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La vida es un hermoso selfi

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Por Luys D’Ariel

A la sombra del primer puente del Bósforo, la mezquita de Ortaköy, la más bella del mundo, muestra su piel herida por los siglos y el hollín. Orientada magistralmente, sus vidrieras dejan entrar toda la sinfonía cromática del estrecho. Se construyó sobre un antiguo palacio moldavo y ahora, toda ella, es la sultana de las mezquitas. A la vera, bajo una farola de cuatro lámparas de hierro, Cecilia (una argentina emigrada) ha puesto su caballete. A 50 metros, otro pintor de mediana edad hace caricaturas junto a una radio donde suena “Camino de Üsküdar”. Hay una chica con velo que se ríe mientras el hombre la retrata. A Cecilia no le hace falta pintar con música porque ella escucha los sonidos de los colores y las tonadas del atardecer. Dos japonesas se acercan por detrás armadas con sus Nikon bajo sombreros de pescador. Sonríen y se sacan fotos con el puente y la mezquita al fondo. Cecilia sigue pintando. Hay pintores que sólo pintan por el hecho estético, otros se interesan en lo social y otros retratan sus obsesiones. Todo es válido en el arte mientras cambie la manera de mirar. Atardece en el cuadro. El puente se vuelve rojo con ribetes amarillos. La mezquita se inflama a un lado, desvirtuando el blanco sucio de su piel. En el lienzo se va encendiendo la luna junto a las luces del puente y las farolas brillan sobre los amarres de un bote que se mece somnoliento.

Cecilia es una gran pintora, no tanto por la técnica que tiene sino por el ojo con que lo observa todo. Vagabundea por Estambul retratando sus calles, sus gentes, sus conductas. Hace a su modo una suerte de sociología. En sus lienzos se mezcla Constantinopla con la urbe de Atatürk y la megápolis de Erdogan. Por eso, a veces, las mezquitas aparecen como cuarteles, las cúpulas como cascos y sus minaretes como misiles apuntando al cielo.

En Estambul encuentra los colores vívidos de Malta, la luz del cielo de Madrid y los olores humeantes de Marraquech. Pero el cielo estambulí se mueve, nunca está quieto como los demás, parece un tembloroso océano moteado de barcas blancas con prisa. Hoy es un día soleado, para andar descalza y con poca ropa, si una estuviera en Marbella. El autobús la deja en Kuzguncuk Sahili, pueblo de artistas y de casas pintorescas. Le recuerda a La Boca, salvo el hecho de que las casas están cubiertas de madera.

Junto a un café, cuyas vistas al puente y la ciudad son esenciales, hay un muchacho ruso. Es alto, rubio y lleva la barba tupida a lo Tolstoi. Otro artista fascinado por la ciudad. Cecilia observa su trabajo. Sacha no usa caballete sino un barreño gigante con agua. Lo asienta sobre una mesa y le echa cola blanca para espesar el líquido. Salpica el agua con óleo azul. El agua es buena para todo, incluso para plasmar ideas. Con una aguja de tejer dibuja flores y tallos en los contornos. Combina el rojo, el verde, el amarillo… Con otra aguja más fina, va delineando el puente, la costa… Luego aplica el negro sobre lo que serían los edificios más altos. Al acabar, se ve esa parte de la ciudad anochecida, el puente lleno de luces y el mar oscuro, simple y solitario. Cecilia observa maravillada. En torno al ruso hay unos cuantos curiosos. Todos miran perplejos. Un niño quiere meter un dedo y el ruso ataja la maniobra. Le da un caramelo a cambio. Acto seguido, extiende un lienzo fino sobre el agua, le imprime suaves golpecitos y después lo saca con el dibujo estampado en un papel. La gente aplaude, Cecilia llora de emoción.

Cecilia encuentra su rincón vacío. Ante el lienzo con que trabaja se mece el mar. Los ferris se alejan dibujando lo que mira, coloreando lo que siente, llevándose sus pensamientos, abigarrados como nubes. No hay ni una sola gaviota en el plano ni turistas que se agolpen en el Gran Bazar. De modo que se pinta a sí misma contemplando el horizonte. Delinea sus ojos, ensombrece la mirada… Alza la mano para hundirla en sus cabellos. ¡Y sí! La vida es como un selfi. Sólo merece la pena si apareces en la foto.