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La poesía, un juego peligroso

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“La poesía, mi fascinación por Leautréamont y un juego peligroso”

Por Vivian Lofiego

Tengo trece años y mucha fiebre. Mi abuela me mira desde la puerta de la habitación y me anuncia: – “Voy a hacer que te pongas bien. En un rato regreso”. Cierra la puerta con cuidado, me duermo.

Sobre mi cama, en la bandeja para las grandes ocasiones, hay un té humeante junto a un libro envuelto para regalo. Nada podía hacerme más feliz. Ya la fiebre había cesado lo suficiente como para quedarme pasmada cuando al desenvolver el libro leo el título: “El infierno musical” de Alejandra Pizarnik. ¿Cómo sabía? Hablábamos de poesía juntas, pero yo aún no le había mencionado a la poeta que iba leyendo “casi a escondidas” en algunas librerías de la calle Corrientes.  Leo con avidez, siento que estoy entrando en un universo extraordinario, la fiebre vuelve a subir. Pizarnik me acerca al umbral del surrealismo, me precipita hacia Lautréamont y de alguna manera a París. Doce años más tarde me radicaría en Francia.

¿Quién sería el Conde cuyo nombre era Isidore Ducasse? Resuena en mis oídos la afirmación de Hölderlin que evoca la propia Alejandra en su ensayo:  El verbo encantado: “la poesía es un juego peligroso”. Y así comenzó mi exploración. Estudiante universitaria en Buenos Aires, devoraba libros que muchas veces compraba usados. La pasión por Marcel Proust llegaría un poquito más tarde, pero por aquel entonces y por algunos años el centro era descubrir al famoso “Conde”. En Argentina no había ni rastros.  

Nacido en Montevideo en 1846, al igual que los inmensos poetas:  Laforgue y Supervielle, Isidore tuvo padres franceses quienes terminaron en la otra orilla del Atlántico. El padre era diplomático y la familia se instaló en el Uruguay. De él, uno de los mayores escritores de la literatura moderna, no quedan casi pistas; salvo unas fotos, sus poemas y un documento que indica que dos años antes de su muerte -en 1870- visitó el Uruguay. Muere de mañana en una París sitiada. Tenía 24 años y ya era una leyenda que perdurará por siempre en la historia de las letras.

Su obra fue considerada “maldita”, quizás por la oscuridad de sus palabras, por la osadía del personaje de Maldoror quien irrumpe a través de los Cantos, rompiendo sintaxis y puntuación como si nada. Arremetiendo con la maldad, la corrupción y el horror.  Esos Cantos que rozaban lo prohibido se hicieron célebres. Isidore se había servido de la Biblia, del Marqués de Sade, de un libro de aves y copiando y pegando fue avanzándonos en la “intertextualidad” como método de trabajo literario. Otra genialidad.

Mi fascinación crecía. Descubro una carta que Ducasse le escribió a su editor Lacroix sobre sus últimos trabajos: ¿Sabe? He renegado de mi pasado. Ya no canto más que a la esperanza; pero para ello, es preciso primero atacar contra la duda de este siglo:  melancolías, tristezas, dolores, desesperos, lúgubres relinchos, maldades artificiales, orgullos pueriles, cómicas maldiciones, etc.

¿Pero dónde vivió mi ángel Isidore?  Leyendo y atando cabos, una novela del escritor francés, Eugène Sue de 1838 lleva por título: Lautréamont. Me instalo en París y por azar o coordenadas del destino, mi departamento está ubicado a tres cuadras de la rue Vivienne. Me encuentro dentro de la trama de una intertextualidad que da sentido a mi viaje. Me invade una emoción profunda cuando descubro la calle y la Galería del mismo nombre, que es también, dicho sea de paso, el mío.  ¿Un guiño de Cortázar, de Alejandra, de Isidore Ducasse quien habitó en la calle Vivienne? En la espléndida Galería se desarrolla uno de los cuentos más emblemáticos de Cortázar: “El otro cielo”. Cortázar está directamente homenajeando a Lautréamont. El cuento relata la historia de un hombre de Buenos Aires que vive a finales de los años 1940 en la casa de su madre, que tiene una novia y que trabaja en la bolsa. Deambulando por el Pasaje Güemes, atraviesa el océano y el tiempo y empieza una nueva vida en el París del fin del Segundo Imperio, frecuentando pasajes parisinos y sobre todo la Galerie Vivienne con su novia prostituta llamada Josiane. En el clima de miedo provocado por la amenaza prusiana y Laurent el estrangulador de prostitutas, los protagonistas se cruzan con un hombre que se presenta como sudamericano y que se puede ver como el alter ego del Conde de Lautréamont. Aquí pasaba algo… el personaje se presenta como un sudamericano aunque no tenga ningún acento. Ducasse como sabemos  nació en Uruguay de padres franceses. Vivió en París y frecuentó el barrio de la Bolsa y la Galerie Vivienne, exactamente como hace el personaje en “El otro cielo”. Ducasse y el sudamericano son solitarios que mueren muy jóvenes, en un hotel, antes de la victoria de los prusianos. Además las dos partes que componen el cuento están precedidas por un epígrafe anónimo…  En realidad, proceden de los Chants de Maldoror. Por otra parte Laurent es una reducción  evidente de Lautréamont.

Entro a estudiar a la Sorbona y mi profesor Saúl Yurkievich, nos propone a un grupo de estudiantes que hagamos un Itinerario poético junto a su amigo, el poeta francés Pierre Lartigue. Andamos por el barrio de la Bolsa, pasamos por las Galerías, y mi corazón empieza a palpitar cuando Lartigue comienza a hablar de Isidore Ducasse. Va cayendo la tarde, es otoño y se van envolviendo en sombras las calles pequeñas. El grupo, escoltado por el poeta, está en silencio como en un ritual, avanzamos. Nos une la belleza.  La lentitud de nuestros pasos es una forma de ofrenda, de homenaje, la bruma nos va haciendo desaparecer. Las hojas de los árboles caen en forma de lluvia.  Siento que una mujer, que se asemeja a Josiane, me roza la mano y me señala una calle, la del Faubourg – Montmartre, luego un portón verde y amplio cuyo número es el 7. Una manito en forma de dintel indica un bronce en el cual está escrito: «Aquí yace un adolescente que murió tuberculoso: ya sabéis por qué. No recéis por él.»

Las piernas me flaquean, de mi vista fueron deapareciendo los acompañantes del paseo, y la mujer parecida a Josiane también se ha retirado de la escena. Quiero entrar y subir veloz las escaleras, arrancar del sueño al niño dormido. Rezaba uno de sus cantos «No te preocupes por mi. Lo mismo que las brumas de los ríos escalan a lo largo de las laderas de la colina, y, una vez alcanzada la cima, se lanzan a la atmósfera en forma de nubes, lo mismo tus inquietudes sobre mí han crecido insensiblemente, sin motivo razonable, y forman por encima de tu imaginación el cuerpo engañoso de un desolado espejismo. Te aseguro que no hay fuego en mis ojos, aunque sienta la misma impresión que si mi cráneo estuviera metido dentro de un casco de carbón ardiendo. ¿Cómo quieres que las carnes de mi inocencia burbujeen en la tina si sólo oigo unos gritos muy débiles y confusos que para mí no son más que los gemidos del viento que pasa por encima de nuestras cabezas?

Me queda el recuerdo de Isidore, de las escaleras que no subí, en un salón de té de la Galería Vivienne termino mi libro: “El árbol de Ariel” ( Ed. Indigo. París. 2000) un homenaje a Pizarnik y un poema a Ducasse. “Una cicatriz para Maldoror” (…) Yo un perro de mil años- he visto como en el campo jugaba la niña recogiendo belladonas con vestido de azucenas- el olvido la dejó junto a un pozo (…) Mi querido amigo Claude Couffon, el gran traductor y amigo de Alejandra cuando esta vivía en París,  tradujo y presentó mi  libro.

¿ Vendrán a la lectura  mis queridos, ellos que me empujaron a este viaje, ellos como los ángeles de Blake?

Cierro el libro, subrayo un poema de Alejandra, de 1972, dicen que es su último poema:

(…) no quiero ir/ nada más/ que hasta el fondo/oh vida/oh lenguaje
       oh Isidoro

Mi abuela retira la bandeja de plata y cierra las cortinas. Sueño que llegué a París.

Foto: @Marie-Cirer

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