La política y los Estados se encuentran con este “individuo”, al mismo tiempo, empoderado –de alguna manera- y, por otro, desprotegido. Embroncado, resentido, que buscar reparaciones. Una individualidad que se encuentra con otras con las cuales no quiere dialogar, e inclusive que detesta u odia. El discurso de odio hay que ir a buscarlo entre las relaciones interpersonales, vecinales y comunitarias más que en grandes discursos políticos. El odio al Estado y a sus políticas reparatorias (con sus problemas e insuficiencias) no nació en la lengua de un presidente, sino en el fastidio en la estatalidad que se vive en el mundo cotidiano, en las “injusticia” de sus políticas focalizadas que distribuían a unos sí y otros no. Allí, en lo social, pasa algo, esa es la jungla a la cual una parte de la política no entra o no quiere entrar. Perdió audibilidad. Eso que pasa “allí” hay que ir a capturarlo definitivamente, sin soberbia, pensarlo, para que “eso” no tome por asalto el Estado, o lo que queda de este, o lo que quedará de él.