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Tres frutas generosas (y una ausente)

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Por Mauricio Koch

Peras

¿Cuáles son las cosas importantes en un día cualquiera? En uno de esos días que no están predestinados a quedar en la memoria, ni tienen a priori una agenda que nos ponga ansiosos. Es decir, un día como casi todos, como la inmensa mayoría de los días, un día en el que simplemente nos dejamos vivir y entramos en los afanes con esa actitud un tanto dócil y otro tanto desencantada que nos ha modelado la rutina a lo largo de los años. Lo importante de un día así puede ocurrir en el momento menos pensado, por ejemplo a las 11.25, o por qué no a las 16.10, hora en que decidimos tomarnos un recreo, y mientras pelamos una pera (sí, la tarde anterior, en un rapto de desprendimiento, fuimos hasta la verdulería y compramos peras, manzanas, uvas y hasta medio kilo de pelones, ¡qué locura!) recordamos, de pronto y sin razón aparente, o nada más porque el olor dulce que se desprende de la fruta recién cortada activó nuestra memoria emotiva, que era la fruta preferida de una amiga que ya no está. Lo habíamos olvidado, pero la pera se ocupó de recordárnoslo. No hay otra forma de explicarlo. Porque una pera nunca es solo una pera. Y volvemos a ver a nuestra amiga en su casa del Tigre, con esa enorme canasta que lucía siempre sobre la mesa, un rayo de sol de la tarde inundando casi con violencia su rincón y ella sentada allí, chupando naranjas con un deleite que daba envidia, haciendo ruido al sorberlas, o cerrando los ojos al morder una pera en su justo dulzor. Nunca jamás nadie como ella comió frutas con tanto entusiasmo, ni podía pelarlas con esa facilidad (y velocidad), ni sabía tanto de colores y texturas al ir al mercado, ni se enojaba tanto con el verdulero cuando a pesar de sus sospechas se dejaba convencer y en efecto la fruta estaba, como bien suponía, fea. No dejaba de reclamar al día siguiente, “las peras que me vendió ayer estaban secas, las naranjas eran pura pinta, los pelones vinieron sosos y sin gracia”. Usaba mucho esa expresión para definir la calidad de las frutas: con o sin gracia. Con las personas aplicaba el mismo criterio:

Hoy, como ayer,
como siempre,
nuestro deber es pedirle peras al olmo
hasta que el olmo suelte
una pera jugosa y violenta
o reviente.

Mandarinas

Hace años que no pruebo una. Miento, a veces le acepto un gajito a Karina, que cada tanto compra y come de postre, pero me saben sin gracia, y hasta su olor me molesta. Debe ser que me resisto a pagar por una mandarina y a comerla en forma civilizada, sentado a la mesa, depositando las semillas en un platito. Para mí la mandarina es noche fría y oscura de Entre Ríos, ronda de amigos y hurto. La mandarina es fruta que se come recién arrancada del árbol; se desgaja, siempre medio verde (un ladrón de mandarinas no puede esperar), se pela a pulso y se come frunciendo la cara.

Cuando llegaban las primeras heladas, hacíamos logística: sabíamos en qué casas había mandarinos, dónde estaban los árboles más cargados, cuáles eran las más dulces, las que estaban al alcance de nuestras manos, los horarios de los dueños de casa, las vías de escape. Conocíamos todas las variedades: las criollas, las pecosas, las de cáscara pegada, las clementinas, las amargas y las que eran pura semillas. Naturalmente, como la vida no es fácil, nunca coincidían las más accesibles con las de mejor sabor. A veces nos arriesgábamos y nos salía bien. En algunas casas, como sabíamos que había un enorme perro guardián o el dueño era un vigilante que solía andar armado, nos limitábamos a desearlas de lejos; trepados a un tapial veíamos cómo el frío de junio las iba pintando de un naranja lustroso y cómo de a una se iban yendo a otras manos, a otras bocas, como buenas mandarinas ajenas que eran.

No nos importaba que estuvieran verdes; si llenaban el cuenco de nuestras manos ya estaban listas para ser alimento: las arrancábamos y corríamos a escondernos. En aquel tiempo, la guarida preferida era el edificio nuevo de la municipalidad, que todavía estaba en obra.

Hacía frío. Las noches eran cerradas y brumosas, había silencio (pero silencio se dice fácil y no era un silencio cualquiera sino uno como el que Arnaldo Calveyra llama “el silencio que me acompaña desde que nací”) y a lo lejos siempre aullaba un perro. (Un recuerdo que no me abandona del invierno entrerriano es el aullido nocturno de los perros). No había nadie despierto, solo nosotros, tiritando entre tablones y bolsas de cemento, pelando a tientas mandarinas verdes y pitando con fruición nuestros primeros cigarrillos.

Cuando volvía a casa, me fregaba las manos durante mucho rato con agua y jabón. Aun así, por la mañana, cuando mamá me despertaba para tomar el desayuno, sus primeras palabras eran: vos estuviste comiendo mandarinas, ¿no?

Granadas

En el patio de la casa de la abuela de L. había un árbol de granadas. Las granadas, como las moras, los nísperos y las uvitas de campo, no se venden en las verdulerías (al menos no en las que yo conozco y frecuento). Son frutas que solo llegan a la boca directo del árbol, o no llegan. Frutos con los que la sociedad mantiene todavía una relación primitiva, sin intermediarios, y siempre gratuita. Son frutos anticapitalistas o, para no ser tan ingenuos, precapitalistas. Y son esas frutas que, a diferencia de las naranjas de ombligo, las ciruelas o los duraznos, los dueños no cuidan con tanto celo y hasta suelen ofrecerlas sin problemas. Nadie se ofende si uno se lleva una granada; aunque si la pide es mejor, claro. Durante el verano, a la hora de la siesta, mientras su abuela dormía, con L. salíamos al patio y arrancábamos algunas granadas, dos o tres para cada uno. El árbol cargaba mucho y las más maduras terminaban en el suelo, abiertas como enormes bocas rojas dentadas y jugosas que esperaban hormigas desprevenidas para engullirlas.

No hay otra fruta que tenga ese color (el término “granate” se acuñó en alusión a sus semillas).

L. y yo las partíamos con un golpe suave contra el piso y nos íbamos adentro, a resguardarnos del sol de enero, y mientras mirábamos telenovelas brasileñas o mexicanas nos besábamos entre bocados de granada.

Nunca un beso volvió a tener ese sabor.

Ñangapirí

No sé casi nada de las vinchucas. Lo único que sé es lo que saben todos, que transmiten el Mal de Chagas, y que de chico les tenía miedo, tanto que confundía a las cucarachas con vinchucas y cada vez que veía una me quedaba paralizado y lloraba a gritos. Una vinchuca, gritaba y salía disparando. Pero no eran, en Entre Ríos no hay. Los que me escuchaban, mis padres, mis tíos, mis primos, se reían de mí. Pero en el Chaco, donde vivía mi abuela Ernestina, sí hay vinchucas. Casi siempre que digo mi familia o escribo sobre la familia, en realidad hablo de mi familia paterna, que son los que viven en Entre Ríos. La familia de mi mamá vive en el norte, algunos en el Chaco, otros en Formosa. Y esa distancia siempre hizo que nos viéramos menos, muy poco en realidad. Tengo vagos recuerdos de mis abuelos maternos. Mi abuela Ernestina venía a visitarnos cada cuatro o cinco años y llegaba siempre cargada de plantas, unas plantas que no solían verse en mi pueblo, unos helechos raros y sobre todo crotones, que a mí me gustaban mucho por el colorido y también por la variedad de sus nombres: “Rizos de oro”, “Petra”, “Magnífico”, “Canario”. A mamá se le daba muy bien el cuidado de las plantas; no les dedicaba horas, simplemente estaba atenta, les revisaba las hojas, sacaba las que estaban feas, las regaba con agua de lluvia mientras tarareaba una canción. Y ellas respondían con abundancia de hojas, trepando hacia arriba y llenando la casa de color.

Por culpa de las vinchucas que sí hay en el norte, a mi abuela Ernestina le dio el Mal de Chagas. Convivió con la enfermedad durante años, pero su corazón se enfermó y un día no resistió más. Fue un día de enero, de mucho calor. Como en casa no teníamos teléfono, mi tía Bety, la hermana menor de mi mamá, llamó a un vecino del barrio para avisar. Era la hora de la siesta.

Mamá viajó ese mismo día.

Cuando volvió, además de estar triste y como ausente por mucho tiempo, trajo algunas plantas del jardín de mi abuela (siempre me hablaba de ese jardín), entre ellas un arbolito llamado ñangapirí, que según cuentan da unas frutitas muy rojas y muy dulces. Nosotros no lo sabemos porque el nuestro, si bien creció con los años y todavía vive aun cuando todos los helechos y las dalias y las marimoñas y las margaritas y las petunias y las caléndulas y las zinnias y los geranios y los crotones y mi mamá hace años que ya no están, nunca dio frutas.