Después de varias semanas sin salir de la cama le pido a Tomás que me lleve al cumpleaños de Irene.
—Va a haber música —dice él.
—Menos mal —le contesto—, es una fiesta.
—Va a haber baile.
—Extraño bailar.
Tomás me mira.
—¿Vos no lo extrañás? —le digo.
Me pasa una mano por el pelo. Me acaricia como si fuera una nena que no entiende las cosas. Lo alejo de un manotazo y le digo que me alcance el vestido negro, el que usé la última vez.
—¿Te acordás?
—Más o menos —me dice, pero yo sé que se acuerda perfecto.
Él estaba disfrazado de arlequín y yo tenía el vestido negro. Los dos parados en el escenario, por última vez. Bailamos agarrándonos de las manos. Los dedos de nuestros pies se estiraban y se contraían al mismo tiempo, como si fuéramos almas gemelas, y el público estalló.
—Vení —le digo.
Le acaricio la cara.
—Mi arlequín.
Quiero darle un beso, pero se va. Al rato vuelve con la silla. Yo le rodeo el cuello con los brazos y él me levanta. De paso le meto un beso en el cachete. Al principio sonríe, pero después pone esa expresión nueva que no sé bien qué es, pero no parece algo bueno.
Me ubica en la silla. Le digo que así está bien. Después toma un poco de distancia y me mira como si fuera un cuadro.
Es la primera vez que estoy en la silla. No me parece tan terrible. Creo que podría acostumbrarme. Creo que hasta podría pasarla bien.
—A tu hermana no le va a molestar que no vayas si no querés —dice.
—Quiero ir —digo.
Lo que no quiero es que muevan la silla. Que algún desconocido me empuje de un lado al otro de la pista de baile.
Salimos a la calle. Irene vive a una cuadra. Pienso que tiene que ser sencillo. Uso las manos para mover la silla y avanzo por la vereda. Tomás va al lado mío, pero no se mete. Me cuesta, pero lo estoy logrando. Cuando veo la puerta de la casa de Irene frente a mí, siento que realicé una hazaña impresionante.
Tomás toca timbre. Enseguida, Irene abre la puerta.
Me da un abrazo larguísimo, como si fuera su hija recién llegada de la colonia de verano. Eso sí, cuando me da un beso la veo fruncir la cara y sé que es por las cicatrices que me quedaron.
Me las arreglo para avanzar por el pasillo hasta el living, donde están todos los invitados bailando y tomando. Bailarines con piernas libres y enloquecidas.
Ruedo hasta una mesa con varias botellas de vino, vasos y empanaditas. De pronto, frente a mí, aparece la cara de Lucas, el marido de Irene, mi cuñado.
—Pero qué linda que estás, qué bien que te ves —me dice.
—Gracias —digo.
Agarro la botella de vino para servirme, pero Lucas me la arranca de la mano.
—Por favor, yo te ayudo.
Me sirve un dedo de vino en un vaso de plástico blanco. Me lo tomó de un trago y me lleno el vaso con más.
—¿Cómo andás? —dice Lucas.
—Con los pies no —digo.
A él no parece causarle gracia y se va. Se une al grupo de los felices y altos bípedos, que siguen bailando como locos. Me vuelvo a servir algunas veces más. La música continúa. Casi todos los pies se mueven. Quienes se acercan en busca de algo para tomar tienen siempre algo qué decirme: Que estoy linda, que soy valiente, que soy una santa.
—Ningún accidente puede vencer tu espíritu luchador.
—Se hace difícil cargar con un espíritu luchador -digo-. Sobre todo cuando faltan las piernas.
—Ay, nena, no hablés así.
Impulso la silla hasta quedar en medio de la pista. Los demás me hacen espacio y yo empiezo a bailar. Cintura para arriba. Contoneo los hombros y levanto los brazos. Los cruzo en el cielo en movimientos que fluyen como la corriente de un río. Mis brazos son delfines acrobáticos, serpentinas infinitas. Estoy bailando, la estoy pasando bien.
Entonces alguien agarra los mangos de la silla y me mueve de un lado al otro sin seguir el ritmo de la música. Giro la cabeza y trato de averiguar quién es el imbécil. No alcanzo a ver pero lo escucho:
—¡Esa, Trini! ¡Esa!
Es Tomás.
Me quedo inmóvil. Ahora sólo pienso en el accidente, el hospital y en la mujer que dijo que había que amputar no una sino las dos. En cómo en ese momento pensé en Tomás.
En mi arlequín. Éramos como almas gemelas o algo así, y me convencí de que no importaba lo que me había pasado. Me convencí de que nada iba a cambiar.
Pero acá está. Es él. Empujándome de un lado al otro. Quisiera ponerme de pie, agarrarlo de la camisa y decirle que esto no es moverse. Esto es morirse.
Pero no puedo, no puedo ponerme de pie, y la gente aplaude y grita cosas como:
—Qué linda estás, Trini. Qué lindo que bailás.
Miguel Bruno
Es escritor, guionista y Licenciado en Psicología por la UCA. Además de coordinar talleres y ser tanto guionista como parte del equipo de desarrollo de Productoras fílmicas, tiene gran experiencia como capacitador de escritura creativa. Ha publicado Raros peinados nuevos -Eterna Cadencia 2017-, Los vicios de los muertos -Hormigas Negras 2020-, Tan diversa (Antología) -Mar Dulce Editora 2022- Premio Bienal Arte Joven Buenos Aires Cuento, y obtuvo Mención en el Concurso de Cuentos Victoria Ocampo de Revista Be Cult 2023, con el cuento Donde suelen quedarse las cosas.