Con Sagasti nos encontramos en un bar del Botánico a mediados de abril.
Apenas nos saludamos ordena un café (“ya tomé tantos hoy que no sé si debería”, me aclara), más tarde alzará la mano para pedir educadamente un vaso de agua que le durará la charla entera. Hablamos de su hermano, de ese texto que es desgarrador y precioso, todo al mismo tiempo. Entonces introduce una palabra: “extrañeza”, y me explica que en ese momento, cuando ve la página del diario y en esa página encuentra el nombre de su hermano, lo que percibe es la sensación de que eso no le está pasando a él. Quizás lo que siente es una especie de desdoblamiento, un deseo irrefrenable de no ser él, de que no sea su hermano, de no estar ahí, de que su hermano no esté donde está: lejos, solo, muerto
Enseguida la pregunto por qué Lenguas vivas (inevitable: se me viene a la cabeza el prestigioso colegio que lleva ese nombre) si lo que sobrevuela el texto entero es la muerte. Me dice que en realidad hay un libro (no se editó) que se llama Lenguas muertas, un libro que también habla del lenguaje, y este es algo así como una continuación. Entonces se me ocurren preguntas que no hago (por pereza, por no estirar demasiado la charla, porque tal vez necesito pensarlas un poco más): ¿Cómo viven las lenguas que corren un serio riesgo de morir? ¿Viven si no se comparten? ¿Y qué pasa con las que nadie comprende, o solo unos pocos? Se me ocurre que en el último libro de Sagasti la historia del hermano detona la posibilidad de hablar del desamparo de las lenguas muertas, y que las vivas son como esos fantasmas que merodean “en una realidad de leche opaca” (es decir, el universo de lo textual, lo discursivo).
Me cuenta que es muy bueno (¡muy bueno de verdad!) trazando círculos. “Mostrame”, le digo. Entonces le acerco un ejemplar de su libro, abro en la última página de cortesía y le presto una Bic. También me cuenta que dibuja rostros. De nuevo le pido que me muestre. Entonces dibuja a un Borges-Marechal (paciencia, ya entenderán) y después se dibuja a sí mismo. Pero me quedo con el círculo, porque nuestra conversación adquiere, por razones que supongo los dos ignoramos, esa forma. “Todo se conecta con todo”, cree Sagasti, como en su libro.