“¿Volvés a un país en guerra? ¡¿Por qué te vas a exponer así?! ¿No es peligroso? ¿Es habitable?”
Por Carla Rossi
Hace exactamente dos años y cuatro meses después de la evacuación forzosa, decidí volver al país donde no solo tengo lazos familiares, sino una inocultable conexión afectiva con la ciudad, que se convirtió en mi hogar. Ese Kyiv que me cobijó cuando me mudé de Tartu (Estonia), casi simultáneamente con el inicio de la pandemia del Covid, y sin un respiro, fue el primer objetivo táctico de Putin al iniciar la invasión a gran escala de Ucrania…
No puedo negar las características traumáticas de la huida, dejar todo de un día para el otro y con rumbo desconocido, expuesta y entre misiles y drones convertidos en “artefactos destellantes y danzantes” que iluminaban con sonidos estremecedores el cielo gris del invierno. El periplo implicó cruzar alrededor de veinte check-points hacia el destino más corto y menos transitado fuera de Ucrania, en ese momento era Moldova quizás destino final Rumania, a nuestro entender la ruta más rápida si bien no exenta de imponderables y elevados riesgos. El recorrido tuvo sus momentos pintorescos y no faltaron sorpresas ni episodios conmocionantes. Estos agregaron un toque al realismo dramático, las esporádicas apariciones en el camino de convoyes militares y algunos helicópteros piloteados a una altura de apenas pocos metros del suelo buscando engañar los radares. Nuestra destreza consistió en evitar rutas y autopistas transitadas o cercanas a bases de las Fuerzas Armadas.
Los poblados que atravesamos estaban mayoritariamente deshabitados, salvo por ancianos aferrados a sus tierras ancestrales y a sus viviendas, legados de varias generaciones, así como a su devoción inquebrantable por sus mascotas. Resulta inexplicable cómo el destino les obliga a revivir los horrores sufridos hace más de ocho décadas, cuando la Segunda Guerra Mundial los sumió en un sufrimiento similar.
Ucranianos que jamás imaginaron esta nueva realidad deben, una vez más, formar parte de trágicos episodios que se repiten. Ni en la más terrible de las pesadillas se figuraron escenas en las que helicópteros surcarían los cielos a baja altitud, y soldados armados con ametralladoras controlarían las rutas. Lo que antes parecía un tráiler de alguna serie de Netflix, se ha convertido en su cotidianidad.
Confundida y atemorizada, tardé en comprender que algunos de los efectivos que controlaban las carreteras eran jóvenes movilizados sin experiencia previa, y que los helicópteros que volaban a ras del suelo pertenecían a la Fuerza Aérea de Ucrania, buscando eludir los sistemas de detección rusos.
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“Carla, por qué vas a regresar? ¡Estas loca! ¡Vas a un país en llamas!”, fueron algunos de los comentarios que recibí de amigos y familiares. Y, si, indudablemente, es un riesgo. El por qué conscientemente y voluntariamente decidí dejar temporariamente la Argentina, país donde está radicada la mayor parte de mi familia, y en las noches se descansa en paz, sin temor a despertarse con alertas de misiles, preeminentemente, en la madrugada? Es difícil volcar en un papel con cierta claridad ese complejísimo e inexplicable impulso, esa fuerza poderosa de las emociones, esa telaraña de razones que me condujeron al majestuoso Kyiv.
El espacio aéreo ucraniano ha permanecido cerrado desde el 24 de febrero de 2022; no hay vuelos comerciales y los cielos aguardan el equipamiento occidental que brinde protección a las ciudades de los constantes ataques rusos. La única manera de llegar a Kyiv es a través de un país vecino, ingresando por vía terrestre, sea en auto, autobús o tren. Opté por la ruta desde Bucarest, Rumania, ciudad que conocí tras mi evacuación y que, aunque brevemente, deseaba visitar para reencontrarme con aquellas almas generosas y solidarias que me brindaron apoyo en momentos difíciles.
Hoy, las imágenes de la guerra reflejan la violencia, el dolor y la destrucción. El sufrimiento de los civiles, especialmente de los niños, víctimas inocentes de incesantes bombardeos a escuelas y hospitales, conmueve hasta al menos empático. Es imposible ignorar la creciente población de veteranos de guerra y sobrevivientes de los ataques rusos, muchos de los cuales ahora llevan prótesis ortopédicas como trágico testimonio de su paso por el frente.
Las noticias no cesan de transmitir imágenes de áreas devastadas, pero lo que más me impacta es el componente humano de esta atrocidad. La angustia es profunda, las familias están separadas, desgarradas, partidas. Algunos, los más afortunados, logran salvarse y buscan refugio en países vecinos, abrazando la esperanza de una vida mejor.
La cantidad de desplazados, alcanzó alrededor de 6 millones de refugiados ucranianos; la cifra más grande en Europa desde la Segunda Guerra Mundial, equivalente a casi el doble de la población de Uruguay. En su mayoría mujeres, niños y hombres que no abarca el rango etario entre 18-60, ya que, debido a la vigencia de la ley marcial, la población masculina es convocada y reclutada para integrar el ejército de Ucrania.
A menudo, en esas noches largas e insomnes, me pregunto si realmente quiero permitir que la memoria traumática de mi huida distorsione el afecto que siento por esta ciudad. La capital ucraniana, con su vibrante vida cultural, su vasta oferta de enseñanzas y experiencias, se ha ganado un lugar muy especial en mi corazón. La decisión de regresar es parte de mi proceso de sanación y, al mismo tiempo, una deuda con un pueblo heroico e inspirador.
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El proceso de sanación comenzó cuando subí al autobús en Bucarest. Rodeada de ucranianos que regresaban de Estambul, en su mayoría mujeres y niños que volvían para reunirse con sus maridos o padres, sentí una mezcla de inquietud y esperanza. El trayecto, que se prolongó durante veinte horas, fue agotador. A mi lado, Masha, una joven ucraniana de Vynnitsia, regresaba de unas vacaciones en Turkiye. Ya en Kyiv, la ciudad me recibió con las alarmas que recordaban la primera semana de la invasión a gran escala, aunque esta vez no hubo ataques.
Parte de esta nueva realidad incluye aplicaciones móviles que suenan cada vez que hay alarmas. ¡Apps tales como “Air Alarm!” y “Map of Air-Raid Alarm (UA)”, entre otras, emiten un sonido que, de por sí, es angustiante. Esto ocurre cada vez que las fuerzas ucranianas detectan en sus radares la entrada de armamento en el espacio aéreo. En el mapa, se muestran en rojo las regiones bajo amenaza. Cuanto más tiempo transcurre la alarma, más oscuro se vuelve el rojo en su escala, hasta alcanzar un tono borravino.
Otro cambio significativo es la implementación del toque de queda a la medianoche y los cortes programados de electricidad. Debido a los ataques rusos dirigidos a la infraestructura energética en diversas regiones de Ucrania, ha sido necesario gestionar cuidadosamente las reservas de energía. En respuesta, las autoridades y la compañía eléctrica han desarrollado un itinerario detallado, organizado por región, zona y barrio, que especifica los horarios en los que el suministro eléctrico estará disponible. Este panorama ha provocado un aumento exponencial en la demanda y adquisición de generadores de electricidad, que, durante los cortes, emiten un sonido constante, similar al zumbido de un enjambre de abejas, que se extiende por toda la ciudad. De manera admirable, esto no ha representado un obstáculo para que los comercios y empresas detengan sus actividades. Todo continúa funcionando con cierta normalidad, como expresa el dicho “where there is a will, there is a way”.
Una de las razones por las cuales decidí visitar este verano Kyiv fue para celebrar mi cumpleaños rodeada de amigos ucranianos, quienes admiro profundamente por su resiliencia, fortaleza y perseverancia, un ejemplo de juventud admirable. Las complejidades de la guerra y sus consecuencias, sin duda, evidencian lo peor de la humanidad, pero al mismo tiempo pueden revelar lo más noble del ser humano. En esta nueva vuelta al sol, quise estar rodeada de aquellos que encarnan estos valores elevados, de quienes emana una energía purificadora para el espíritu.
Decidí agasajar a este grupo con una comida en la que las empanadas y el vino Malbec argentino, sorprendentemente popular en Ucrania, fueron los protagonistas. Mi intención era ofrecerles un espacio de desconexión de su rutina diaria, compartir momentos a través de conversaciones y reflexiones sobre nuestras vidas y futuros. Por momentos, tenía la sensación de que todo permanecía igual que cuando me fui, aunque, paradójicamente, todo ha cambiado. Se vive en una especie de universos paralelos.
El cambio más profundo que he percibido tiene que ver con mis amigos ucranianos. Hombres que, ya sea por razones laborales o por la búsqueda de nuevos horizontes, solían viajar regularmente al extranjero. Desde que comenzó la guerra, no han podido salir, y esta restricción sumada a la posible convocatoria a las filas del frente, les ha causado un impacto físico y psicológico devastador. Aquellos que aún no han sido reclutados para el servicio militar, separados de sus familias y seres queridos, viven con resignación y a la vez con un fuerte sentido patriótico y amor por su tierra. Esta guerra injusta ha destrozado un país pujante y libre.
Las facciones se han endurecido, presentan ojeras y expresiones tristes, aunque transmiten serenidad y esperanza, inclusive por momentos, una actitud desafiante.
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Días después, el lunes 8 de julio, cerca de las 3 de la mañana, bruscamente una explosión me despertó. Sorprendentemente alerta, recogí rápidamente lo esencial: una almohada, agua, documentos y mi inseparable mochila Longchamp, y me dirigí al sótano, donde me esperaba un colchón para estas emergencias. El pico de adrenalina me mantuvo despierta un rato antes de que pudiera conciliar el sueño nuevamente. Seis horas después, a las 10:30, las alarmas sonaron de nuevo, acompañadas por una serie de explosiones incesantes.
Aunque el sistema antimisiles operado por el ejército ucraniano es eficiente al interceptar los misiles rusos, los restos que caen tras la destrucción pueden causar daños impredecibles y fatales.
Desesperada por entender la situación, me sumergí en los canales de Telegram y las noticias en tiempo real en X/Twitter, buscando información y tratando de contactar a mis allegados. Nuevamente, volví al refugio durante dos largas horas, hasta que finalmente se supo que Rusia había lanzado cuarenta misiles sobre Kyiv, en uno de los ataques más intensos del año.
Entre los blancos del ataque, el hospital de maternidad Isida y el hospital pediátrico Okhmatdyt, especializado en tratamientos oncológicos y enfermedades crónicas, fueron alcanzados. Las imágenes de tal barbarie resultaban inconcebibles. Ver las desgarradoras escenas de niños heridos, sangrando entre los escombros, es algo que nunca podré olvidar. La brutalidad de este acto parecía no tener límites.
La profusión de los videos grabados por los voluntarios que compadecieron y/o visitantes del lugar que intentaban con todas las fuerzas rescatar los cuerpos dentro de las montañas de escombros en una frenética búsqueda de sobrevivientes, reflejaban los rostros de niños ensangrentados, llantos inconsolables, confundidos, desorientados e inexplicables escenas desgarradoras.
Circula un video de un veterano de guerra, quien, con una pierna ortopédica, ayuda a remover escombros mientras personas corren para llevar agua y comida a los voluntarios y rescatistas. Estos héroes trabajaron incansablemente, enfrentando graves daños y riesgos. En ataques previos, los rusos han lanzado múltiples misiles a un mismo lugar en cuestión de minutos, con el objetivo de causar una destrucción total.
Este ataque en particular, que afectó principalmente a niños en tratamiento, no tiene precedentes desde el inicio de la guerra el 24 de febrero de 2022, una fecha en la que todavía residía en Kyiv. El desconcierto era total, ya que en ese entonces no se habían instalado los sistemas antimisiles, los cuales, aunque insuficientes, ahora brindan cierta tranquilidad.
Actualmente la amenaza de escalada nuclear rusa provoca la neutralidad de algunos gobiernos que evitan involucrarse en el conflicto.
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Es imposible no recordar cómo, durante la época en la que de residí en Ucrania, el Día de la Independencia de 1991 se celebraba con un gran despliegue militar. Por la avenida principal de Kyiv, Khreschatyk, desfilaban tanques y en el cielo los aviones de la Fuerza Aérea dibujaban los colores de la bandera ucraniana. Esa festividad, que cobraba aún más relevancia desde la arbitraria anexión de Crimea por parte de Rusia en 2014, se ha visto interrumpida desde el comienzo de la guerra en 2022. En su lugar, se expusieron al público a lo largo de toda la avenida Khreschatyk, las carcasas de tanques, autos y armamentos rusos, abatidos y destruidos por las fuerzas ucranianas, un sombrío recordatorio de la lucha por la libertad e integridad territorial. Hoy en día, esos tanques forman parte de la exhibición permanente en la plaza de San Miguel lindante con el Monasterio de San Miguel de las Cúpulas Doradas, y ya pertenecen al Museo Nacional de Historia Militar de Ucrania.
Para esta fecha se ve una profusión de vyshyvanka. La vyshyvanka es la camisa que visten los ucranianos desde hace cientos de años y cada región tiene su propio diseño de bordado, es un símbolo y predominan en diversos colores y guardas, es la “marca país” que se utiliza en numerosas ocasiones y primordialmente en las celebraciones nacionales.
El 24 de agosto tuvo un significado particularmente especial e imborrable, a pesar del dramático contexto que lo enmarcó. En el trigésimo tercer aniversario de la independencia de Ucrania, tuve el honor de participar en las actividades organizadas por el alcalde de Bucha, Anatoliy Petrovych Fedoruk. Bucha, ciudad situada a aproximadamente 30 kilómetros del centro de Kyiv, fue una de las primeras en sufrir las atrocidades de la masacre perpetrada por las fuerzas rusas durante su invasión a gran escala el 27 de febrero de 2022. Las escalofriantes imágenes que recorrieron el mundo tras la expulsión de los invasores rusos por parte del ejército ucraniano el 31 de marzo de 2022, conmocionaron a la comunidad internacional. La crueldad indescriptible, el sufrimiento de cientos de víctimas inocentes atrapadas en el terror por días, provocan en mí un estremecimiento al recordar que todo aquello acontecía a una distancia inquietantemente cercana.
El objetivo inicial del ejército ruso era apoderarse de Kyiv en tres días, derrocar al presidente Volodymyr Zelensky y establecer un gobierno títere al servicio de Moscú. Sin embargo, ese plan no se materializó. El alcalde Fedoruk permaneció en Bucha, recorriendo cada casa en un acto de valor incalculable, ocultando sigilosamente su identidad de los efectivos rusos. Sobrevivió a la masacre, mientras los ocupantes lo buscaban frenéticamente para ejecutarlo, tal como hicieron con otros líderes locales de distintas ciudades.
Durante la ceremonia, la primera parte estuvo dedicada al reconocimiento y condecoración de los residentes de Bucha que actualmente sirven en las Fuerzas Armadas de Ucrania. En la segunda parte, se entregaron medallas a los familiares de los soldados caídos en combate, rindiendo tributo a los defensores de la soberanía y libertad del país. En ese conmovedor acto, desfilaron padres, cónyuges e hijos de los héroes ucranianos. Para entonces, resultaba casi imposible no sucumbir a la tristeza; el dolor embargaba a la mayoría de los presentes, muchos de los cuales estaban directa o indirectamente relacionados con los fallecidos o sus familias.
Finalmente, la tercera parte del evento ofreció un respiro a través del lenguaje universal de la música. Alrededor de cincuenta músicos formaban una especie de orquesta de cámara, cuya profusión y variedad instrumental no pasó desapercibida. Se instalaron con rapidez en el escenario, deleitando a los asistentes con un repertorio que abarcó desde recitales de rock hasta otras piezas musicales variadas, que se interrumpió abruptamente por el estridente sonar de las alarmas. Ese sonido aterrador que anunciaba un inminente ataque de misiles en la mayor parte del territorio ucraniano. A pesar de ello, los músicos no abandonaron el escenario y continuaron con su programa.
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Es sorprendente y admirable la valentía y resiliencia del pueblo ucraniano, presos de esa dualidad que les permite continuar con su día a día que, muchas veces, implica refugiarse de drones y misiles, y al mismo tiempo participar de actividades que ayudan, aunque sea por momentos, a olvidar su trágica “nueva vida”. Lo visualizo como saltos entre distintas realidades. De permanecer en el sótano o refugio, o entre paredes sin ventanas de un departamento o casa, o en el subte, cumpliendo con las recomendaciones de las autoridades de protegerse durante las alarmas que anuncian ataques, a reunirse con amigos, ir a cenar o al teatro (siguen funcionando normalmente) o al concierto. La única salvedad es que todo debe finalizar antes de la medianoche, está vigente la ley marcial que se cumple rigurosamente. Es una existencia que podría compararse a un cuento de Charles Perrault distorsionado, donde la medianoche no marca el final de un sueño, sino el recordatorio de una guerra sin sentido.
La resignación y a la vez el deseo de disfrutar plenamente cada instante es lo que moviliza, permite sentirse vivos, y aleja de la violencia y locura de esta inexplicable e injusta guerra… Estos pequeños – grandes, si bien fugaces momentos de alegría, alimentan el alma de los que aún no han sentido el coletazo de la tragedia en su casa y logran distraerse de la cruda realidad…
Es la combinación de aceptación y anhelo de disfrutar estos breves pero intensos soplos del destino que nutren, dan sentido y fortaleza. Y así, a pesar de todo, intento pasar mi tiempo en este país acogedor e inspirador.