CARGANDO

Buscar

Los desastres del desarraigo: un encuentro con Matta en el MALBA

Compartir

Por Javiera Miranda Riquelme

Seguía colgado en la misma pared que la primera vez y todas las otras veces. Fui a verlo empujada por una intuición punzante y un razonamiento escapista. Al mediodía había ido a cubrir la inauguración de un artista español en el Museo de la Inmigración. Durante la entrevista que le hice utilizó palabras como “exilio”, “fronteras”, “viaje”, “regreso”, “memoria”, “familia”. Su muestra constaba de fotografías sobre estructuras arquitectónicas españolas y francesas que habían sido utilizadas como campos de detención durante la dictadura franquista y la Segunda Guerra Mundial. El artista había tomado las fotos de noche e iluminó las estructuras en ruinas para que contrastaran con la negrura de la madrugada.

Luego de hacer algunas tomas en video para registrar la exposición, salí del museo caminando por las veredas desabridas de la Avenida Antártida Argentina, hasta llegar al subte de Retiro. Durante el trayecto sentí que el español me había contagiado un sentimiento en general incierto pero con refracciones de abatimiento. Al rato, por inercia, ya estaba en el MALBA. Caminé por las salas con la solemnidad con la que un perito ingresa al perímetro de un crimen. Y ahí estaba Los Desastres del Misticismo (1942) de Roberto Matta, el cuerpo del delito.

El cuadro tiene algo de estallido planificado, de caos meticuloso: líneas que se entrelazan en un fondo cósmico, espesores que se amontonan como la humadera densa de una sala de fumadores. El negro parece expandirse desde el centro y marca una frontera entre las geometrías más corrugadas y la luz a campo abierto, dejando apenas núcleos rojizos y amarillos que estallan como pequeñas catástrofes interiores. Ese fondo negro es un luto, como el de las fotos del español. Un luto cósmico sin amparo, y una piedra roja en la mitad derecha del cuadro que se muestra como el centro de la tensión, una fuga que se precipita hacia otra atmosfera más ligera. La piedra roja parte y no vuelve, como su autor respecto de su país.

Me quedé un rato parada frente a la obra. Mi problema con las artes visuales es que soy una mujer de letras, de palabras. De poner nombres y restricciones a las cosas para mantener domesticada la neurosis. Y Matta es propio, íntimo, pero innominable.

Mientras estaba ahí recordé la exposición Matta: 11.11.11 que se organizó en el Centro Cultural Palacio La Moneda –ese subterráneo con tintes modernistas ubicado justo abajo de la casa de gobierno de Chile– en el año 2011 con el motivo de los cien años del natalicio del artista, y que reunió más de cien obras provenientes de colecciones de más de diez países. Recuerdo haberme preguntado cómo alguien acorralado entre una cordillera y un océano terminó en una mesa tomando ginebra o whisky o absenta con Bretón, Magritte, Picasso, Duchamp, Gorky, García Lorca y Alberti.

El año pasado, una amiga chilena vino a visitarme. Fuimos al MALBA, y cuando pasamos frente a Los Desastres del Misticismo le dije: “Este es de Matta”. Ella le tomó una foto rápida y siguió caminando. Me molestó. No por una superioridad moral o por esnobismo, sino por amistad. Pero claro, ella vive en Santiago, toma el Metro todos los días, y pasa por la estación Quinta Normal, donde se exhibe el mural Verbo América, hecho en cerámica y donado por el propio Matta. Ella es una chilena entre chilenos de visita en Buenos Aires. Yo, en cambio, una chilena en Buenos Aires que podría volver a Chile en cualquier momento, pero que carece de motivos simbólicos para hacerlo. Una inquietud de desarraigo que no tiene nada que ver con el chovinismo, aunque quizá sí con la histeria.

Después de un rato parada frente al cuadro de Matta, la intuición que me había llevado al MALBA comenzó a parecerme un poco ingenua, así que preferí ir a casa. A la de Buenos Aires, la de Santiago está lejos, atrapada en el espesor del smog.