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Feune de Colombi: Me entusiasma escribir, aunque prefiero haber escrito

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Por Valeria S. Groisman

“Creo en el hacer”, dice Esteban Feune de Colombi (Buenos Aires, Argentina, 1980) mientras conversamos acerca de su nuevo libro Limbos terrestres, mi vida en El Bruc (Anagrama). El texto al que acaba de bautizar surgió de un acto inaugural (observar) que desencadenó otros: descubrir, preguntar, aprender, dudar, temer, redescubrir. Esteban se propone, en este ejercicio performático, contemplar el adentro y el afuera como si fueran la misma cosa. O, mejor dicho: como si la intro y la extrospección fueran dos aspectos de un mismo continuum. O mejor dicho aún: como si detenerse en el afuera –en la naturaleza, por ejemplo– fuera para él una vía de acceso al interior. Una suerte de pasaje

(Me permito aquí caer en una digresión: con Esteban fuimos compañeros. Éramos adolescentes y queríamos ser periodistas. En el fondo, creo que lo que más deseábamos era escribir. Ser periodistas para vivir escribiendo (el Esteban de ahora diría “vidar”, medio en broma, medio en serio). Gracias a él conocí el término “ergo”. Nos tocó escribir en grupo una nota sobre voyeurismo y recuerdo que a una oración que ya estaba cerrada él le agregó “ergo” y (creo que) una coma. Tenía eso Esteban: te arrojaba en los ojos palabras que no conocías, como si fueran vocabulario de la calle, de todos los días. Supongo que para él lo eran. Llegaba a TEA, donde estudiábamos, con una pashmina naranja al cuello (juro que era naranja, al menos en mi recuerdo). Se sentaba, cruzaba las piernas y ya en ese entonces se decía poeta. Nos recibimos en 2001 y le perdí el rumbo. Hasta que hace algunos años, un amigo librero me recomendó un texto y era suyo: No recuerdo (Pánico el pánico, 2011). Sonreí hacia adentro: me lo imaginé a lo Perec, a lo Brainard, a lo Calvino, o más acá en tiempo, a lo Maggie Nelson: un poeta con una pashmina al cuello, cruzando las piernas en algún lugar del mundo

También autor de Pasante (Edición de autor, 2000) y Lugares que no (Huesos de Jibia, 2010), entre otros, Feune de Colombi es muchos Feune de Colombi, o uno solo donde todo se mestiza: la actuación, el periodismo, la fotografía, y, claro, la poesía (siempre la poesía).

En 2022 escribió Dos hombres que caminan “a cuatro manos” con Marc Caellas (Barcelona, España, 1974), director teatral, también performer, y autor, entre tantos, del reciente e inclasificable Notas de suicidio (La uña rota, 2022).

Las que siguen son dos entrevistas interconectadas. Una hibridación entre entrevista y comedia. Entrevista y caminata. Entrevista y ping pong. En la primera responde Esteban; a la segunda, se suma Marc.


Acabás de publicar Limbos terrestres, mi vida en El Bruc, un texto entre la crónica y el relato autobiográfico que propone la observación como un ejercicio de convivencia con el Otro, y, al mismo tiempo, de introspección. ¿Cómo te sentiste en ese rol casi antropológico?

Me sentí bien, a veces más cómodo, a veces menos. Más, cuando sentía que todo fluía (con “todo” me refiero, puntualmente, a la escritura de Limbos terrestres, a su discurrir). Y menos, cuando las cosas se atoraban. Me entusiasma escribir, aunque prefiero haber escrito. Quizá por lo sincrético del proyecto. Y de mí. Porque tiendo a medir lo que me pasa con la misma vara, sea intelectual o frívolo, anodino o crucial. A no disociar. A integrar –¿el verbo del momento?–. Para mí, es tan importante estornudar como sacar un libro o jugar al ping-pong. Con el tiempo intento salir del rol, de los roles. Es casi imposible, pero por momentos lo consigo y se siente increíble. Se parece a algo así como dejar de ser, o mejor, a observarse mientras dejás de ser. Las plantas sagradas ayudan; la meditación, también. Al fin y al cabo, la introspección no es más que un reflejo, de a ratos profundísimo, de la extrospección, con perdón del galicismo. Ahí está el dicho hermético: como es adentro es afuera.

Algo de ese intento de introspección ya aparece en No recuerdo y en Dos hombres que caminan, ¿no? En el primero aparece un escritor recuperando recuerdos y convirtiéndolos en enunciados que funcionan como historias mínimas y, en el segundo, un escritor que se une a otro escritor para, muy al estilo de Robert Walser, andar y reflexionar mientras se anda.

Si usás “introspección” como un concepto similar a “autobiografía”, creo que pasa en casi todos mis libros, menos en Del infinito al bife. Tanto como caminar: mucho de lo que hago es a pie. Salir del rol resulta también, en cierta medida, salir del género, degenerarse. Y en la degeneración, lo híbrido cala, y calza, muy bien. Como ponerse a hacer pan por primera vez, sin receta; pan, harina y agua: dale. Las redes sociales, abordadas como un continuum chiflado, son un poco eso. Se fragmenta, se quiebra, se une, se reúne, se cree, se descree. Me gusta que la escritura permita esos cruces, abone esos lances, incluso que los provoque. Lo que vengo leyendo anda por esos surcos. Asimismo, lo que vengo haciendo en “artes vivas”. Es una toma constante de riesgos, confiando en que todo saldrá más o menos bien. No: confiando en que todo saldrá. Y punto. Ahora, si te referís a “introspección” como al intento de narrar un proceso interior, se trata justamente de un intento. Del atisbo de un intento. Me parece difícil, dificilísimo sondearte, extraer pedacitos, alojarlos en una placa de Petri, observarlos durante horas con un microscopio y encima producir –buena– literatura. Lo han hecho tantos antes, y maravillosa, envidiablemente. Hay notables autopsias escritas, más de complots que de victorias.

Limbos arranca con un epígrafe de Miguel Abuelo que dice: “Todo lo de buscar ya fue encontrado”. Quizás no se trate tanto de buscar o encontrar, sino de mirar con otros ojos lo que ya tantas veces se buscó y se encontró. ¿Algo así te proponés en tu nuevo libro?

El libro arrancó antes, con un encargo. Yo vivía hace unos meses en El Bruc y había escrito, a la manera de un diario, algunas vivencias: una toma de hongos, el descubrimiento de la caza de los espárragos. Estaba empezando a habitar este nuevo lugar cuando apareció Silvia Sesé, la directora editorial de Anagrama, y de una manera tan mágica como insólita me encargó que escribiera sobre mi vida al pie de Montserrat. Primero subidón, luego cagazo. Claro, había que poner manos a la obra. Entonces confié en lo que creo que sé, más o menos, hacer. Sé hacer. No es un juego de palabras. Creo en mi hacer, en un hacer infinito, así que hice caminatas, hice entrevistas, hice observaciones de campo, hice investigaciones de biblioteca. Fui haciendo y tomando notas de mi hacer, que se fue abriendo a otros haceres y a haceres de otros, siempre con una mirada fresca, de forastero –lo cual ayuda: más complicado es escribir sobre las raíces de uno, sobre el lugar de nacimiento–. Y lo del epígrafe: tenía un puñado, quedaron todos en el camino menos el de Miguel Abuelo, que saqué de “Buen día, día”, uno de mis himnos. Abuelo es un poeta genial. Vivió inspirado. Esa frase condensaba mis sensaciones la víspera de entrar en imprenta, digamos. Ahora bien, lo de dejar de buscar es en serio (en joda). Y funciona. Porque encuentro.

“¿Lo que hacen los no humanos es trabajar o meramente ser?”, te preguntás mientras mirás cómo tejen las arañas. Párrafos después volvés sobre el mismo tema y decís que reemplazaste la palabra “trabajo” por “vidar”. Así, hace un tiempo, confesás, ya no sentís que lo que hacés sea un trabajo. Me gustaría que me cuentes cómo fue ese proceso, cómo llegaste a este punto en el que hagas lo que hagas no lo sentís como obligación o exigencia. Rutinas domésticas, por ejemplo, se te instalan como experiencias que pueden aportarte algo más que resultados o ingresos.

Me asfixió descubrir el origen etimológico de la palabra trabajo: un palo con tres puntas para torturar a los esclavos. Me asfixió que de pronto tuviera demasiada buena prensa el estar siempre ocupado, “trabajando”. Me asfixió recordar lo que les costaba disfrutar a mi madre y a mi padre. Entonces elegí correrme suavemente de esa resonancia. Me costó. Me cuesta. Sin embargo, lo voy logrando. Es una mezcla entre hacer lo que me apasiona y hacer, simplemente. Hacer lo que sea, estando ahí mientras lo hago: barrer, cocinar, lavar, descansar. Algunas tareas son más exigidas que otras. Y muy de vez en cuando, intento ejercer un hacer no hecho, puro wu wei, aunque se trate ya de otro nivel. Sentarte a no hacer es tremendo viaje: lo hice poco, pero te tiembla el cuerpo. Todo aporta, todo se vuelve meridiano en la experiencia. Lo de “vidar” es medio un chiste porque no aparecía otra palabra. Y así, de a poco, se van horadando un montón de otras creencias asociadas al trabajo, como las vacaciones, los horarios, las rutinas, la productividad, y un largo etcétera más pesado que un collar de melones.

Hay una frase hermosa que dice “El paisaje es la parte de un territorio que se observa desde un determinado lugar”. Sos vos, como observador y como escritor, quien determina dónde empieza y dónde termina ese entorno que pasará a ser “el paisaje”. Esta idea, tan anclada en la naturaleza, me remite a otra, casi en el lado opuesto, que es el recorte que todos hacemos en las redes sociales (y que desde que existe la fotografía hacemos al elegir un ángulo). Ya sea en la vida misma como en el uso de la tecnología, siempre estamos eligiendo un punto de vista. ¿Lo ves así? ¿Cuál es punto de vista, o, mejor, cómo elegís dónde ubicarte para escribir?

La frase está sacada del diccionario, según recuerdo. A mí, a la hora de crear, me sirve mucho un corsé, una restricción, porque me interesa prácticamente todo. En eso soy totalmente oulipiano. En el método, eh. Acá tenía una montaña –es más, la ladera occidental de una montaña– y una serie de sospechas relacionadas con ella. Trazado el radio de acción, sólo quedaba ponerse las botas y salir a averiguar. Lo que intenté fue solapar esas averiguaciones externas con las mías internas, con lo que le pasaba a mi organismo ahora que vivíamos, él y yo, en el campo, conviviendo con mi novia (la convivencia es una sub trama plausible del libro, ¿no te parece?). Creo que elegir es sagrado. Elegir cada cosa que hacés a cada segundo, concientizar que somos los creadores de nuestra realidad. En mi próximo libro hay algo de eso. Y en cuanto a la ubicación desde dónde escribir, cuanto más ubicua, mejor. Una fuerza centrífuga. Desde las tripas. Algo así como la cabina de mando de una libélula antes de la tormenta.

Leí en alguna parte que llegar a estar en el catálogo de Anagrama era una meta pendiente y que lo lograste de una manera que nunca hubieras imaginado. ¿Cómo fue?

Más que una meta, un viejo deseo. Un viejo deseo que había caído en desgracia. Lo conté más o menos así en mi Instagram y varios amigos escritores me felicitaron por hacerlo, diciéndome que muchas veces el hecho de publicar está rodeado de misterios y sospechas, cuando para mí se trataba, en este caso, de una historia preciosa que no hacía falta ocultar:

En 2006 tuve el tupé de escribirle a Alan Pauls para pedirle un contacto en Anagrama porque quería publicar ahí. ¿Quién no? Alan me pasó gentilmente el mail de la responsable de la editorial en Argentina y la cosa se desdibujó.

Quince años después, en octubre de 2021, estoy en Sevilla: le entregan el Formentor a César Aira, a quien entrevisto. Con el pretexto del premio montan unas jornadas en un mega hotel donde juntan a editores, periodistas, agentes y escritores. Los días vuelan entre almuerzos y cenas en mesas redondas junto a gente que no conozco.

En otro almuerzo más rodeado de desconocidos, una mujer sonriente nos propone a los comensales que nos presentemos. Es la directora de Anagrama. De eso, y de que se llama Silvia Sesé, me entero después. Cada quien hace lo suyo, yo empiezo diciendo que vivo en El Bruc. “¿¡El Bruc!?”, exclama ella, dándome pie a que cuente un poco más. Y allá voy: el vecino cazador de jabalíes, el mito del Timbaler, la reunión ovni…

Después de tres o cuatro anécdotas de la vida que hacemos con mi chica en ese pueblito catalán que está frente a la montaña de Montserrat y goza de cierta pátina heroica en la historia del país, Silvia se levanta, me estrecha la mano y me dice que publiquemos un libro sobre El Bruc. Le sostengo la mano, mirando con incredulidad a Marc Caellas, testigo de la escena.

Esa tarde nos pasamos los contactos: esta vez, la cosa va en serio. Un año y pico más tarde, el 11 de enero, el libro sale a la luz en España. Es el 56 –5+6=11, número importante para el libro y para mí– de la colección Nuevos Cuadernos, que timonea Isabel Obiols

¿Cómo conviven en vos el escritor, el periodista, el fotógrafo y el actor? ¿Te sentís identificado con el concepto de artista híbrido?

Conviven fenómeno juntos, y también con el de meditador, yogui, caminante, director, performer, cocinero… En todas las capas vitales y creativas la convivencia –o el amontonamiento– de los yoes es cada vez más absoluta, una suerte de aleph donde se hilvanan, como decía antes, experiencias multi o trans disciplinares. Creo que todo es híbrido, la vida es híbrida, los autos son híbridos. Lo híbrido late en el cruce, en la cruza. De hecho, la palabra está asociada a “bastardo”, a la cría de un jabalí salvaje y una cerda domesticada.  

¿En qué estás trabajando ahora?

¿No habíamos quedado en que no trabajaba?

Es la costumbre, un automatismo (agrego esta frase ahora, mientras transcribo la entrevista: condeno mi torpeza y me río).

Qué está leyendo Esteban Feune de Colombi

1. Los imperdonables, de Cristina Campo

2. Historia natural, de Plinio el Viejo

3. Letters from Iceland, de Auden y MacNeice

Feune de Colombi y Caellas: “Somos un poco como dos peripatéticos, fuera de época y sin embargo furibundamente actuales”

¿Cómo se conocieron?

E: Estas son las cosas que Marc recuerda perfecto. Y que, curiosamente, nos preguntan muy a menudo. Como si fuéramos una pareja, que en cierto modo lo somos, pero mejor: sin convivencias ni sexo ni regaños. Nos conocimos en Buenos Aires, y convivencias hemos tenido unas cuantas, sobre todo durante las giras, y nuestros ascendentes en Escorpio, mi luna en Virgo y su sol virginiano todo lo acomodan, desde preparar un nutrido desayuno hasta llegar puntuales al aeropuerto pasando por el sorteo de la cama (cuando toca compartir un Airbnb).

M: ¡Cómo lo voy a olvidar! Si varios amigos dicen que fui a vivir a Buenos Aires justamente para conocer a Esteban. Y no tardé mucho, la verdad. No llevaba ni una semana (año 2011) cuando Juan Pablo Correa me escribió: “¿Quieres venir el jueves a almorzar a Proa? Tengo una mesa bastante buena”.  Las mesas buenas son mi debilidad. Y esta lo era. A mi izquierda Adriana Rosenberg, a mi derecha Juan Forn, en diagonal María Gainza y en frente un pelirrojo (o cerro prendido) con pajarita, muy serio, con el que no intercambié una palabra. Días después nos cruzábamos en una fiesta a la que nos había invitado el cónsul veracruzano Rafa Toriz, y ahí sí ya me animé a pedirle el teléfono. Nos citamos para almorzar en un restaurante de San Telmo. Locro y risas. Ahí empezó todo.

¿Cómo surge la idea de Dos hombres que caminan?

E: Surgió de un rechazo. Iba a ser un libro para una editorial argentina y terminó siendo, cuando mandamos el manuscrito, un libro para una editorial española. En el camino, la idea cambió, pero no el puntapié: escribir un libro sobre caminar, pero caminado. Escribir caminando, esa era una de las premisas.

M: Sí, son textos escritos en el momento mismo de la caminata, en el teléfono o en una libreta, u horas después frente a la compu. Obvio que luego se revisan y retocan, pero se trata de no dejar que se escape esa primera impresión. También surgió de la idea de escribir un libro a cuatro manos de verdad. Disolviendo o fusionando la autoría, los acentos y el estilo, sirviéndonos del Google Drive, a distancias oceánicas o sentados uno al lado del otro en un palacio abandonado de Lisboa.

Walser es el punto de partida del libro que escribieron juntos. ¿Hay también cierta influencia de la escuela peripatética?

E: Es muy probable que si los peripatéticos influyeron a Walser (¿influyeron a Walser?), nos hayan, por interpósita persona, influido a nosotros. ¿Qué pensás, Cram?

M: Pienso que nos dimos cuenta de los vínculos con lo peripatético una vez escrito el texto. Recuerdo una conversación con Claudia Kerik en Ciudad de México en la que hablamos de Mario Santiago Papasquiaro y cómo ella veía sus deambulares poéticos como los de un sabio griego. Y recuerdo un mail tuyo donde me decías: Somos un poco como dos peripatéticos, fuera de época y sin embargo furibundamente actuales, eso me gusta.

¿Cómo se escribe a cuatro manos? ¿Uno escribe y el otro edita, se reparten los capítulos, escriben juntos?

E: Es un poco como caminar a cuatro piernas. Fuimos probando distintas maneras de hacerlo. Una era bastante genial: por ejemplo, caminábamos el cementerio barcelonés de Montjuïc, que es enorme, por distintos pasillos, mandándonos mensajes escritos por WhatsApp, que luego copiábamos y pegábamos en un archivo de Drive, para ver cómo el otro, ¡en plan ciborg!, agregaba o quitaba…

M: La otra es usar el Google Drive con confianza absoluta en el otro. Si quiere borrar, que borre; si quiere añadir, que añada. Confiar.

En una entrevista publicada en The Objective, Esteban dice que “caminar permite una ociosidad que es contraria a ser productivo”. Pero fue esa caminata que hicieron juntos la que dio paso a un texto, a un producto, un resultado. ¿Estamos atrapados en la idea de ser productivos también cuando nos proponemos todo lo contrario, es decir, cuando descansamos o estamos de viaje o paseamos?

E: Si bien es cierto que un libro como el nuestro es un producto, también cabe decir que se trata de un producto perdedor de antemano. Perdedor, perdedor: perdemos dinero con él, o a lo sumo empatamos. Y está razonablemente bien: elegimos que sea así. Últimamente, lo más cercano a no hacer que hemos hecho –ay, caigo de nuevo en la trampa– fue una entrevista muda de diez minutos al creador español Isidoro Valcárcel Medina. Eso sucedió en el escenario del Círculo de Bellas Artes, en Madrid, durante nuestra propuesta escénica Yo sé perder.

M: Sometidos a la presión de trabajar y producir perdemos cada vez más esa capacidad de jugar tan necesaria. Pocas veces usamos el lenguaje de manera lúdica. Solo hacemos que trabaje. En mi caso, cuando intento ser productivo no me sale muy bien, así que prefiero dejarme arrastrar por la ociosidad y abrazar lo “gánico”, o sea hacer siempre lo que tengo ganas, ya sea escribir, caminar, bailar o tomar plantas sagradas, que son ocupaciones que le dan algo de sentido al sin sentido de vivir.