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Fotografía blanco y negro: una verdad paradójica

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Por Luz Marti

“Siempre tengo la impresión de que en toda fotografía el color es una capa fijada ulteriormente sobre la verdad original del blanco y negro”
Roland Barthes

Una mujer entrena a un caballo en un corral, sobre la nieve. Dos gallos muertos derraman hilos de sangre sobre una pared. El Dr. Ceriani, la mirada fija en el suelo, toma café después de operar en un hospital rural al pie de las Rocallosas. Un soldado reza en una camilla en la selva de Viet Nam. Dos parejas juegan en la playa. Un chico ruso de orejas grandes sostiene en sus manos un pez recién sacado del agua. Dos hojas de papel con poemas escritos chorrean tinta mojados por la lluvia en una soga para ropa. Una familia de chinos desenfocada tras las ramas de un ciruelo. Ocho fotos en blanco y negro de distintas épocas. Me atraen. Quiero verlas de esa manera, entrar en ellas. Alguien ha elegido mostrarlas así. O no tuvo otra opción. No importa. Quiero esa magia, ese coraje de atreverse a mostrar el mundo descartando el escollo del color para abrirnos la puerta a posibilidades casi fantásticas.

La propuesta minimalista de decir más con menos, nos incita a abandonarnos a la emoción, a permitirnos alcanzar la profundidad del tema, a perseguir pequeñas epifanías a través de una desestabilizante narración monocromática. De estar en color, siento que no ganarían nada. Así, nos piden que nos detengamos, que nos fijemos bien, hay algo que se esconde: la esencia de las cosas nunca se encuentra en la superficie.

El color se deteriora, y con él, el objeto foto, no la esencia del instante de la toma, ni la de las personas que aparecen en ella.  Se alteran los porcentajes de amarillo, magenta y cian, la foto vira al azul, al naranja. Algo hace ruido y da pena. Como si perdieran una dignidad que sólo el blanco y negro pudiese devolverles.

Para ciertas generaciones, la foto en blanco y negro no es sólo la foto de la nostalgia, sino la foto de la verdad. El fotoperiodismo de la tapa del diario, del alunizaje en la revista LIFE, la denuncia de Koudelka. Pero puede ser – y lo es, sin duda – también la forma gráfica de la poesía de Sudek, Michals o de Graciela Iturbide.

Sacar en blanco y negro abona el mito popular de que se es un buen fotógrafo, casi como el de que una copia grande es una buena foto. Frente a eso pienso en el pequeño y delicado formato de las imágenes en blanco y negro o apenas teñidas con té o café, de Masao Yamamoto que afirma “prefiero susurrar mis mensajes al oído antes que comunicarlos en voz alta. Susurros tan suaves que puedan inducir a confusión, como si de una ilusión se tratara”. Recuerdo las delicadísimas naturalezas muertas de Josef Sudek con sus interiores de ventanas empañadas y vapores domésticos, la catarsis del dolor de Douane Michals en su “Carta de mi padre” y la belleza inevitable del mercado de Juchitán en las imágenes de Graciela Iturbide.

Yo tengo una pequeña colección de fotos viejas, compradas en mercados de pulgas. Tomas de familias desconocidas que divido en categorías: Gente con autos, Gente en la playa, Disfrazados, Parejas. Todas en blanco y negro, a excepción de algunas perlas, coloreadas a mano: Ocho poses de Marcelito a sus cuatro años en un mismo papel, los cachetes rosados, la camisita verde agua, el tubo del teléfono en la mano. Un trabajo artesanal de ternura inconmensurable como el de los novios enmarcados en un vidrio bombé, los labios rojos y el collarcito de perlas de la novia, la corbata oscura y el jazmín diminuto en la solapa arrugada de él.

El pasado de cada familia se atesora y refugia en un blanco y negro piadoso que dulcifica rasgos, disimula detalles de fealdad y pobreza y conserva, aún mal sacado y fuera de foco, un aura mágica. Esa aura se añora. El blanco y negro se elige deliberadamente por sus efectos contundentes y perturbadores para proponernos bucear más profundo y descubrir nuevas capas de realidad desde una dimensión casi surrealista.

Navegando por Internet me detengo en “La balada de la dependencia sexual”, un trabajo en color de Nan Goldin que nos involucra en el sufrimiento insoslayable de sus amigos y de ella misma. Imagino que sacándole el color a esas imágenes se adormecería un poco nuestra angustia ante la sordidez de semejantes vidas. El blanco y negro parece ejercer una fuerza que pusiera distancia y empujara la situación violenta y ajena hacia un territorio más sobrenatural y distante que no nos turbe tanto, haciéndonos creer que se trata de “cosas que le pasan a otros” y de las que, probablemente, estemos a salvo.