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Vivir rotos y en estado de shock

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Por Esteban De Gori

Obra: Iván El terrible y su hijo de Ilya Repin (1885)

Vivir con esa sensación que todo el tiempo pasan cosas, que la vida tiene una velocidad incontrolable y que la rutina cotidiana se fagocita todo. Esa experiencia nos pone en estado de alerta. No llegamos, te juro. Como nunca el mundo material tiene un peso brutal sobre las vidas de las personas. Con mucha intensidad nuestras miradas y emociones están puestas en evaluar cómo lo estatal asigna prestaciones y bienes a los otros. Miramos a lo estatal y a los otros y otras que este reúne, organiza y mediatiza. Padecer y mirar al otro. Buscar revancha social por lo que no se dio y mirar al otro. Padecer de manera solitaria en sociedades desenganchadas de viejas referencias y del vínculo con la política. Mucha gente suelta. En esa mirada (emocional) se construyen odios, resentimientos y preocupaciones on fire. La política se encuentra con individuos padecientes, con las personas que no llegan a cumplir sus expectativas y con la mirada que se construye sobre los otros y otras. Las políticas públicas, a modo de ejemplo, en muchos casos fueron experimentadas por una parte de las sociedades como injustas: le dan a él pero no me dan a mí. Yo debo trabajar todos los días mientras subsidian a otros. Esa persona gana lo mismo que yo sin hacer nada. Atienden a esa mujer y no a otras tantas que tienen más o iguales necesidades. Intentando resolver situaciones injustas de ciertos grupos sociales o particulares provocaron malestar y rechazo en otros. El Estado, que hoy es un “ente” vapuleado, se fue desfinanciando mucho antes de que los partidarios del “Estado mínimo” los pongan al límite. La carga social que implica la vida social y económica actual nos lleva a fantasear o imaginarnos todo el tiempo sacarnos peso (kilos, impuestos, normas). Los individuos, durante años, fueron quedando desprotegidos de un Estado que tenía las intenciones de redimirlos o repararlos pero que en la práctica promovía la bronca de un sector de la sociedad sobre sí mismo. Para odiar o detestar o rechazar al Estado es porque este se fracturó en sus promesas y garantías mucho antes. El Estado se quedó sin nafta en el medio del río dejando de lado y con sabor amargo a millones de paladares ciudadanos.

Desde la pandemia hasta la actualidad ha aumentado la pobreza a nivel mundial y se ha acentuado el declive de las clases medias a nivel mundial. Un proceso que debería buscarse en los años 70 del siglo anterior. Millones de individuos buscan un destino a tientas apostando por distintos planes (políticos, de ahorro, de gastos, existenciales, financieros). Se producen movimientos subjetivos interesantes, personas que buscan refugio en valores o discursos tradicionales como si advirtiesen que allí hay una posible seguridad. Solamente por el placer de sentirse cerca de algo que parece estable.  Lo tradicional, en muchos casos más allá de su contenido, se vuelve una “herramienta” para enfrentar a partidarios de ciertos avances sociales y derechos individuales (nuevas sexualidades, despenalización del aborto, etc). Una tabla de salvación. Politicos, políticas, artistas, cantantes, periodistas e influencers que arriban o se afirman en creencias religiosas. Reyes del reggaetón que desembarcan en el evangelismo y líderes políticos que se inscriben en largas tradiciones esotéricas y trascendentales o que buscan la aprobación de ciertas religiones en espacios públicos. ¿Estamos ready Jesús?  

La subjetividad individual, debemos destacarlo, “fisuró” al Estado y reclama poderes para disputar su apelación y mirada a lo colectivo. Lo colectivo no existe, ya fue. Otras personas buscan seguridades en apps que ayuden a salvaguardar e incrementar magras finanzas populares. Apps que los salvan de los bancos y de sus requisitos excluyentes. Apps que los integran frente a un Estado e instituciones que no lograban hacerlo.

A este panorama social se suman desestabilizaciones financieras y geopolíticas que nos hablan de las fragilidades y tensiones que habitan entre diversos países y bloques. Todos los días estamos ante la inminencia de que suceda algo.  Estamos ante el laboratorio de una subjetividad contemporánea que se va instituyendo en este proceso de desestabilización, caos y de “no llegada”. Una subjetividad que siempre se observa a sí misma repitiendo la “largada”. Una insatisfacción silenciosa, fatigosa y potente se va anunciando. Una frustración que se acumula en pequeñas capas sociales y que revienta en escenas de micro y macro violencia. No hay peor sensación que el asedio de no poder llegar a realizar expectativas, sueños y deseos. Una gran parte del mundo habitamos esa zona de inestabilidad, caos y “no llegada”. Esa sensación  de estar ahí, un cimbronazo y  caerte. Subir y bajar.  

Todos consumimos y nos abastecemos de algo para no ser arrasados. Tenemos que auto protegernos. Somos los cowboysy cowgirls de nosotros mismos con un rifle preparado para defendernos. Hay algo de la soledad y desprotección que nos asedia, que nos pone en guardia. ¿Y ahora quién podrá defendernos?

Buscamos en los bienes simbólicos y medicamentos espacios de resistencia y reparación. Estamos más cerca de refugiarnos en nosotros mismos que buscar un colectivo donde reconducir nuestros malestares. Somos más una “audiencia” que observa al mundo y a la política al modo en que transcurren los reels, que una precaria militancia que nos obligaría a inscribirnos en tramas colectivas y de responsabilidades mutuas.

El sociólogo Wright Mills que había advertido sobre las medicalización de la sociedad norteamericana en los años 60 se asombraría por nuestros consumos. Rivotril, omeprazol, sinedafil, homeopatía, prozac y puedo seguir con lista interminable. Algo para bajar o algo para subir. Todos tenemos un vademécum que nos asiste.

Esta subjetividad no circula en el vacío, instituye liderazgos que cumplen sus deseos resentidos y de reparación: aunque eso suponga “castigar” a ciertos sectores sociales (muchas veces los vulnerables) en nombre de una individualidad imperativa, someter a todos y todas a pequeños y grandes sacrificios, desgastar a un Estado que ha cumplido a medias y a su clase política. Estamos ante el liderazgo de individuos o de audiencias que en su paso por lo cotidiano y público pueden desposeerse mucho más, afirmarse en su soledad y desprotegerse hasta el límite. Vivir en estado de shock permanente. Esperando cosas que no suceden o que suceden con demasiados esfuerzos. Y circulando por ahí, repitiendo largadas o buscándolas para  intentar partir.

La política y los Estados se encuentran con este “individuo”, al mismo tiempo, empoderado –de alguna manera- y, por otro, desprotegido. Embroncado, resentido, que buscar reparaciones. Una individualidad que se encuentra con otras con las cuales no quiere dialogar, e inclusive que detesta u odia. El discurso de odio hay que ir a buscarlo entre las relaciones interpersonales, vecinales y comunitarias más que en grandes discursos políticos. El odio al Estado y a sus políticas reparatorias (con sus problemas e insuficiencias) no nació en la lengua de un presidente, sino en el fastidio en la estatalidad que se vive en el mundo cotidiano, en las “injusticia” de sus políticas focalizadas que distribuían a unos sí y otros no. Allí, en lo social, pasa algo, esa es la jungla a la cual una parte de la política no entra o no quiere entrar. Perdió audibilidad. Eso que pasa “allí” hay que ir a capturarlo definitivamente, sin soberbia, pensarlo, para que “eso” no tome por asalto el Estado, o lo que queda de este, o lo que quedará de él.

Existe otra parte de la política que sí entra a esa jungla, que consume y es consumido por los padecimientos, frustraciones y emociones que atraviesan los vínculos rotos. Quienes ejercen el poder pueden quedar atrapados intentando saciar esa fisura, representar lo inagotable de expectativas irresueltas y las fobias sociales. Así maniobran en una zona gris, misteriosa, de múltiples posibilidades. Algo sabemos que no resignarán y eso es ancestral: la de buscar su propio sostenimiento y favor por parte de otros y otras. ¿En qué devendrán esos liderazgos que consumen lo roto de los vínculos, lo padeciente, la bronca social y la frustración?   ¿Cómo surfearán no ya la crisis económica sino aquella instalada en el corazón de los vínculos y de la individualidad? Creo que estamos ante algo novedoso. Algo que configura nuevos regímenes políticos con gusto a caos, imposiciones e incertidumbre.