Incluso si hubiera querido seguir mirándolo a través de la oscuridad, nunca lo hubiera logrado, y no por dificultades visuales. Ese niño tenía los ojos tan brillantes que parecían llenos, rebosantes de secretos como los míos, tanto que si hubiera llorado, la verdad le habría surcado las mejillas para siempre, como un chorro de oro fundido. A partir de esa noche me convertí en actriz en el rol de mí misma, actriz en un espectáculo puntual y monótono -pero al fin y al cabo ya lo era sin saberlo-, y pensé que si paraba se daría cuenta y tal vez él se sentiría responsable. El espectáculo empezó cuando encendí la luz, como todo espectáculo digno de un nombre. Hice mi parte entrando descalza, con el pelo despeinado en ondas cayendo sobre el pecho, la bata de espíritu habitual desabrochada sobre el pijama, como la primera vez, como siempre. Abrí la heladera para sacar el agua con la que llenar el vaso, luego abrí el estante de la derecha, saqué la botella blanca y la puse en forma perpendicular dándole la vuelta. Él no perdió una sola de aquellas “perlas de nada”, en el correr de las tardes y de los días, en el fatigoso avance del verano. A veces tenía la impresión de que si alguna vez hubiera dejado resbalar una o dos gotas más o menos, él lo habría notado y preguntado por un momento si esa noche podría conciliar el sueño o no, justo antes de verme desaparecer, como de costumbre, y para olvidar, centrando la atención en un grillo escondido en una grieta de la pared, en una luciérnaga o una lagartija o una estrella fugaz, o en su hermanito, que por suerte seguía colgando los pies en la silla de al lado sin darse cuenta de nada.