Farenheit 451, la novela de Ray Bradbury, retrataba un mundo ficticio en el que los bomberos, en lugar de apagar incendios, los avivan. Se dedican, en efecto, a descubrir y quemar los libros prohibidos que permanecen cautivos gracias a la astucia de sus dueños. El objetivo es claro: eliminar todo vestigio de imaginación, erradicar las ideas que se aparten de la única cosmovisión habilitada: la oficial. Es el Estado omnipresente –una especie de panóptico en el sentido que lo entendía Jeremy Bentham, retomado luego por Michel Foucalt— quien determina los consumos culturales permitidos, que son, por supuesto, elementos de propaganda elaborados con el fin de distraer a los ciudadanos para perpetuar un poder absolutista.