¿Puede un libro explicar la historia que pasa ante nuestros ojos?
El libro puede explicar “algo” de esa historia que pasa ante nuestros ojos. No es un objeto completo o absoluto donde uno va a buscar todos los secretos de la vida; pero posee un valor: presentar un universo de acciones en las cuales uno puede comprenderse y lograr cierta empatía con ellas. Hay algo que llamaría una “sensibilidad empática” con el libro o con sus palabras que nos posiciona en algún lugar de la trama. Podemos hacer cosas con libros y ellos pueden hacerlas con nosotros. Para eso los introducimos.
Lo múltiple de la vida social, política, cultural, etc., si bien no puede ser captado solo por los registros letrados, éstos presentan referencias, informaciones y análisis necesarios para poder comprender lo que está pasando. La palabra, a veces, salva, perturba u orienta. El libro sigue teniendo algunos poderes: nos introduce en un campo (no absoluto) de explicaciones y nos seduce con la promesa que encontraremos alguna respuesta (a nuestra vertiginosa vida). No sabemos cuál, pero eso, es lo que nos mueve a su lectura.
Siempre nos sentamos a esperar que pase el “cuerpo” de nuestro libro. Esa espera y búsqueda es aquello que le da sentido al libro como “socio” en la comprensión de la historia.
¿Cómo influye hoy la palabra escrita en los hombres y sus emociones?
Los textos y las palabras ofrecen mundos interpretativos, ventanas, atajos analíticos y una conexión con las sensibilidades. Las palabras o textos, en determinadas situaciones, vuelven, resuenan en los hombres y mujeres como memorias y respuestas. En ese sentido, la palabra escrita está ahí, como material disponible y como registro físico que combinado a otras palabras e imágenes pueden impactar en las emociones y afectividades humanas.
En una vieja discusión sobre los libros y las revoluciones que planteó Roger Chartier, quedaba claro que los libros no hacían revoluciones, pero que la acción humana debe construir sentidos y algunos de éstos pueden encontrarse en la memoria de las lecturas o de lo que suscitó la palabra escrita en un momento particular. Inclusive de una palabra escrita que no siempre se toma literal sino que ella tiene la posibilidad de ser “mal entendida”. Lo escrito tiene una particular seducción. Una fuente que puede ser consultada en distintos momentos y ser comprendida o mal entendida según los “estados” emocionales de los hombres y mujeres.
La palabra escrita tiene la marca de los textos sagrados, de los grandes corpus políticos, del habitus de la consulta, del lugar donde hombres y mujeres pueden dejarse impactar por lo escrito y los cursos de acción que promueve o promete.
¿Hay menos sensibilidad entre quienes escriben a la hora de esclarecer las realidades?
Analizar una realidad supone recuperar o comprender las sensibilidades de los y las demás. El otro no solo es un “infierno” analítico sino es una sensibilidad en acto. Diría: analizar la realidad es apropiarse de dos sensibilidades. De quien escribe y de los actores que pululan en el escenario de esa realidad a comprender. Cuando se pierde o niega el registro de lo sensible se pone en riesgo la propia sensibilidad y esto puede limitar el análisis. Ahora bien, esto no es un elogio de ese decir contaminado por la pura pasión (política, cultural o religiosa) del analista, sino que hablamos de quien puede lidiar con las sensibilidades propias y ajenas para comprender. No se puede pensar lo real sin asumir el litigio en el que nos colocan las sensibilidades de todos aquellos actores involucrados.
¿Son mejores los políticos que leen?
El político o la política se encuentran ante un drama significativo: conocer a aquellos que quiere gobernar, conducir o persuadir. No hay “olfato” innato de las subjetividades, sino saberes y conocimientos que las lecturas, los rumores sociales o la oralidad que atraviesa las distintas capas de dirigentes. La persuasión y el debate son ineludibles para un político o política que buscan recrear una opinión favorable. Para ello, el mundo argumental e interpretativo que proveen las lecturas son insustituibles y necesarios. Los libros son cajas de herramientas que permiten enriquecer la compresión de esas subjetividades que desean gobernar. No diría que son mejores, diría que poseen una caja de herramientas más amplias para comunicar y explicar. Fernando Henrique Cardoso indicaba que gobernar, en parte, es explicar. Porque el que gobierna no solo se logra a partir del manejo de los resortes del Estado y un conjunto de habilidades para integrar algunos actores, sino que parte de esa gobernabilidad es el gobierno de las palabras. Ahí entran los libros, sus narraciones y sus mundos. ¿Que hay en las lecturas? Dramas singulares y universales que están en el quehacer político, en el problema del gobierno y de la obediencia. Mandar, también, es un trabajo literario.
Lo más difícil es comprender los humores y las pasiones humanas, como indicaba Maquiavelo, y para ello, las lecturas son centrales. No hay oralidad que pueda reemplazar la memoria escritural. Los políticos y políticas hacen “cosas” con palabras y éstas alojan interpretaciones y lecturas que les ayudan en los debates como a recrear los sentidos de su acción.
Ningún político o ninguna política, puede recomendársele, ser un “hombre o mujer cualquiera” a la hora de participar en los debates. La banalización del político o de la política encierra un desprecio por la vida intelectual y por las lecturas que alientan a ésta.
¿Hay lectores de izquierda y de derecha?
No sé. No me animaría a dividirlo así aunque podemos convenir que como lectores podemos inscribirnos en un mundo ideológico, religioso o cultural particular. Creo que en el gran universo de lectores existen prejuicios y moralismos provistos por tradiciones de izquierdas y derechas que terminan empantanando la comprensión del texto. Le sustraen frescura y sorpresa. Además existen algunos o algunas que desechan autores, autoras o temas por una referencia ideológica. Hacen del libro o del texto un objeto de guerra.