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Beatriz Sarlo y el heredero menos pensado

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Por Santiago Canevaro

“Escándalo y repercusión pública se implican. Ocupar un lugar público, aunque sea durante una secuencia efímera, es no solo la consecuencia, sino una condición inseparable del escándalo exitoso. Por eso, el escándalo es una de las formas de la notoriedad actual, una forma que no exige de sus protagonistas ni calidad ni logros, sino que sean suficientemente conocidos como para convertirse en personajes. Este es un requisito y no funciona siempre invariablemente bien ni con la misma intensidad” (La intimidad pública, Sarlo, 2018, Seix Barral)

Un fantasma recorre la intelectualidad argentina: la posibilidad de que un encargado de edificio figure como heredero de una de las ensayistas más influyentes del país produce conmoción. El desconcierto no solo responde al gesto legal, sino a lo que sugiere: un cruce inesperado entre clases, afectos y roles. El afecto trastoca las jerarquías, erosiona las fronteras entre lo profesional y lo íntimo, entre la figura letrada y el trabajador, entre la cultura y el cuidado, entre lo intelectual y lo manual. La confianza se vuelve ambigua y enigmática: puede sostener un legado pero también ponerlo en jaque.

Beatriz Sarlo falleció en diciembre de 2024. A su velorio asistieron colegas, intelectuales, y también Melanio Meza López, el encargado del edificio donde Sarlo vivía desde 2004 y quien, según trascendió, fue quien la internó durante su última crisis de salud. Dos meses más tarde, Meza López se presentó ante la Justicia con dos testamentos holográficos —fechados en junio y agosto de 2024— en los que la escritora, supuestamente, le legaba su departamento. En el primero, con fecha del 9 de junio de 2024, se lee la siguiente frase:

“Yo, Beatriz Sarlo, doc 274441283, quiero dejar certificada mi voluntad de que, en caso de mi desaparición u otro accidente, mi gata Nini deberá quedar a cargo de Alberto Meza, doc 94700895. Certifico con mi firma.  — Beatriz Sarlo”

El segundo con fecha del 2 de agosto de 2024 resalta la siguiente indicación: “Alberto Meza, quedás a cargo de mi departamento después de mi muerte. Y también quedás a cargo de mi gata Nini, que te aprecia tanto como te aprecio y valoro yo.  Beatriz Sarlo”.

La reacción fue inmediata. Amigos, ex pareja y figuras públicas rechazaron la legitimidad del testamento y comenzaron a movilizar recursos legales. La disputa incluyó a su ex esposo Alberto Sato —quien reside en Chile desde hace décadas—, recientemente una prima de la escritora y hasta el Gobierno de la Ciudad, convocado como posible heredero en ausencia de familiares directos. Lo que estaba en juego no era solo una propiedad, sino el destino simbólico y material de un patrimonio intelectual: archivo, biblioteca y derechos de autor.

En simultáneo, comenzó a tomar fuerza una narrativa mediática que, retomando ciertos tópicos de la serie El Encargado —donde el encargado  manipulaba a los residentes—, empezó a construir la figura de Meza López como la de un oportunista: un desclasado con ambiciones fuera de lugar. La imagen del trabajador de confianza, forjada en la cercanía cotidiana y en una relación afectiva visible con Sarlo, fue desplazada rápidamente por la del intruso. La moral progresista vaciló ante la presentación judicial de quien hasta entonces había sido percibido como un aliado discreto en la cotidianeidad de la intelectual.

Pocos días después del revuelo mediático y judicial que provocó la presentación del testamento por parte del encargado el juzgado intervino formalmente. Ordenó restringir el acceso de Melanio Meza López al departamento de la calle Hidalgo, del cual todavía conservaba las llaves. La medida fue acompañada por un pedido de inventario detallado de los bienes: libros, obras de arte, papeles personales y la colección de discos que ya había despertado polémica al aparecer en plataformas de venta online.

El operativo incluyó también el cambio de cerradura, con el fin de evitar cualquier ingreso no autorizado y garantizar la conservación del patrimonio material e intelectual de la ensayista. La cerradura se cambió, pero quizás lo que se buscó cerrar es algo más complejo: una zona ambigua donde afecto, confianza y herencia se entrelazaron sin reglas claras.

Aun así, un gesto mínimo sobrevive al litigio: según lo expresado en la carta que el encargado presentó en la Justicia, la gata Nini fue entregada a Meza López, tal como Sarlo habría deseado. En medio del conflicto por los bienes, el cuidado de una vida frágil se convierte en el único legado sin disputa.

El límite borroso entre ayudar y pertenecer

El caso de Sarlo y el encargado de su edificio permite pensar la lógica invisible de muchos vínculos entre empleadores y trabajadores que viven donde trabajan. Los encargados de edificio, especialmente cuando tienen su vivienda en el edificio, están disponibles más allá del horario laboral, y su cercanía física se convierte muchas veces en una forma de apoyo afectivo. En edificios donde viven adultos mayores, los encargados pueden convertirse en figuras clave en sus múltiples tareas: hacen las compras, gestionan turnos médicos, cuidan mascotas, realizan arreglos en sus hogares, contienen emocionalmente.

Ese fue el rol de Meza López durante años. Según testimonios, tras la muerte de Rafael Filipelli, último compañero de Sarlo, el vínculo entre ella y el encargado se volvió más estrecho. Compartían charlas, café y whisky nocturno. Durante el aislamiento por COVID-19, esa relación se intensificó. Él tenía una copia de las llaves del departamento y era su contacto de confianza. Las necesidades y dependencias se vieron potenciadas en un período en donde la presencia de los encargados para los adultos mayores fueron cruciales. Todo esto era sabido y validado por el círculo íntimo de la escritora. Hasta que decidió recurrir a la justicia para reclamar su herencia.

La sospecha retrospectiva

La presentación del testamento holográfico cambió la lectura de los hechos pasados. Aquello que fue confianza, devino en manipulación; lo que antes era cercanía y  desinterés, se volvió cálculo.

Una de las primeras formas de impugnar la legitimidad del testamento fue poner en duda la condición neurológica y cognitiva de la escritora al momento de escribir la carta holográfica. En una entrevista, Hugo Vezzetti —amigo cercano— admite que “quizás” ella ya mostraba algunas deficiencias neurológicas después de la muerte del último cónyuge. Este titubeo habilita la sospecha de influencia o manipulación. El hecho de que no haya testigos del momento en que se habría escrito el documento alimenta la incertidumbre. Otra de las formas de rechazar el reclamo se vincula con una sospecha que se proyectó retrospectivamente sobre años de vínculos cotidianos. También Hugo Vezzetti, amigo cercano de Sarlo, expresó su decepción en televisión y el cambio de postura:

“Confié en Melanio hasta hace poco. Pero cuando se difundió que los discos estaban a la venta, algo se rompió”.

En síntesis: la aparición del robo y el aprovechamiento de una situación de vulnerabilidad psicológica alimentaron los fantasmas de la manipulación y el cálculo orquestados por el encargado.

Este mecanismo de relectura moral de los hechos es usual y conocido. Lo he encontrado, por ejemplo, en los expedientes del Tribunal del Servicio Doméstico https://www.revistaanfibia.com/el-costo-de-las-relaciones-domesticas/. Cuando una trabajadora demanda legalmente a su empleador/a, suelen activarse narrativas morales que reinterpretan el pasado para desacreditarla: se la acusa de deshonestidad, de haber traicionado el afecto compartido. En esos casos, la demanda se vive como una doble afrenta: al vínculo emocional y al orden social que lo enmarcaba.

La figura del trabajador que judicializa un lazo afectivo se convierte entonces en una amenaza que se visibiliza a partir de que realiza una demanda (ilegítima). No solo reclama derechos, sino que altera el relato que lo mantenía en su lugar. Lo que para algunos fue entrega y cuidado, se transforma en ambición y codicia. Lo que para otros fue soledad compartida, se presenta como manipulación. En ese desajuste moral, en esa ocupación ilegítima de un lugar social, se vuelve evidente la incomodidad de una pregunta: ¿quién tiene derecho a heredar, a quedarse, a pertenecer?

Las expectativas de clase de Melanio se enfrentan a una frontera moral tan invisible como infranqueable. Allí se activan estereotipos que, entre el mérito y la sospecha, regulan quién merece —o no— mejorar su lugar en el mundo. Más allá de la autenticidad del testamento, lo revelador es cómo ciertos modos de pensar organizan lo social: jerarquizan orígenes, fijan roles y definen qué aspiraciones son legítimas y cuáles desafían el orden. Finalmente se trata de pasajes, de cuando aquel que cuida, con quien se comparte intimidad, complicidad busca traspasar esa posición a partir de desconocer su condición. Porque cuando lo excepcional amenaza con instalarse como norma, el resguardo moral de la desigualdad exige ser restituido.