No es mi intención spoilear. La frase aparece en las primeras líneas de la novela, cierra el párrafo inicial e inaugura el conflicto del relato: ahí arranca lo que importa. Por eso, la voy a escribir con un sentimiento de culpa bastante apaciguado: “Los cuarenta y dos años eran mi sentencia de muerte”. Leo y reparo en ese verbo conjugado en pasado: eran. Me imagino, intuyo, que en El año en que debía morir hay algo del destino temido (algo similar al concepto de la “noticia deseada” del periodista Miguel Wiñazki: esa que se espera, que se justifica, que se busca) que tal vez se trunque. Puede que, después de todo, la profecía no se autocumpla. Eso sospecho desde el principio. También supongo que si se cumple o no será algo de lo que seguramente me entere hacia el final. Así que tendré que ensayar la paciencia. Y sin embargo, hay algo en la cadencia narrativa de Moret que facilita una espera que no desespera. Quizás la clave esté en que la demora misma, trabajada a conciencia, es el cimiento que sostiene la estructura de la novela. Por más angustiante que pueda parecer “ese tiempo de no saber”, es el relato de lo cotidiano, el flashback con la intención de buscar en el pasado aquello que pueda aliviar el presente y la reflexión digresiva, lo que, aun en un contexto de dolor, despierta el placer de la lectura.
Si hubiera que reseñarla en pocas palabras, elegiría estas: la segunda novela de Natalia Moret (Buenos Aires, 1978) cuenta las historias de una madre que espera un diagnóstico y la de su madre, que muere a la misma edad que tiene la protagonista cuando en un examen de rutina le encuentran “algo a lo que hay que ponerle nombre”.
Su primera novela, Un publicista en apuros, publicada en 2012, es algo completamente distinto: policial negro, thriller, con un narrador masculino. En el medio, Moret, que es socióloga y guionista, escribió cuentos y ayudó a otros a escribir lo propio. Y en eso la encontró la pandemia.
Lo primero que se me ocurre preguntarte es sobre el salto en el tiempo que hay entre tu primera novela y esta. En El año en que debía morir algo decís sobre este “espacio de silencio novelesco”, pero me gustaría saber si escribiste algo con intenciones de novela en ese periodo, qué, y si ese “qué” derivó en esta historia que acabás de publicar.
Publiqué mi primera novela en 2012, en 2014 fui madre, y desde ahí hasta que mis hijas estuvieron las dos escolarizadas (en 2019) me resultó muy complicado volver a encontrar el tiempo, la concentración y el espacio mental para escribir algo de más largo aliento. Creo que tardo más en pensar y en preparar lo que quiero escribir que en escribirlo. Pensarlo, idearlo, es también una forma de escribirlo en mi cabeza. En eso soy más lenta. Más obsesiva. Después, una vez que empiezo a escribir, avanzo rápido, y termino rápido también. Pero en esa etapa, digamos, de escritura de la primera versión, necesito tener mi tiempo entero, no un tiempo de ratitos. Y con hijos muy chicos tener tiempo sin interrupción es una utopía. Así que en esos 10 años, textos propios… algunos cuentos nada más. Me dediqué a los talleres y a escribir sobre todo muchas cosas a pedido, que es otra cosa, al menos en mi caso me resulta menos exigente. Algunos libros como ghost writer, dos guiones de largometraje, notas… Con intención de novela había empezado algo, muy poco, después de publicar la primera. Otro policial. Esa es la que yo quería terminar y corregir en el año 2020, pero luego pasaron las cosas que me llevaron a escribir el libro que terminé escribiendo. Como dice el dicho, si quieres hacer reír a Dios cuéntale tus planes.
Digamos que la realidad reorientó tus planes. Justamente iba a preguntarte acerca de eso: qué pasa cuando un escritor parte de hechos reales para construir una ficción. Está bastante en boga el debate acerca de si es necesario saber o definir si un libro está basado en hechos reales o no (pienso en Delphine De Vigan y su libro Basado en hechos reales que está basado en hechos reales). Hay quienes argumentan que lo que importa es el texto mismo, más allá de cuál sea su origen, y están quienes no pueden evitar hurgar en la biografía de los autores para dilucidar qué hay de cierto y qué no en las historias que escriben. En la tapa de tu libro hay una “pista” para los lectores, que es el nombre de la colección: “cerca de la verdad”. Podríamos suponer que es un texto de autoficción. ¿Cuánta libertad para “correrse de lo puramente fáctico” hay en la escritura autobiográfica?
No creo que exista un margen de libertad establecido. Tampoco que ese corrimiento pueda ser mayor o menor dependiendo de si lo que estamos encarando es un texto autobiográfico o más ficcional. Correrse de lo fáctico puede ser fácil, pero la propia biografía siempre condiciona la escritura. Cuando alguien trae un texto al taller y avisa que “está basado en hechos reales”, yo siempre digo que no quiero saber nada del contexto. A veces ocurre que el texto no funciona por algún motivo técnico, del orden de la construcción del relato, algo de la trama, o el tono, la tensión, los diálogos, lo que sea. Hay algo que falla en transmitir la “ilusión de vida” que debe transmitir la literatura, entonces se cae el verosímil, el texto falla, y uno al leerlo siente que no le cree porque no está contando la verdad. Su verdad. Cuando esto ocurre, la defensa típica del autor, casi una reacción automática, es decir: “No, pero mirá que esto PASÓ ASÍ”, como si lo real, lo ocurrido, tuviese alguna importancia para la literatura. O si lo real por sí mismo fuera capaz de darle Verdad al texto literario que se desprende de esa experiencia. Y no es así. La literatura ocurre en el pasaje de la vida a la letra. Ahí hay una conversión, una modificación, una traducción; ahí es donde ocurre la escritura. Opino que cuando leemos un texto no importa nunca el contexto. Es más, toda la literatura bien podría ser anónima y sus personajes seguirían igual de vivos. Una vez que existen, ya no necesitan a su autor ni tampoco a las condiciones en que esa obra fue producida. La literatura trasciende su contexto porque a diferencia de nosotros, los autores, ella es capaz de separarse del tiempo, no tiene que lidiar con la muerte.
En Un publicista en apuros el narrador es masculino y acá hay una narradora más cercana a vos. ¿Qué diferencias hay entre escribir desde un narrador que representa la otredad y uno que representa tu propia voz?
En aquella oportunidad elegí un narrador masculino como una estrategia de distanciamiento, justamente. Para pararme en la otredad, como decís vos. Así lo sentí al principio, pero la verdad es que después, ya metida en la escritura, esa otredad, esa máscara que me puse gracias a la voz masculina, me dio una libertad enorme para escribir desde lugares absolutamente personales. En cambio ahora, que trabajé a partir de hechos de mi vida, partí de una voz muy cercana y lo que me pasó al trabajar con los primeros textos más crudos fue… como cuando escuchás una grabación de tu propia voz y la sentís ajena. Creí que al trabajar algo autobiográfico iba a sentirme mucho más cerca del personaje, pero no fue así. Recién cuando empecé a modificar el material, el entramado, los acontecimientos, en fin, recién cuando empecé a escribir la ficción basada en la vida, recién ahí, otra vez distanciándome, pude sentirme más cerca de algo verdadero. Dale una máscara al hombre y te dirá la verdad, dijo Oscar Wilde, que ya sabemos que nunca se equivoca.
En el libro el número 42 es muy significativo: en el caso de la madre marca un final, pero en el de la hija un nuevo comienzo. Quería preguntarte si elegiste ese número por alguna razón en particular. ¿Qué hay detrás del 42?
Voy a dejar que esta pregunta la responda el algoritmo. Te invito a que tipees esto en Google y luego presiones enter: the answer to life the universe and everything.
[Le hago caso a Natalia y recurro a Google. El 42 es un número de lo más polisémico. En la literatura, aparece en el libro de Douglas Adams La guía del autoestopista galáctico. En una escena de la novela, unos seres extremadamente inteligentes le preguntan a una especie de inteligencia artificial cuál es la respuesta a la vida el universo y todo lo demás. La máquina no contesta de manera inmediata, sino que se toma millones de años para dar con la solución a la incógnita y resulta que la respuesta es el número 42. También descubro que 42 es el número atómico del molibdeno (Mo), un metal esencial que es el punto de partida del acero, y que los arcoíris se originan cuando el índice de refracción de la luz sobre el agua es de 42 grados. Pero eso no es todo. Hay mucho más. El 42 tiene un lugar central en la mitología, y según referencias bíblicas, cuando en la Tierra llegue el final de los finales, lo que sea que lo detone, dominará el planeta durante un lapso de 42 días. Para los fans de los mensajes crípticos en series y películas, así como Natalia me desafió a sumergirme en Google, yo los reto a ustedes a hacer lo mismo: se van a sorprender].
La pandemia engendró un buen número de historias. Fue, sin dudas, un momento inédito, que dio lugar a situaciones inéditas y a reflexiones quizás más agudas. El tiempo que nunca tuvimos la pandemia nos lo regaló, tiempo para mirar y mirarnos. ¿Cuánto hay de eso en la escritura de El año en que debía morir?
A la pandemia y la cuarentena le debo el hecho de habernos instalado en este lugar, en el campo donde transcurre la novela y donde nosotros transcurrimos el 2020. Pero no sé si me regaló tiempo. Al revés, tal vez lo que me regaló es la privación de tiempo, el internado 24×7 familiar que por momentos se traducía en experiencias íntimas y placenteras, pero por otros en algo realmente asfixiante, agotador. Dicho esto, creo que cualquier hipótesis distópica es contrafáctica. Si no había pandemia, ni cuarentena, ¿hubiese escrito este libro? Imposible saberlo, aunque me inclino más por un Sí. Hace unos días Mauro Libertella, un escritor que me gusta mucho, en una reseña que hizo de mi novela señaló que mi protagonista, en un momento de saturación familiar, se queja de estar hace 20 años tratando de escribir el libro que intenta escribir. “Sin embargo”, dice Mauro en su reseña, “la literatura autobiográfica es una cuestión de tiempo. La distancia que separa a los hechos de su escritura no está preestablecida”. Yo siento que este libro le debe menos a la pandemia que a la llegada de ese momento oportuno para pensar sobre la propia vida con la distancia adecuada.
Pensar con la distancia adecuada la maternidad y la muerte, que son dos de los temas centrales de la novela. La maternidad de una madre y su hija y la muerte de una madre y la amenaza de muerte en su hija, que también es madre. ¿Hay un re-reconocimiento de las madres cuando una se convierte en una? Y, ¿cambia la manera de pensarse madre frente a un diagnóstico que puede suspender el futuro?
Decís que la maternidad y la muerte son dos temas centrales, y me hace pensar en otra cosa que postula la narradora, cuando dice que la maternidad es una especie de muerte. Muere la mujer anterior, se sacrifica, y se transforma para siempre en otra… Creo que frente a la espera del diagnóstico y la proximidad de la muerte cambia la manera de pensarse, pero no solo como madre sino como ser humano con un tiempo limitado, muy breve. Aunque la única certeza que tenemos es la de saber que en el futuro vamos a morir, la muerte es al mismo tiempo la única certeza que nunca vamos a experimentar. Para sobrellevar la vida hay que olvidarse de esto. Por eso ponemos la muerte lejos. Sentimos (nos decimos) que hay tiempo, aunque internamente sepamos que no sabemos si hay tiempo, ni si esta no fue la última vez que vimos a alguien. Cuando por algún motivo la amenaza de la muerte se hace presente, este reloj, la cuenta regresiva que en la novela viene atada a la posibilidad de una enfermedad mortal, lo que hace es agudizar la angustia, y esa angustia agudiza la sensación de presente escurridizo, la imposibilidad de atrapar el tiempo y de quedarnos en los momentos que estamos perdiendo, todo el tiempo, para siempre.
En un momento, la narradora decide que nunca más se volverá a mostrar “rota” y sin embargo todo su relato es el relato de una mujer que está angustiada, quebrada. Pareciera que hay una pose de “yo soy fuerte” como impostura y un discurso que trasluce vulnerabilidad, ¿no?
Cuando la narradora decide no mostrarse rota lo hace como una reacción primigenia ante la muerte de la madre. Con la muerte, el mundo la hiere; luego, para que esa herida no sea mortal, la narradora se endurece. Se muestra entera como estrategia de supervivencia. Un método precario, aunque efectivo, de defensa personal. El problema de la negación no creo que sea la negación en sí, sino, como en casi todo, el tiempo que dure. En el caso de la narradora fueron veinte años, mucho tiempo. El proceso narrado en el libro termina de cerrar el último momento del duelo, la aceptación, que no es algo tan simple como aceptar que la madre murió. Eso es claro, porque ella no está loca, sabe que su madre ha muerto. Lo que la narradora debe aceptar es la ausencia, es decir, la incorporación de esa ausencia, de ese agujero negro, a su vida. Cuando alguien desaparece físicamente deja su falta. A veces uno desearía que no dejara ni siquiera eso, ¿no? Si va a desaparecer, que desaparezca completamente. Pero no. El dolor pesa, vuelve, insiste, y la tristeza nunca nos abandona por completo. Poder aceptar esa falta como parte de la vida es, me parece, la única manera de poder convivir con el dolor.
La materialización de la espera en la escritura es, para mí, como lectora, uno de los mayores logros de tu novela. Mientras leía esperaba junto con la narradora. Vivía su ansiedad, pero al mismo tiempo me distraía con sus distracciones. Se transmite una espera muy parecida a la intriga que puede generar un policial o una novela de suspenso, pero acá lo que permanece oculto es el resultado de una biopsia, con todo lo que eso significa. Sería algo así como la “crónica de una muerte temida”, parafraseando a García Márquez. ¿Cómo fue escribir esa espera, demorar ese dato que se revela en las últimas páginas utilizando como materias primas la cotidianidad y la rememoración?
Para la estructura de la novela trabajé puntualmente esto que mencionás. Además de la intriga del estudio, utilicé también el recurso de “mostrar”, ilusoriamente, la creación del libro. Al encontrarnos con la narradora sentada, escribiendo, la ilusión es la de estar leyendo un libro que se escribe a medida que se lee. También usé el tiempo presente enmarcado en el tiempo de la espera: desde que a la narradora le dicen que debe hacerse un estudio médico complicado, hasta que el resultado de ese estudio al fin llega. Esos dos momentos me dieron un marco temporal bien preciso, y yo sabía que teniendo esa intriga tenía a mi favor una gran herramienta para mantener la tensión del relato. Si un relato mantiene la tensión tiene una parte importante del trabajo hecho. La tensión puede aflojar, por momentos, y a veces es un descanso que incluso se agradece, pero estos descansos muchas veces no son una verdadera distensión sino la forma en que la novela toma carrera para tensarse más que antes.
¿Estás trabajando en algo nuevo?
Estoy escribiendo un guion de un largometraje que va a dirigir una directora que además de ser muy talentosa es amiga. Así que me entusiasma mucho. Por otra parte, tenemos un proyecto con mis hijas, de un libro infantil. Después de eso ojalá pueda terminar de corregir ese policial que empecé hace años, circa 2013…
Qué está leyendo Natalia Moret: El cuidador de rebaños, de Alberto Caeiro (uno de los heterónimos de Pessoa, el más bucólico). El espectáculo del tiempo, de Juan José Becerra. Las madres no, de Katixa Agirre.