Salí al patio unos minutos a que me diera en la frente este sol amable que tanto extrañaba –“(…) con la llegada de las primeras tormentas de otoño se termina la pesadilla”, escribió Natalia Ginzburg– y luego me quedé un rato mirando las plantas. No son muchas, y ni siquiera sé sus nombres. Hay, eso sí lo sé, varios cactus y suculentas; casi todas fueron regalos de amigas. Llegaron a casa en pequeñas macetas improvisadas, latas de durazno en almíbar, vasitos de plástico. Como crecieron bastante, las trasplantamos a macetas más grandes. Y allí al parecer están cómodas. Las miro de cerca, como nunca las había mirado. Les saco unas fotos y hasta pienso en compartirlas en las redes, pero finalmente las guardo para mí. Tenemos también un limonero que nos ha hecho renegar –palabra de madre–, siempre con pestes, invadido por hongos, hormigas o caracoles, con hojas que se marchitaban y se desprendían. Así durante años, enano y maltrecho, a punto de secarse definitivamente. Ahora, sin embargo, parece repuntar, hace alarde de un verde y un brillo que nunca antes le había visto. Y, por primera vez, ha dado frutos. Tres limones, minúsculos aún. Uno promete ser poderoso; los otros dos no sé, veremos qué ocurre cuando lleguen los fríos y las heladas. Miro de cerca el limón más grande, observo su textura, su verde tan decidido. Le hago una foto de cerca, un primer plano. Después entro a la casa, busco una colchoneta y regreso a tirarme en el piso a mirar el cielo. Es apenas un recorte, un rectángulo azul entre cuatro paredes altas. Respiro hondo varias veces. No sé nada de yoga ni de métodos de relajación orientales, simplemente sentí la necesidad de acostarme en el suelo y respirar hondo, y sin que la voluntad interfiera empiezo a recordar cosas, me lleno de imágenes del viejo jardín de mi casa, de las flores de mamá en Entre Ríos, los helechos y crotones que mi abuela Ernestina traía de su provincia del norte. La gente se paraba a mirarlos, me acuerdo. Y me acuerdo también que en ese patio yo jugaba con insectos; les armaba casas que improvisaba con cajitas de remedios; hacía puentes, bebederos, les tendía pequeñas trampas. Arañas, grillos, vaquitas de San Antonio, escarabajos toro eran mi compañía. Los toritos. De grandes nos alejamos de ese mundo y los insectos nos dan miedo o repulsión, o ambas a la vez; nos limitamos a pisarlos –si es que nos animamos–, a rociarlos con insecticidas o a mirarlos cada tanto en algún documental, medio de pasada, alternando caras de asco con gestos de fascinación y hasta de falsa nostalgia. Son pocos los que nos resultan indiferentes y menos aun los que nos caen simpáticos (aunque simpático quizá sea una exageración hablando de insectos, pero es cierto que el torito no puede darle miedo a nadie, su anatomía lo deja al borde del ridículo: es un insecto gracioso, parece más un rinoceronte en miniatura –de hecho su nombre real es escarabajo rinoceronte–, aunque nosotros siempre lo llamamos torito, y torito será). Retomo: yo no era ninguna excepción, de chicos todos jugábamos con insectos, incluso con los que nos daban un poco de miedo. Éramos especialistas en picar arañas culonas con palitos; cazábamos langostas, grillos o matapiojos, los encerrábamos en frascos y a la mañana siguiente los encontrábamos muertos, o les sacábamos las patas a las cucarachas para ver si era cierto lo que decía la canción. Éramos crueles, impunes, libres. Nadie nos sermoneaba por eso, a lo sumo cada tanto nos decían que tuviéramos cuidado. Hasta con las mariposas hacíamos experimentos (sobre todo con ellas; esa luminosidad vibrante que nos quedaba adherida a la yema de los dedos después de tocarlas), pero no con el torito. Al menos yo no, acá hablo solo por mí. Si estaba jugando en el patio, construyendo fuertes con cortezas y ramitas y levantando montañas de arena para las futuras batallas de indios y soldados, era seguro que un escarabajo toro me honraría con su presencia. Siempre activo, salía de una cueva o cavaba una, o marchaba a paso firme como si estuviera llegando tarde. Era irresistible levantarlo, ponerlo en la palma de la mano y acercarle la yema del dedo para que apretara con su cuerno de guerrero, sentir por un instante su poder y luego sacudir la mano para ver si se soltaba pero no, él seguía ahí, irreductible en su tozudez. Cuando lo sacaba me dejaba de recuerdo una pequeña marca, que no dolía. Si encontraba dos machos, los incitaba a pelear: se trenzaban y se daban topetazos que me fascinaban como si estuviera frente a una lidia de auténticos toros gigantes.