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Luis Sagasti: A veces me releo y me sorprendo

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Por Valeria S. Groisman

Treinta y nueve años después, Luis Sagasti (Bahía Blanca, 1963) escribió lo que recuerda de la muerte de su hermano. “Días después del entierro me encontraba en una verdulería cuando leí el aviso fúnebre de mi hermano en la hoja de diario que envolvía media docena de huevos frescos”, cuenta casi al final de Lenguas vivas (Eterna Cadencia), su nuevo libro. El capítulo se titula “Hay que comer”. Otra forma de decir que la vida sigue. Unos párrafos después, Sagasti dice que en esos días cercanos a lo impensable, a él, con veinte años, se le había dado por pensar en fantasmas: “(…) son los muertos, si mueren jóvenes, los que nos ven a nosotros como fantasmas: luces que aparecen súbitas, raptos, sonidos indecisos, nada muy claro en una realidad de leche opaca. Y no los habita el miedo sino el desamparo, la tristeza”

Con Sagasti nos encontramos en un bar del Botánico a mediados de abril.

Apenas nos saludamos ordena un café (“ya tomé tantos hoy que no sé si debería”, me aclara), más tarde alzará la mano para pedir educadamente un vaso de agua que le durará la charla entera. Hablamos de su hermano, de ese texto que es desgarrador y precioso, todo al mismo tiempo. Entonces introduce una palabra: “extrañeza”, y me explica que en ese momento, cuando ve la página del diario y en esa página encuentra el nombre de su hermano, lo que percibe es la sensación de que eso no le está pasando a él. Quizás lo que siente es una especie de desdoblamiento, un deseo irrefrenable de no ser él, de que no sea su hermano, de no estar ahí, de que su hermano no esté donde está: lejos, solo, muerto

Enseguida la pregunto por qué Lenguas vivas (inevitable: se me viene a la cabeza el prestigioso colegio que lleva ese nombre) si lo que sobrevuela el texto entero es la muerte. Me dice que en realidad hay un libro (no se editó) que se llama Lenguas muertas, un libro que también habla del lenguaje, y este es algo así como una continuación. Entonces se me ocurren preguntas que no hago (por pereza, por no estirar demasiado la charla, porque tal vez necesito pensarlas un poco más): ¿Cómo viven las lenguas que corren un serio riesgo de morir? ¿Viven si no se comparten? ¿Y qué pasa con las que nadie comprende, o solo unos pocos? Se me ocurre que en el último libro de Sagasti la historia del hermano detona la posibilidad de hablar del desamparo de las lenguas muertas, y que las vivas son como esos fantasmas que merodean “en una realidad de leche opaca” (es decir, el universo de lo textual, lo discursivo).

Me cuenta que es muy bueno (¡muy bueno de verdad!) trazando círculos. “Mostrame”, le digo. Entonces le acerco un ejemplar de su libro, abro en la última página de cortesía y le presto una Bic. También me cuenta que dibuja rostros. De nuevo le pido que me muestre. Entonces dibuja a un Borges-Marechal (paciencia, ya entenderán) y después se dibuja a sí mismo. Pero me quedo con el círculo, porque nuestra conversación adquiere, por razones que supongo los dos ignoramos, esa forma. “Todo se conecta con todo”, cree Sagasti, como en su libro.


¿Cómo surgió Lenguas vivas? ¿Surgen los libros, como si cada uno fuera algo distinto de lo que venís escribiendo?

Mi vieja dijo una vez, como al pasar, que le escribía todos los cumpleaños una carta a mi hermano. Yo dije: guau, ahí hay algo. Entonces la idea fue empezar a explorar qué pasa con esas cartas sin un destinatario que pueda leerlas. A partir de ahí empecé a tirar del hilo.

Tu hermano aparece casi al final. No arrancás el libro con la idea que te llevó a escribirlo.

Sí, el aviso fúnebre yo lo vi a la semana de su muerte, y es algo que cuando recuperé me pareció muy poético. En su momento no fue trágico, fue extrañísimo.

Encontrarte con el nombre de tu hermano ahí, ¿no?

Sí, porque además mi hermano jugaba muy bien al básquet, era un gran jugador, y aparecía en el diario. No sabría decirte qué me sucedió, pero no fue una cosa trágica. Fue como una cosa de irrealidad, de extrañeza, y no se lo había contado a nadie. Y escribiendo vuelve a mi cabeza la escena.

¿Cuántos años después?

Treinta y nueve. Mucho tiempo.

Nunca habías escrito sobre su muerte entonces…

No, y después, al final, me meto y cuento lo que recuerdo. Aparece mi abuelo…, y todo es cierto, pero no es que tuve una emoción atragantada durante tantos años, no, simplemente son cosas que uno ha vivido y encuentran su espesor literario, o uno cree que encuentran su espesor literario. En este libro no hay una trama. No es un libro planificado, yo voy escribiendo y surgen ideas, datos, historias que voy conectando.

Hace poco escuchaba la idea, que me parece bastante simplista, de que algunos escritores escriban con mapa y otros con brújula. Vos serías un escritor de brújula, ¿no es cierto?

Yo también lo leí, y no sé de quién. Qué sé yo, yo no sé bien hacia dónde voy. Igual la “inadjetivable” Isabel Allende decía “yo todos los 8 de enero enciendo unas velas y empiezo una novela”. A mí eso me parece demasiado serio.

¿Cómo empezaste a escribir?

Si es por escribir, yo empecé a los siete u ocho años. Escribía historietas. Las tengo guardadas.

¿También dibujabas?

Sí.

(Este es el momento exacto en el que le pido que dibuje algo, lo que sea, y le acerco el libro y la Bic. Me cuenta que lo que le sale muy bien, en los pizarrones, son los círculos).

A ver…

Ahora no me va a salir. Tiene que ser sin pensar. Te puedo dibujar otra cosa (dibuja). Acá tenés un (Jorge Luis) Borges que parece (Leopoldo) Marechal. Y puedo hacer mi autorretrato (dibuja). Siempre barba de dos días (no le convence demasiado). 

Está muy bien, hay un perfil ahí.

No soy dibujante, pero hacía historietas y las guardaba en una caja de hierro y las enterraba en el jardín. Era toda una aventura.

Y no le contabas a nadie.

A algún amigo, sí. Tenía un mapa para ubicar el escondite.

¿Sigue enterrada?

No, la tengo conmigo. 

Es genial la historia.

(se ríe) Sí. Después tuve ganas de ser escritor a los 17 años cuando empecé a leer a Henry Miller. La dictadura estaba terminando de a poquito. Era el ´81, yo estaba en quinto año. Había un bar muy bohemio donde se juntaban escritores, músicos, gente de teatro. Yo empezaba a ver películas que no entendía mucho. Me encantaba no entenderlas. “Manhattan” de Woody Allen, y en blanco y negro. Todo se estaba abriendo. Entonces yo leía a Miller y me encantaba. Quería ser escritor. Me sentaba en bares.

¿Y escribías? ¿Anotabas ideas en servilletas?

No, no escribía nada. No había vivido nada. Para escribir como Henry Miller tenés que vivir algo. Te tiene que pasar algo en la vida.

Habías vivido la muerte de tu hermano… También podías inventar.

Me acuerdo igual de algunas frases que se me ocurrían y entonces yo sentía que estaba escribiendo.

Entonces vino primero el deseo de ser escritor antes que la escritura misma.

Las ganas de ser escritor, sí. Después me tocó el servicio militar en la guerra.

¿Fuiste a Malvinas?

No, no fui porque era rubio.

¿Cómo es eso?

En el batallón que me tocó estábamos todos ahí formados y piden un soldado mecánico, un bachiller de Bahía Blanca. Piden es una forma de decir. Era a los gritos. Salimos corriendo tres, nos presentamos y dijeron: el rubio. Me presentan a un coronel, me entrevista, y cuando vuelvo se habían ido todos. No se sabía muy bien adónde iban. “Se van al Sur”, decían. Fue un manicomio.

En el libro escribís sobre las guerras; de hecho, arrancás con eso. Hablás del síndrome de estrés postraumático y contás que a muchos soldados se les notaba “la mirada de los mil metros”. “(…) la impresión es la de alguien que busca respuestas que no se encuentran en el tiempo”, la explicás. Y después referís un hecho que me resultó muy curioso: era común que los soldados cantaran una canción y que quisieran terminarla, como si ahí encontraran la certeza que claramente no tenían en el campo de batalla. Poder terminar una canción, cosa que podía no cumplirse, era más factible que poder vivir. 

Eso pasa realmente en la Primera Guerra Mundial. Yo no lo viví.

Este tipo de datos, ¿de dónde surgen? ¿Sos de investigar antes de sentarte a escribir?

No, son cosas que ya tengo en la cabeza. Algunas después las corroboro, sí. Tengo mucha memoria. Si necesito, investigo o me asesoro para algún capítulo o tema en particular. Después surgen los links: esto lo puedo vincular con esto y con esto.

Y hay como un juego, ¿no? Por un lado está la hibridación, de géneros y de voces. Un estilo que remeda la manera en que producimos y consumimos discursos hoy. Esto no lo decís, pero ¿lo pensaste de esta manera?

Yo creo que las cosas, incluso las que nos dan placer, por ejemplo una serie en Netflix, solemos dejarlas, porque nos distraemos, y cuando volvemos la serie es otra. O pasa con películas o canciones. A veces quiero escuchar un tema viejo y no lo escucho entero, un fragmento. Consumimos así por la gran cantidad de información que tenemos disponible. Es como el síndrome de la heladería: cuando había tres gustos uno elegía fácil; ahora que hay setenta y pico, estamos tres horas para elegir siempre lo mismo. Por otro lado, yo soy así. Mis clases son así. Pero cuando se produce literatura así no es una literatura que se consuma demasiado. No es popular.

¿Qué libros estás leyendo (consumiendo) en este último tiempo?

Hace poco leí Quebrada, de Mariana Travacio, me gustó mucho. Me gustan Rodrigo Fresán, (César) Aira, Mario Ortiz es un genio.

¿Sos de editarte y revisarte mucho antes de entregar? ¿Te releés?

Cuando un libro mío se traduce, sí. Y a veces puedo releer algo y me sorprendo, pero en general no me vuelvo a leer.

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