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La negación del otro

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obra de Nele Azevedo 

 IG @neleazevedo

Por Valeria Sol Groisman

El duro que no cree en nada llega a ser el fantasioso que cree en cualquier cosa.

TERRY EAGLETON

Sostiene el escritor israelí Amos Oz que acaso una de las razones que mejor explique el fanatismo sea la necesidad de encontrar soluciones absolutas, también “sencillas y aplastantes”, o lo que él denomina “una salvación de golpe”. Cuando la incertidumbre se vuelve costumbre, todos buscamos la manera de obtener respuestas que alivianen la carga que supone vivir en este mundo. Y en el tren de perseguir esas certezas, como bien dice Oz, ¿cuántas veces elegimos sentir antes que pensar? ¿Y cuántas preferimos adherir a ideas radicales con tal de calmar la ansiedad que supone la perplejidad?

“Sectores cada vez más amplios de la población votan en las elecciones a quien consigue emocionarlos y divertirlos”, advierte, al mismo tiempo que alerta que esta tendencia a confiar en los sentidos en detrimento del raciocinio deriva en una “infantilización de multitudes”. “El mundo entero se está convirtiendo en un jardín de infancia global”, arriesga el escritor israelí. Más que nunca nos dejamos llevar por los eficaces relatos que salen de esa fábrica conocida como storytelling.

Lo cierto es que casi todos emprendemos la búsqueda de sentido en algún momento de nuestras vidas. Capaz ciertas situaciones agudicen nuestra capacidad de introspección: crisis, enfermedades, separaciones o peleas, pérdidas o fracasos, tal vez una pandemia como la que atravesamos mientras escribo estas líneas. O no.

Algunos encontrarán aseveraciones convincentes en el arte, la política, el trabajo, el amor, la espiritualidad. Otros elegirán la filosofía o la ciencia, lo que los llevará a una búsqueda permanente que abrirá la puerta a nuevos interrogantes. Habrá personas que prefieran no pensar, no sentir, no indagar: la libertad resulta a menudo atemorizante. Y, como andar la vida sin brújula es, como poco, arriesgado, están también aquellos que se casarán con interpretaciones irrevocables hasta que la muerte los separe. Esta última opción está a menudo arraigada en la idea de que si Dios –puede ser la Madre Naturaleza o el Universo- me reveló la verdad, entonces “yo no tengo nada más que hablar con nadie”.  

A diferencia del resto de los mortales, los fanáticos radicalizan la búsqueda de sentido: la convierten en el único y exclusivo leit motiv de sus vidas, y se desviven por diseminarla.

Como señala Oz: “El fanático aspira de forma infatigable a transformarte y reformarte, a abrirte los ojos para que tú también veas la luz. De hecho, en este aspecto, el fanático es un ser increíblemente altruista, una persona nada egoísta:  se interesa por ti mucho más que por sí mismo”.

Pero, por suerte, frente al refrán “lo que toca toca, la suerte es loca”, los humanos tenemos esa “última libertad” que evoca el escritor y sobreviviente del Holocausto Viktor Frankl: la posibilidad de decidir cómo responderemos a las circunstancias que nos tocan, de elegir el propio camino. Esta libertad es libre albedrío y al mismo tiempo compromiso y riesgo. Como dijo alguna vez el dramaturgo irlandés George Bernard Shaw: “La libertad significa responsabilidad: por eso la mayoría de los hombres le tiene tanto miedo”.

El fanático “no tiene ningún sí mismo o apenas lo tiene”, arriesga Oz. Por eso delega la propia responsabilidad en una causa, en un poder absoluto, en un ente superior. Ese no hacerse cargo es lo que lo aleja del miedo y le insufla una fuerza huracanada. “Si hay alguien más que decidió por mí eso me absuelve de toda culpa”, esa es la justificación que lo mantiene firme en su convicción de respetar cada idea a ultranza.

Los fanáticos que se sacrifican en nombre de un ideal buscan redimirse fácilmente del pecado de creer sin pensar.  “A medida que las preguntas se vuelven más difíciles y complicadas, también aumenta el ansia de más y más personas por obtener respuestas sencillas, respuestas de una sola frase, respuestas que señalen sin ninguna duda a los culpables de todos nuestros sufrimientos, respuestas que nos aseguren que, si aniquilamos y exterminamos a los malvados, al instante desaparecerán todos nuestros problemas”, señala Oz y ejemplifica: “´¡Todo es por culpa de la globalización!´, ´Todo es por culpa de los musulmanes!´, ´¡Todo es por culpa de la permisividad!´, ´¡Por culpa de Occidente!´, o ´¡Por culpa del sionismo!´, o ´¡Por culpa de los inmigrantes esos!´, o ´¡Por culpa del laicismo!´, o ´¡Por culpa de los de izquierdas!´. Todo lo que tienes que hacer es eliminar lo que sobra, señalar con un círculo al que para ti es el auténtico demonio, y luego matar a ese demonio (junto con sus vecinos, o con todo aquel que se encuentre casualmente por los alrededores), y así abrir de una vez por todas las puertas del Paraíso”. 

El fanatismo es lo opuesto a la libertad.

La libertad abre fronteras; el fanatismo las bloquea.

La libertad invita al diálogo; el fanatismo lo rechaza.

La libertad implica responsabilidad; el fanatismo se lava las manos.

La libertad abraza al otro; el fanatismo se encierra sobre sí mismo.

La libertad es libre; el fanatismo es esclavo.

La libertad busca paz; el fanatismo busca guerra.

Incita al choque.

La disputa lo enfervoriza.

Su alimento es el odio. 

Oz adhiere a esta idea y señala al desprecio por el Otro como uno de los componentes fundacionales del fanatismo. Un profundo desprecio por el que piensa, siente o vive de otra manera. Eagleton, por el contrario, considera que el germen del fanatismo puede hallarse en el malestar más que en el odio. Para este pensador el fundamentalismo es un “credo global” y “el mundo se divide entre aquellos que creen mucho y aquellos que creen muy poco”.

Cuando las cosas van bien –opina Oz– “casi frente a cualquier autoridad aparece otra autoridad opuesta”. Que la gente se permita discrepar, sospechar y cuestionar es signo de que la democracia está en pie –ya sea en un país, en una institución, en un grupo de amigos, en las redes sociales, en la pareja o en la familia–  y de que se respetan los derechos y las libertades del Otro.

Si opinar diferente representa una situación problemática, si nos autocensuramos, si tememos decir lo que pensamos, entonces del otro lado hay un fanático.

En su libro Cultura, Terry Eagleton cita un proverbio inglés que reza que el mundo sería un lugar extraño si todos pensáramos igual, para luego afirmar que “una opinión no es merecedora de respeto simplemente porque alguien la sostiene”. Allá lejos, en los albores del periodismo ciudadano, se creyó que con un celular en mano todos seríamos potenciales enunciadores en un universo digital capaz de sincretizar todas las voces hasta lograr la democratización de la comunicación. Hoy vemos con pesar que, por un lado, persisten las brechas digitales, y, en segundo lugar, resulta imperativo preguntarnos si el hecho de leer y escuchar tantas voces, ¿nos acerca o nos aleja de un espacio público que tienda a la equidad, la solidaridad, la igualdad de derechos, la paz, el disenso y la confianza? Cuando el rumor malintencionado y el juicio sesgado son moneda corriente, como escribe Eagleton, tal vez debamos recurrir más que nunca a una postura crítica sin por eso cancelar al que piensa distinto.

El fanatismo no admite disidencia. El fanático no es autocrítico, no revisa. No es partidario del diálogo ni de la negociación. No se siente cómodo en contextos inciertos: busca amarrarse a lo absoluto, aunque esa fe sea ciega y sorda. Más bien, florece sobre todo cuando esa fe es ciega y sorda. Y las redes sociales son terreno fértil para la intensificación de este credo fervoroso.

El otro que hay en mí

Desde que nacemos hasta que morimos vivimos solos  juntos, como dice Tzvetan Todorov. Esta capacidad de conservar la unicidad y a la vez integrarnos en un todo es lo que nos hace seres sociales. Sabernos uno y a la vez otro. Pero ¿qué sucede cuando no reconocemos al otro como sí lo hacemos con nosotros mismos? De esto se trata este capítulo. De la otredad, la condición de ser el otro.

En su libro Encuentro con el otro, el periodista y escritor polaco Ryszard Kapuscinski, que recorrió gran parte del mundo como cronista de guerra, argumenta que ante el encuentro con el “otro”  siempre hay tres posibilidades: la guerra, la muralla o el diálogo. El fanático se debate entre la guerra y la muralla; nunca el diálogo.

Todos los libros de Kapuscinski son lo que él denomina un cruce de frontera, literal y metafórico. En Viajes con Heródoto cuenta por qué se convirtió en corresponsal. Luego de terminar la carrera, su primer trabajo consistía en viajar por Polonia siguiendo rutas marcadas por las cartas de lectores que llegaban a la redacción del periódico para el que trabajaba. El itinerario incluía a veces aldeas que se enclavaban al límite con otros países. El joven reportero notaba que a medida que se acercaba a la frontera, la población menguaba, el silencio se volvía ensordecedor. La tierra que separaba a unos de otros estaba desierta de almas. Y esa acumulación de ausencias era lo que más le llamaba la atención. ¿Qué habría del otro lado? ¿Qué separaba realmente a unos de otros? ¿Quién determinaba que el confín de su país era el punto de partida del de otra nación y por qué eso debería constituir un condicionamiento en la forma de relacionarse con los que habitaban ese espacio tan cercano y a la vez tan lejano?

Me sentía tentado a asomarme al otro lado, a ver qué había allí. Me preguntaba qué sensación se experimentaba al cruzar la frontera. ¿Qué sentía uno? ¿En qué pensaba? Debía de tratarse de un momento de gran emoción, de turbación, de tensión. ¿Cómo era ese otro lado? Seguro que diferente. Pero ¿qué significaba diferente? ¿Qué aspecto tenía? ¿A qué se parecía? ¿Y si no se parecía a nada de lo que yo conocía y, por lo tanto, era algo incomprensible e inimaginable? Pero, en el fondo, mi más ardiente deseo, mi anhelo tentador y torturador que no me dejaba tranquilo, era de lo más modesto, pues lo único que me intrigaba era ese instante concreto, ese paso, ese acto básico que encierra la expresión cruzar la frontera. Cruzarla y volver enseguida, con eso –pensaba—me bastaría, saciaría esa inexplicable y, sin embargo, muy acuciante sed psicológica.

En el caso del periodista la historia nos dirá que ese apetito en lugar de ceder fue convirtiéndose en una pasión que lo llevó a recorrer distintas latitudes, lenguas ignotas, paisajes anodinos y otros rutilantes. La sed de otros es también la de la aventura. Y aventurarnos a lo desconocido es un riesgo que bien vale la pena si queremos escapar del ensimismamiento vanidoso.  

A partir de su trabajo, el escritor polaco reflexiona acerca de lo que significa viajar -en todos los sentidos posibles- y advierte que más que los frentes de guerra y los peligros que entrañan las travesías por tierras indómitas y desconocidas, “la incógnita, siempre presente y renovada a cada momento” es cómo transcurrirá “cada nuevo encuentro con el Otro, con esas personas extrañas…”.

La frase literal y al mismo tiempo metafórica de “cruzar la frontera” me resultó referencial en distintas etapas de mi vida. Tan polisémica que a cada rato se me antoja adjudicarle un nuevo significado. En tiempos de pandemia, por ejemplo, cruzar la frontera podría remitir a la necesidad de abandonar el nido y abrazar al otro, ya no como fuente de miedo y rechazo, sino de cuidado y responsabilidad. Si pienso en Twitter, la red social de la controversia, la cancelación y el escaso disenso, cruzar la frontera tal vez reponga la osadía de opinar sabiendo que todo lo que diga puede ser usado en mi contra más temprano que tarde. En países donde la grieta ideológica es cada vez más latente podríamos recurrir a la metáfora de Kapuscinski  para invitar al diálogo constructivo y buscar puntos en común.

Podemos cruzar la frontera para probarnos los zapatos del vecino.

Podemos cruzar la frontera para contemplar el mundo a lo lejos, desde una perspectiva inédita.

Podemos cruzar la frontera para asumir posiciones impensadas.

Podemos cruzar la frontera para abrirnos a lo desconocido.

Podemos cruzar la frontera para dudar, cuestionar lo establecido, aprender de los demás.

Podemos cruzar la frontera para ver qué se siente.

Podemos cruzar la frontera para averiguar en qué podemos convertirnos.  

Y podemos cruzar la frontera para pensar con otros.

* Fragmento editado del libro Desmuteados.

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