Sol Klinkenberg conoce Corea del Sur desde que no estaba de moda. Cuando cubría la crisis de los países asiáticos como periodista de la sección de Economía y Negocios en los años 90. Tiempo después adoptó una gata y le puso “Asia”, porque su interés por Oriente siempre estuvo y escribió “Proyecto Corea”, una novela difícil de encasillar aunque la sitúen en el género romántico.
Si bien hay una cazadora de talentos de Estados Unidos que viaja a ese país buscando contratar actores para una serie, la similitud con una historia de amor tradicional es escasa. Los géneros se suceden sin solución de continuidad como en el cine coreano.
La novela comienza con una historia en 1950 y, como si fuera un guion, en las primeras páginas presenta a todos los personajes. Editada el año pasado en Argentina por el sello VeRA, de VR Editoras, fue escrita muy cerca del casco histórico de Buenos Aires y no aparecen personajes argentinos en ella.
Periodista, escritora y artista visual, estudió Negocios Internacionales, Marketing, Publicidad y Management, y todo esto aparece de alguna manera en esta, su primera novela, donde el protagonista es sin dudas el amor, un amor distinto al que solemos practicar por estas partes del mundo, considerado el Occidente. También hay una particular visión de cómo es la vida de las mujeres, estén donde estén, sean nativas o inmigrantes, lo que es lógico si uno la escucha en su programa de radio “Hacedoras”, los viernes de 17 a 18 horas en FM La Tribu 88.7, un espacio destinado a darle visibilidad a lo que hacen las mujeres en literatura, teatro, cine, música, ciencia, entre otras disciplinas.
Sol habla coreano.
¿Cómo se escribe una historia de amor en el siglo XXI, desde Argentina y ambientada en Corea?
Ese también fue todo un desafío. Sobre todo, porque todavía tenemos muchos prejuicios al respecto. Parece que cuesta hablar del amor. Aun cuando hemos tenido novelas como “Ana Karenina”, de León Tolstoi, “Lo que el viento se llevó”, de Margaret Mitchell, o, una más actual, “Los puentes de Madison”, de Robert James Waller, que se han transformado en películas con grandes índices de audiencia. Ahora, salvando las distancias, escribir un romance contemporáneo tiene sus exigencias, sobre todo en cuanto a lograr que el conflicto sea verosímil. En el caso de “Proyecto Corea”, ambientar la historia en Asia me permitió transitar y mostrar un concepto de amor que es distinto al que tenemos en Occidente: el jeong. Se trata de un lazo afectivo que se cultiva con el tiempo. Son gestos, más que palabras. Y aplica a todas las relaciones. Entonces, el amor no se vive como una cuestión de vida o muerte, al estilo de “Romeo y Julieta”. Es algo que te une a otro ser y perdura a través de los años, aun cuando no convivas con esa persona o estés a kilómetros de distancia. Creo, en lo personal, que es una idea del amor mucho menos ligada a la “conquista” o a la “apropiación” del otro, que es interesante para las preguntas que nos venimos haciendo de un tiempo a esta parte en relación a los vínculos de pareja. En la novela, en determinado momento, un personaje dice: “Tengo la esperanza de que en el camino de regreso vuelvas a encontrarte”. Y hay algo de eso sobrevolando las páginas. Tanto para dar con el amor como con tu lugar en el mundo. Estés a más de 19.000 kilómetros o a la vuelta de la esquina, pienso que primero tenés que trabajar quién sos y de dónde venís para poder dar un paso hacia adelante. Aunque la búsqueda de la identidad es una quimera sin solución de continuidad y que atraviesa todos los géneros, como en una serie coreana.
¿Por qué escribiste este libro?
Porque quería hablar de la resiliencia y sobre la capacidad que tiene el ser humano de superar sus traumas, de seguir adelante. De apostar a la vida. Y si bien podemos encontrar historias de esto en todo el mundo, conocer con más detalle lo que atravesó Corea y su gente, me conmovió profundamente. Solo en el siglo XX, sufrieron durante 35 años la ocupación japonesa, durante la cual hasta les prohibieron hablar su propio idioma; años más tarde, vino la guerra de Corea, que terminó con la división del país en dos –como si de un día para el otro, nos dijeran que de Córdoba para arriba, es otra Argentina y no podés pasar, ni siquiera para visitar amigos o familiares; un dolor inimaginable- y que lo sumió todo en la destrucción y el hambre más absoluto; y recién después, de atravesar varias dictaduras pudieron llegar a la democracia, con crisis económicas e intervención del FMI incluida.
Si bien la novela se enmarca en el género romántico, hay varias historias en una, hay capas; y muchos de estos temas aparecen, como, por ejemplo, uno muy actual: las migraciones y las diásporas, y una pregunta que no pierde vigencia en un mundo globalizado y que –en lo personal, viví muy cerca-: ¿qué significa ser extranjero? ¿Dónde está mi hogar, en el país en el que nací o en el que vivo? ¿A dónde pertenezco?
¿Cuánto tiempo te llevó?
Debo reconocer que escribir una historia que sucede en un país que está a 19. 459 kilómetros del tuyo es todo un desafío. Mi primer contacto con la realidad coreana había sido en los ’90, cuando ejercía como periodista de negocios y tuve que cubrir la crisis financiera de esos años en Asia. Mucho tiempo después, durante la pandemia, me reconecté a través de las series coreanas. Pero, sinceramente, entré a su cultura cuando comencé a estudiar el idioma. El lenguaje fue el portal de ingreso a su historia, su geografía y sus creencias. La investigación en sí comenzó un año antes de la escritura del libro y luego continuó durante los dos años que llevó su desarrollo. En total, fueron tres años. Relacionarme con la comunidad coreana presente en Argentina y hacer entrevistas aquí y en Corea, fue fundamental también.
¿Y qué puntos de contacto encontraste con Corea?
Muchos, por ejemplo, en lo vincular. La protagonista es una manager de talentos de Estados Unidos, a quien envían a Corea del Sur a contratar actores para una serie, porque ella ya vivió en su adolescencia en ese país. De hecho, tiene una familia adoptiva de esa nacionalidad. La figura de la abuela es muy importante en la historia, como, me atrevería a decir, en la de muchos de nosotros; y las “halmeoni”, como se las llama en coreano, también son toda una institución allá. Pero también es cierto que necesité esa distancia para incorporar, bajo otra piel, vivencias de mi propia historia. Yo también tuve una abuela adoptiva, aunque de otra nacionalidad, que dejó una gran huella en mí.
Corea, un cuidado trabajo de marca-país
Lo primero que me atrapó de Corea fue su capacidad para contar historias: su “storytelling”. Los guiones de sus k-dramas están realmente bien escritos, con planteos actuales y profundos; los personajes tienen gran densidad emocional; los argumentos vienen con estructuras y giros novedosos… Y la realización técnica no tiene nada que envidiar a las producciones de Estados Unidos. Por eso también me interesó incluir todo este universo en el libro. Pero quizás vale la pena destacar que lo que subyace detrás de la “ola coreana” o “Hallyu”, como se la llama, es un gran trabajo de marca país. Creo que tenemos mucho para aprender de eso. O para recuperar. Argentina lo tuvo en algún momento, con el tango o las telenovelas que exportábamos.
Nada del éxito actual que vive el k-pop, el k-beauty, la gastronomía coreana y hasta las mismas series, que hoy están en todas las plataformas de streaming, es fortuito. De hecho, hace unos meses se instaló en Buenos Aires una sede de la Korea Creative Content Agency (KOCCA, por sus siglas en inglés) una agencia que depende del Ministerio de Cultura, Deporte y Turismo de Corea, con el fin de promover el intercambio y la producción en Latinoamérica. Y, por su parte, el Centro Cultural Coreano, que depende de la embajada, también desarrolla una intensa actividad, desde Argentina hacia toda la región. Inclusive la Asociación Civil de Coreanos en Argentina (ACCA) participó por primera vez, este año en la Feria del Libro de Buenos Aires, con un stand propio, desde donde promovió, aprovechando el empuje generado por el Premio Nóbel ganado por Han Kang, que los argentinos no solo conocieran su obra, sino la de muchos otros autores y autoras coreanas. Hay un gran involucramiento tanto a nivel gubernamental como comunitario, porque se entiende que la cultura es lo que le abre la puerta al consumo del resto de sus productos en el mundo; y eso es clave para su desarrollo económico.
Aunque cuando se dice “Corea” la pregunta es inevitable: ¿del Norte o del Sur? En el trabajo de marca esto no se quiere discriminar. Quizás porque, aunque hay una Línea de Demarcación Militar (DML) que divide el país en dos, técnicamente la guerra nunca terminó. Solo se dictó un “alto de fuego”. Y quizás porque dentro de esa elipsis convivan dos deseos: el político, de que un modelo de gobierno gane por sobre el otro; y el de su gente, que sigue luchando, 72 años después, en una carrera contra reloj, para reunirse con sus familiares que quedaron del otro lado, aunque muchos de ellos ya no estén y a otros, apenas les quede tiempo, porque, a pesar de invasiones, conflictos bélicos e intereses económicos, para el “han”, el sentimiento que define al ser coreano, las fronteras no existen.