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El miedo a ser cancelado es el preámbulo de la represión

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por Valeria Sol Groisman

Obra: @alejandro_pasquale

La forma inteligente de mantener a la gente pasiva y obediente es limitar estrictamente el espectro de opiniones aceptables, pero permitir un debate muy animado dentro de ese espectro.

NOAM CHOMSKY

La cultura de la cancelación es la censura del siglo XXI, una caza de brujas reloaded. Y el miedo a ser cancelado es el preámbulo de la represión. El silencio como promesa de tranquilidad y seguridad. La pregunta es si estamos dispuestos a clausurar nuestros labios en señal de rendición.

En la década del ochenta la politóloga alemana Elisabeth Noelle-Neumann se dedicó a estudiar a la opinión pública como una forma de control social. Su hipótesis se fundamentaba en la idea de que la gente sondea constantemente las opiniones de los individuos con los que se relaciona y adapta su comportamiento a las actitudes predominantes sobre lo que es aceptable.

Recordemos a Zelig, el personaje del falso documental de Woody Allen, que salta de metamorfosis en metamorfosis (se transforma en las personas que lo rodean) para no sentirse excluido, para sentirse parte de. Igualitos a Zelig.

Pareciera que todos andamos por la vida como atentos camaleones a la caza de potenciales focos de inadecuación o incomodidad para reconvertirlos en oportunidades que nos permitan conformar a los demás.

Dice Noelle-Neumann que cuando la sociedad aísla y combate a los individuos que expresan posiciones opuestas a las mayoritarias, los representantes de esta minoría contracultural callan por temor a ser rechazados por los demás y eligen esconderse en un silencioso caparazón. “Mejor no digo nada a ver si se arma lío”, es el monólogo interno que da origen a la autocensura.

Como vimos, esta espiral de silencio –como Noelle-Neumann llamó a este fenómeno de la opinión pública– tiende a enmudecer a los que representan a la minoría y a visibilizar a los representantes de la voz cantante. Así, posiciones que no cuentan con un apoyo masivo pueden desvanecerse en el aire, por más evidencia que posean o por más saludable que su aporte sea para la comunidad, mientras que otras –también independientemente de su veracidad— alcanzan el apogeo en un abrir y cerrar de ojos, impulsadas por el clamor mayoritario.

Noelle-Neumann explicaba cómo las ideas consensuadas por una mayoría –con cierto poder, podríamos decir– eran reproducidas por los medios de comunicación –principal fuente de información en aquel momento–, mientras que las otras permanecían en una especie de clandestinidad forzada. A partir de este proceso se definía la agenda pública y se intervenía sobre el clima de opinión respecto de los temas que estaban en el tapete. Se daba lo que se conoce como  agenda-setting o fijación de la agenda mediática.

La espiral del muteo.
Varias décadas pasaron desde la publicación de este clásico de la opinión pública que marcó un antes y un después en el estudio de la construcción del espacio público como territorio de debate de los asuntos vinculados con la ciudadanía, la política y la sociedad en general. En la era de la tecnodependencia y las redes sociales, la espiral del silencio actúa con un impulso renovado, pero similar.  

“Con las redes sociales tenemos la sensación de conflicto continuo. Todos los días hay una nueva batalla, una razón más para estar enfurecido”, sostiene el psicólogo social Jonathan Haidt, autor de La mente de los justos. La controversia se vuelve la atracción del circo: es lo que sostiene la ¿conversación? y le insufla un valor de dudosa calidad a las plataformas sociales. 

En redes donde prima la polémica –Twitter sea probablemente el mayor exponente— la polarización es muy notoria, a tal punto que estamos encerrados, por decisión propia, en una burbuja que es el infierno de lo mismo, parafraseando a Byung-Chul Han. Solo leemos y escuchamos en los otros nuestra propia voz. 

Defendemos la diversidad cuando es la de la “tribu” ideológica a la que pertenecemos. La diversidad de pensamiento –la posibilidad de darle lugar al Otro— nunca estuvo tan desasosegada.

Cada tribu con su “régimen de verdad” en el sentido en que lo entendía Foucalt. Una verdad que sostiene al poder que la erige, y un poder que se sustenta en esas verdades. Un circulo vicioso y virtuoso también.

Pareciera que la identidad está pesando más que la ideología.

Hoy, nuestras convicciones están muy atadas a lo que somos o lo que creemos que somos. 

En este contexto, hay poco espacio –por no decir nulo—para encontrarnos en territorio común, para llegar a un punto medio, para dialogar con quien piensa diferente. Para encontrar verdades compartidas, como alguna vez dijo la siempre tan atinada Susan Sontag. El pan pisa al queso, o el queso al pan. Inevitablemente.

Quienes se creen con la autoridad de “cancelar” a otros, quienes se consideran poseedores de una verdad revelada, lo que ostentan es un poder totalitario basado en un concepto asimétrico de la comunicación, donde unos tienen el poder de decidir lo que debe ser dicho y otros deben obedecer.

 ¿Y quién les otorga el poder? La cantidad de seguidores (followers) y los “me gusta” (likes) desempeñan el rol del voto de confianza y otorgan también legitimidad.

Cancelar al Otro apunta a la desaparición de los que no piensan igual (y a lo que ellos representan).

Hoy no se trata solo de lo que no decimos (de lo que callamos), sino de lo que nos vemos forzados a aceptar o a decir en determinados contextos por miedo a ser silenciados o cuestionados o discriminados o excluidos o denunciados. No se trata solo de aquello sobre lo que nos atrevemos a hablar, sino de la exigencia (o la conveniencia) de hablar de determinada manera –incluso con cierto lenguaje– sobre cada asunto sometidos a la presión de una mayoría masificada que se adjudica el feudo de lo pronunciable, de lo verdadero, de lo justo, de lo posible.

La cultura de la cancelación puede generar autocensura porque los veredictos absolutos de los otros nos impiden analizar los matices de cada caso.

Pero lo mas significativo quizás es que representa un triste indicio de que la libertad de expresión es endeble. Cuando no nos atrevemos a decir lo que pensamos por miedo a la cancelación, al qué dirán o a las represalias, nos quedamos al margen y también nuestra mirada única, tan valiosa como las demás. Una sociedad donde el disenso se tilda de peligroso es una sociedad tan retrógrada como distópica.

Farenheit 451, la novela de Ray Bradbury, retrataba un mundo ficticio en el que los bomberos, en lugar de apagar incendios, los avivan. Se dedican, en efecto, a descubrir y quemar los libros prohibidos que permanecen cautivos gracias a la astucia de sus dueños. El objetivo es claro: eliminar todo vestigio de imaginación, erradicar las ideas que se aparten de la única cosmovisión habilitada: la oficial. Es el Estado omnipresente –una especie de panóptico en el sentido que lo entendía Jeremy Bentham, retomado luego por Michel Foucalt— quien determina los consumos culturales permitidos, que son, por supuesto, elementos de propaganda elaborados con el fin de distraer a los ciudadanos para perpetuar un poder absolutista.

Cuando somos testigos de maniobras de cancelación o vandalismo en masa en las redes sociales, lo que vemos es un intento desesperado por instalar la dictadura del pensamiento único. En lugar de avivar ideas, las apagamos.   

Los trolls, esos ejércitos de cuentas falsas creadas con un fin determinado, son otro ejemplo de cómo se puede silenciar o cancelar una verdad incómoda en forma orquestada, masiva y de un sopetón.

Los trolls actúan activando y desactivando temas, y buscan desviar la atención además de inclinar la balanza hacia una dirección predeterminada. Con nombres y caras falsos (pero a menudo verosímiles), estos “hackeadores” discursivos irrumpen en la arena pública y virtual simulando climas intensos y disrruptivos  de opinión. Si los usuarios somos las cabezas, los trolls vendrían a ser los cuellos. Son las Siris de la conversación en redes: nos indican por dónde ir y nos hacen “recalcular” cuando nos estamos desviando del camino de la corrección instituida.

En la era de la posverdad, las redes sociales son el territorio donde se disputan lo moral y lo inmoral en una balanza tendenciosa. Son espacios virtuales con jueces sin rostro y “padres” todopoderosos y omniscientes personalizados en los logaritmos y que representan a una corporación del Sillicon Valley. Allí, los usuarios –armados con memes, emoticones y mayúsculas recargadas– nos creemos soldados en una guerra virtual que es tan solo un simulacro –en el sentido que lo entiende Jean Baudrillard— de lo que verdaderamente ocurre en el espacio de la opinión pública.

 Un simulacro que reverbera en el mundo real, lo enrarece y lo violenta. Y nosotros unos soldados cobardes, que, temerosos de decir lo que pensamos en el “cara a cara” y amparados por el anonimato, defendemos creencias absolutas y convicciones con tintes de fanatismo.