comulga la ignorancia con el triunfo de la cultura?
Y, sin embargo, ese es el sino de nuestro mundo en el siglo XXI donde jamás en la historia las élites económicas, políticas y culturales fueron tan ignorantes. Tradicionalmente, la aristocracia perseguía tres objetivos: poder, dinero y conocimiento. Recordemos que eso llevó a los aristócratas británicos a embarcarse en el famoso Grand Tour durante dos siglos. Se trataba no solo de un viaje iniciático, sino también de una experiencia que marcaba distancia entre los primus inter pares: estaban los que lo habían hecho y, luego, los que no. No solo se trataba de llenar el cottage (ese invento tan típicamente inglés) de objetos, bronces y otra parafernalia, pero de saber expresar ante sus homólogos los profundos sentimientos estéticos que ellos suscitaban.
Recordemos que en la sociedad burguesa el poder era de orden ‘textual’, esto es, residía en la palabra hablada y escrita y el juicio crítico y aquello que cada uno entendía por ‘verdad’ era el resultado de un razonamiento escrito y/o verbal en esa ‘esfera pública’ habermasiana conformada por cafés, gentleman clubs, asociaciones arqueológicas o clubs de lectura.
El declive de la palabra en favor de la imagen requiere de una explicación un poco más amplia dado que si no, parece que tiro la piedra y escondo la mano. Entonces, constatamos cómo la cultura de la palabra perdió progresivamente poder a lo largo del siglo XX, asistiendo hoy a un doble desplazamiento: la preponderancia de lo visual que se apoya en una ‘nueva’ palabra llamada storytelling. Ya no importa si algo es verdad, mentira o real, lo único que importa es contar una gran historia, tanto en política y economía como en cultura o en la esfera personal. De la reconfortante confianza en el ver-para-creer hemos pasado al inquietante relato del contar-para-creer, esto es, de la venerable evidencia al insoportable read-my-lips. Para complicar aún más las cosas: la palabra sustentada en la imagen ha vuelto, pero de manera retórica y retorcida.
Recordemos que con la Ilustración y la Revolución industrial asistimos al asentamiento de la nueva burguesía y, con ello, al lento e imparable deterioro del conocimiento. Los burgueses siempre tuvieron envidia de la aristocracia: no sabían estar, no sabían comportarse y por saber, ni siquiera sabían decorar sus casas. Si miramos con Robin Schuldenfrei y Peter Thornton las residencias burguesas entre 1850 y 1930, nos inunda una insoportable tristeza: copias malas, confusas e inconsistentes de la residencia aristocrática. Una suerte de Mr. Jekyll y Mr. Hyde aplicado al interiorismo, ese sacrosanto lugar donde transcurre el apacible devenir burgués. La nueva burguesía vino con nuevos modos: desde 1600 el patrocinio real, aristocrático y papal entró en declive. Hasta el mismísimo Poussin —como nos recuerda Haskell— empezó a quejarse: “ya no disfrutamos de una posición privilegiada en la corte”. Vinieron los mercaderes y los banqueros, ¿y qué hicieron? Se cargaron el antiguo sistema. Ya solo compraban inanes e inocuos paisajes y naturalezas muertas y, a veces, se mandaban retratar. Al artista acostumbrado al regio mecenas tradicional lo obligaron cual títere ambulante a tirarse a la calle en busca de clientes y, sobre todo, a pintar los melifluos gustos de esa pacata clientela que hoy adorna los consejos de los museos.
La típica residencia burguesa del mercader Dom Uphagen con aspiraciones aristocráticas: casa Uphagen en Danzig 1907-1914 (restaurada). Foto Cortesía: Bureau Danzig
ANALFABETOS FUNCIONALES Y ANALFABETOS VISUALES
En fin, lo cierto es que cada vez hay más ignorantes mientras que jamás antes en la historia habíamos tenido tantas posibilidades de acceder a un abanico tan amplio de opciones culturales. No debe extrañarnos, pues también cada vez tenemos más información y cada vez estamos más desinformados. La ignorancia ahora se manifiesta no solo en la sociedad en general, sino también en el ámbito de la cultura y del mismísimo mundo académico, además de la esfera política.
A pesar de que en estos momentos de la historia de la humanidad existen cada vez menos analfabetos en el mundo según las estadísticas, cada vez nos encontramos con un mayor número de ‘analfabetos funcionales’.
A ello habría que añadir una inédita e inaudita categoría de analfabetos visuales cuyas huestes aumentan a diario a ritmo salvaje. Tanto es así que la sociedad hiper-narrativa e hiper-visual del siglo XXI seduce con la palabra de la posverdad y satura con la imagen de la conspiración al son de la no tan pasiva pantalla portátil. Además del ‘analfabetismo visual’, la sociedad actual se caracteriza por las denominadas ‘experiencias de segunda mano’, la ‘interpasividad’ y la ‘obsolescencia de la imagen’. En otras palabras: la sociedad visual privilegia lo momentáneo y lo sensacional por encima de lo perdurable y lo racional.
La ignorancia no conoce límites ni fronteras ni nacionalidades. Celebración Año Nuevo 2023 en el Arco del Triunfo de París. Foto tomada de vídeo de YouTube.
Así, la ignorancia de hoy es la consecuencia de un proceso complejo que se ha venido gestando a lo largo del pasado siglo. Mas ese desarrollo se ha visto acelerado y acentuado a finales del siglo XX y principios del siglo XXI por el apabullante predominio y sinergia de las denominadas screen-based technologies (laptops, iPads y smartphones), Internet y las redes sociales. ¡Es lo que tienen las nuevas tecnologías a veces!
El mundo cabe en una pantalla de un iPad. Foto Cortesía: Arthur Lambillotte /Unsplash
El exceso de infomación junto a la instantaneidad de la misma y la disponibilidad del sujeto (que ya no distingue entre tiempo de trabajo y tiempo de ocio) no solo han promovido la desinformación y la ignorancia entre estratos cada vez más amplios, sino también un cambio drástico en nuestro mapa cognitivo y neuroplasticidad: cada vez somos menos capaces de pensar de manera concentrada, disciplinada y crítica. Los estudios realizados al respecto en Harvard y Yale son fascinantes.
¡Tanto es así que el doctor en neurociencia francés Michel Desmurget afirma que el celular nos causa entre cincuenta y ciento cincuenta interrupciones al día! Diría que entre dos cientas y tres cientas. Se me hace muy conservadora su estimación. Y ahora el aprendizaje requiere de concentración y silencio, mas Internet y las aplicaciones de las redes sociales solo promueven el ‘ruido interno’ y el shitstorm (que diría Buyng-Chul Han) a través de la short attention span y el multi-tasking.
Profundizando en el punto anterior: no podemos obviar que un número creciente de estudios científicos viene demostrando que redes sociales como TikTok, Instagram, X y Facebook no solo consumen cada vez más de nuestro tiempo (hace 10 años apenas dedicábamos 1 hora al día, hoy ya son tres horas y durante la pandemia del COVID-19 incluso 9 horas) sino que los tags, los likes, los selfies y los comentarios generan de inmediato dopamina y serotonina (las dichosas hormonas de la felicidad) haciendo que nos ‘enganchemos’ cada vez más y suframos cada vez mayor grado de ansiedad ante la falta de una recompensa emocional inmediata o satisfactoria.
EL INTELECTUAL YA SOLO PRODUCE CULTURA AFIRMATIVA NO DISIDENTE
Otros factores igualmente relevantes constituyen, por un lado, la imparable despolitización y desprestigio del intelectual en una sociedad que le ha retirado el derecho a ser el árbitro de la cultura y del conocimiento recluyéndole en su cómoda torre de marfil de tautológicos papers, ensayos y falsos ránkings de Shanghái.
Este fascinante desarrollo tiene sus orígenes en la Guerra Fría cuando la intelligentsia norteamericana vendió su alma al sistema que le permitiría gozar de una cómoda vida burguesa a cambio de apoyar el neo-liberalismo duro del cuño de Friedrich August von Hayek y Karl Raimund Popper que se venía gestando. Por otro, es innegable la falta de credibilidad del educador que preside un sistema educativo con metodologías ‘textuales’ caducas que no favorecen el aprendizaje de alumnos con poca preparación y rutas neuronales distintas y que, además, tampoco enseña al alumno a identificar noticias falsas.
El relativismo del capitalismo neo-liberal no solo ha hecho que los guardianes o filtros de la cultura desaparezcan, sino también ha permitido la invasión del kitsch en todos los ámbitos de la cultura contemporánea: desde las artes plásticas hasta la moda y el diseño, la arquitectura, el netart y los NFTs, las redes sociales, la música y los videoclips o el cine. ¡Con razón afirma Damien Hirst que “¡Yo hago kitsch, pero como es alta cultura, me salgo con la mía!”
Más kitsch, imposible: pantallazo vídeo oficial Cold Heart (2021) de Elton John y Dua Lipa.
Así es que nos encontramos en una era donde ni la política ni la religión ni la filosofía mueven el mundo, siendo solo la cultura la única esfera capaz de sentar a las personas en torno a una misma mesa. Ahora bien: ¿de qué tipo de cultura estamos hablando? ¿Acaso de exposiciones de arte blockbuster de Picasso y Matisse, libros de autoayuda superventas tipo Cómo hacer que te pasen cosas buenas, la música agradable de Dua Lipa, la ropa estridente de Dolce y Gabbana, las numerosas series populares de Netflix o las democráticas y ‘gratuitas’ redes sociales como Instagram con influencers-estrella como Kim Kardashian o la argentina Georgina Rodríguez, conocida por ser la pareja de Cristiano Ronaldo?
La cultura se ha vuelto omnímoda, más ¡ay! también facilona, digerible, repetitiva, reproducible y comercializable a escala global. Y, sobre todo afirmativa, pues solo promueve la ideología neo-liberal.
LA POLÍTICA COMO CELEBRIDAD, LA CELEBRIDAD COMO POLÍTICA
¿Y qué pasa ahora con la política? Venimos observando cómo esta se rige cada vez más por las leyes de la celebridad. Sí, créanme, todo político aspira a ser una celebridad.
Con la llegada de los medios de masas, estos demandarían mayor ‘teatralización’ convirtiendo al político en una especie de estrella, el proceso político en un tipo de espectáculo y la televisión en su mejor plató. La política habría de competir con otros ámbitos como la literatura, la música, el cine o las redes sociales y la información política ha de manifestarse en programas del corazón y humor, talk shows u otros programas de entretenimiento. Por otro lado, también nos encontramos no solo con celebridades del mundo del cine, la música y el deporte que usan su notoriedad para promover causas políticas (Angelina Jolie, Brad Pitt, Oprah Winfrey, George Clooney, Rafa Nadal, Denzel Washington), sino también con aquellas que, en la estela de Ronald Reagan (Schwarzenegger, Eastwood, Donald Trump o Kanye West) deciden bajar a la arena política. Tanto la ‘celebritización’ de la política como la ‘politización’ de la celebridad denota en el fondo un controvertido empobrecimiento de la vida política. El cool Clinton, la comprometida estrella de cine Angelina Jolie y el empresario y estrella de reality Donald Trump ejemplifican cómo el político juega a ser celebridad y cómo la celebridad representa esa nueva ‘credibilidad’ política.
Donald Trump y Kim Kardashian en la Casa Blanca: celebridad y política en estado puro (2020). Foto Cortesía: Wikipedia
¿Y este proceso ha sido acaso inevitable?
Ya no hay nadie que en su sano juicio se lea un programa electoral hoy día. ¡Pero si ya ni se imprimen! Lo que se vota es la personalidad y la ‘planta’ del candidato. “Pero Pedro Sánchez es tan guapo y tan alto… le quedan tan bien esos pantalones ajustados…”—oigo murmurar en un bar de moda de Chueca a un grupo de mujeres con estudios universitarios entre treinta y cuarenta años, calculo. En resumen: el político está más enfocado en entretener que en fomentar el bien cívico.
EL IMPARABLE PROCESO DE DECULTURACIÓN
¿Cómo hemos llegado a este proceso de ‘deculturación’ que afecta a amplias capas de la sociedad, desde la política pasando por el mundo académico y la cultura?
La respuesta no es sencilla.
Con todo, aparte de algunos de los factores arriba mencionados como la irrupción de
1) la cultura kitsch;
2) la política-celebridad;
3) la pérdida del poder de prescripción de la intelligentsia debido al desplazamiento de la sociedad basada en la palabra hablada y escrita hacia la de la imagen;
me aventuro a reseñar los siguientes aspectos que han venido manifestándose a lo largo del siglo XX y principios del siglo XXI:
4) el advenimiento de la era de la hiper-narratividad donde conceptos como ‘realidad’, ‘verdad’ o ‘veracidad’, es decir, aquello que articulaba la ‘confianza’, han perdido su valor ontológico;
5) la transformación drástica que el ‘paisaje mediático’ ha promovido del elitista concepto de ‘fama’ hacia el más accesible, democrático pero devaluado y desmeritado status de ‘celebridad ordinaria’ tipo Kardashians o todo esos personajes salidos de realities del estilo de Gran Hermano;
y, finalmente,
6) la irrupción de la cultura del yo egocéntrico motivada por el fracaso de las grandes narrativas y el debilitamiento de sus estructuras, que convierte a cada uno de nosotros a la fuerza en actor principal de nuestra propia película: ¡postea o desaparece!
Profundicemos un poco más este último y electrizante punto. Con Alasdair MacIntyre podemos delinear las siguientes categorías: el yo heroico para la época pre-moderna y el yo emotivo para la época moderna; a lo que le añadiremos por nuestra parte el yo egocéntrico para la época contemporánea. La progresiva individualización del ‘yo emotivo’moderno hallará su culminación en el neo-liberalismo con la transición al ‘yo egocéntrico’: ese yo consciente de su imagen y de su auto-presentación en sociedad y cuyos lazos con la colectividad son cada vez más débiles, inconstantes e infieles.
Vive, disfruta y, sobre todo, postea. Foto Cortesía: Julian Gentilezza/Unsplash.
Este ‘yo egocéntrico’ (o yo neoliberal) verá su “labor inmaterial” plasmada en las redes sociales, los selfies y la ambición de convertirse en influencer. Las redes sociales nos permiten promocionar minuto a minuto una narrativa personal creíble. El extraño Andy Warhol fue el ilustre precursor de la filosofía de las redes sociales de las que hoy beben ilustres influencers como Addison Ray y la antes mencionada Georgina Rodríguez que configuran esa nueva esfera pública o democracia-del-I-like.
EL EFECTO DUNNING-KRUGER
Ya no es preciso estudiar, investigar o formarse, pues la democrática sociedad contemporánea nos empuja a posicionarnos obligándonos a expresar nuestra opinión por muy inculta, ignorante o extravagante que sea. ¿Por qué? Porque si no expresamos nuestra opinión en redes sociales, tenemos la sensación simplemente de que no contamos y de que nuestra vida no merece la pena ser vivida. Hay que opinar sobre cualquier cosa todo el tiempo. Es el denominado efecto Dunning-Kruger que explica por qué la gente opina sin tener idea: la gente que menos sabe, más cree saber; a lo que podemos añadir el efecto opuesto: cuanto más sabes, más ignorante te sientes.
Afirma Hans-Georg Gadamer que “la educación es educarse, que la formación es formarse” y, si seguimos con la semblanza, bien podríamos añadir que la opinión es ‘opinarse’. Aquello que precisamente Aristóteles denominaba prhónesis o “sabiduría práctica”: la formación de una opinión representaba una virtud que había que ejercitar y que, como tal, requería dedicación y esfuerzo. Mas hoy vivimos en la era de la ‘opinión-exprés’: una opinión desinformada para evitar el silencio, ya que este es sospechoso e indica que tenemos algo que ocultar.
Antes la rebeldía era signo de distinción, hoy el verdadero signo de distinción es la ignorancia. ¡Pero una ignorancia bellaca, respondona y auto-afirmativa (como Kim Kardashian, Jerry Saltz o Mario Vaquerizo, por ejemplo, que reciben altavoces mediáticos para decir cualquier tontería o barbaridad que se les ocurra)! Eso sí: rodeados de un insondable océano de cultura de imágenes y palabras al alcance con un solo click.
Poster promocional película original Fahrenheit 451 de François Truffaut del año 1966 a partir del libro de Ray Bradbury (1953).
Ahora que recuerdo: vi recientemente un remake de Farenheit 451 con Michael B. Jordan. Mediocre con respecto a la original, me imagino que habrá tenido poco éxito de taquilla dado que hoy día quemar libros a bien pocas personas inquieta. ¿No me creen? ¡Solo basta con subirse al metro, a un avión o entrar en el lobby de un hotel para cerciorarse de que ya nadie lee! ¿O tal vez debería decir que los que leen son siempre los mismos?
Pasajeros esperando el metro en Tokio mientras miran embobados sus celulares. Foto Cortesía: Pema Lama/Unsplash
Lo que viene a confirmar en todo caso por qué el ciudadano hoy no solo carece cada vez más de la capacidad de comprensión y retórica para entender críticamente lo que lee, sino también del aparataje teórico para mirar y descifrar ese maelstrom de imágenes al que se ve enfrentado a diario.
Antes moríamos por amor, hoy por información…
Si aceptamos la ruda y cruda premisa teórica de que el neo-liberalismo de hoy promueve la ignorancia textual y visual, las preguntas que deberíamos hacernos serían entonces: ¿cómo entender una cultura sin jerarquías cuyas élites no solo incitan a la ignorancia de las clases menos favorecidas sino también a la suya propia? ¿es el binomio cultura-ignorancia el auténtico cambio de paradigma de la sociedad en el siglo XXI? ¿somos menos modernos si no vamos a ver la película Barbie? ¿somos capaces de imaginarnos una sociedad en la que el arte y la cultura carecen del poder de articular una vida más emancipadora y acaso más utópica? ¿es convertirse en una ‘celebridad ordinaria’ de un reality o en influencer de las redes sociales la máxima promesa de igualdad que ofrece la democracia hoy al ciudadano? ¿es la utopía en el siglo XXI estar pegado al teléfono móvil cual zombi salido de The Walking Dead?
LA IGNORANCIA ES UNA MODA SEXY: IR AL MUSEO CON GAFAS DE SOL
Casi se me olvida. También quiero creer que la ignorancia es una suerte de moda sexy que ya viene de atrás. El 22 de febrero de 2007 tuve la oportunidad, por esas carambolas del destino, de asistir a la inauguración de la exposición DAMIEN HIRST: SUPERSTITION en Beverly Hills en la galería Gagosian. La jet del mundo del arte reunida bajo la férrea batuta del megadealer Larry Gagosian. Aunque ya había visto esta tendencia en eventos de moda impuesta por la editora jefa de Vogue Anna Wintour, también aquí pude comprobar que llevar gafas de sol a eventos públicos era un must que diferenciaba a las élites de la gente normal.
Así, en la inauguración de la exposición de Hirst pude comprobar que los cantantes Jay-Z, Beyonce, Elton John, pero también el propio Damien, el también artista Julian Schnabel y el magnate inmobiliario y coleccionista Eli Broad entre otros llevaban gafas de sol. Y yo pusilánimente me preguntaba: ¿cómo vas a ser capaz de distinguir la sofisticada gradación de colores de una pintura con unas gafas de sol? ¡Desde entonces no he dejado de ver personas con gafas de sol hasta en el Museo del Prado!
Y es que cuando a las inseguras y poco formadas élites de hoy alguien les acaba convenciendo de que ser moderno es eso, es ir al museo o a desfiles de moda con gafas de sol, ya no hay nadie quién las pare. Me imagino que es un poco como la tendencia no pants de las celebridades que impusieron las hermanas Kylie y Kendall Jenner: ir mostrando las bragas por la calle…
Y todo este proceso es cuando menos extraño en tanto en cuanto nunca en la historia tuvimos tanta cultura a nuestra disposición y a precios tan nimios como para poder formarnos.
¿LA CULTURA NOS HARÁ MÁS LIBRES?
Entonces, llegados a este punto se impone inevitablemente la siguiente pregunta: ¿La cultura nos hará más libres?
Ansiosos turistas en el Louvre queriendo captar la imagen de la Mona Lisa. Foto Cortesía: Alicia Steels/Unsplash
Lo que requiere a su vez de otra pregunta: ¿El tipo de cultura que produce el capitalismo neo-liberal nos permitirá tener una vida más creativa, emancipada y más significativa?
Respondan. No sean tímidos.
Por mi parte, lo único que puedo decir es que me sorprende cada vez menos ver cómo cada vez más personas, tanto profesionales amigos como legos extraños, opinan gratuitamente acerca de asuntos de los que poco o nada saben. Y, además, no solo exigen ser escuchados sino que su opinión sea tenida en cuenta. Es el mundo al revés, si no fuera porque el neo-liberalismo no solo establece las categorías disonantes de riqueza-pobreza sino también cada vez más las de conocimiento-ignorancia.
Portada del libro Ignorance. A Global History del historiador británico Peter Burke. Foto Cortesía: Yale University Press.
El historiador cultural británico Peter Burke acaba de publicar en castellano Ignorancia. Una historia global (Alianza Editorial). Me muero por leerlo ya que mi enfoque es contemporáneo y el de él longue durée, pero me congratulo de estar intelectualmente alineado con él.
Es hora de poner punto final.
Portada del libro Animal Farm (1945) de George Orwell. Foto Cortesía: Paco Barragán.
A modo de letánico consuelo me digo entonces por ahora —parafraseando al gran Orwell y su granja— que todas las opiniones son iguales, ¡mas unas son más iguales que otras!