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La felicidad danesa

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Por Luz Marti

Más impulsada por la literatura y por los policiales nórdicos de la tele que por el turismo puro y duro, mi idea de Copenhague no eran la famosa calle principal con sus casas de colores y sus restaurantes para turistas ni el barrio bohemio (?) de Christiania.

Llegué a Copenhague de noche desde el aeropuerto. Milagrosamente pude sacar el ticket hasta la estación de tren en una máquina con indicaciones sólo en danés y algunos íconos. El hotel quedaba cerca. Una especie de mole de dos cuerpos inmensos invadida por gordos de pelos largos, vestidos de negro, fans de Metallica, que en pocas horas daría un recital.
Mis ilusiones respecto de la ciudad se centraban en tres puntos atravesados, de alguna manera, por la literatura: un paseo a Rungstedlund, a pocos km, para conocer la casa de Karen Blixen; recorrer la ampliación de la Biblioteca Real de Copenhague, el Diamante negro, como llaman a ese anexo hiper moderno de mármol  oscuro  y cristal, que se yergue sobre el agua y por último, si, ¡cómo no! ver la famosa Sirenita del cuento de Andersen.

La Sirenita me desanimó: pequeña, en un lugar desangelado, dando la espalda a edificios lejanos, como depósitos o fábricas, en la orilla opuesta de ese brazo de mar.

La casa de la baronesa Blixen, autora de Memorias de África y de La fiesta de Babette, -ambas llevadas al cine- una maravilla inolvidable en una localidad sobre el mar, con el café de estación de tren más elegante del mundo: paredes grises, lámparas de mimbre, mesas de maderas claras, flores y alfombras de yute.

La casa paterna, adorada, donde pasó la vida, con excepción de los años en sus plantaciones de café africanas, y donde sus cenizas reposan bajo un árbol, es un chalet de techos de teja que recuerda a los de la Mar del Plata de los años 40. Sobrio, de escala abarcable, con ventanas al jardín y al mar y a mástiles de veleros bamboleándose lentos. Sus recuerdos de África pueblan su escritorio, los ramos de flores la recuerdan como si viviera, la mesa del comedor, puesta con porcelana refinadísima, lista para una cena digna de Babette.  Un jardín de verdes frescos y flores nuevas y una cafetería que, en canastos, apila sus mantas para quienes se animen a disfrutar de una comida al aire libre, oliendo a mar y a pasto recién cortado.

Dejé para el último día la biblioteca. No fue un capricho, sino que esperaba llegar a ver la muestra de fotografías de Lee Miller, una mujer para mí desconocida, modelo, fotógrafa de Vogue y fotorreportera durante la Segunda Guerra, que desde su afiche invitaba inevitablemente a descubrirla.  

Caminé desde el hotel hasta allí, por veredas y bicisendas de tablas que serpentean al borde del mar. Imposible equivocarse porque una mole negra y brillante se ve como un faro, formando un puente encima de la calle, que lo une a la antigua Biblioteca Real.

Más allá del impacto de saber que el edificio contiene todas las obras impresas en Dinamarca desde el siglo XVII y gran parte de los primeros libros desde 1482, lo primero que hice fue sacar mi entrada para la muestra de Lee Miller

-Es mañana– me dijo, amabilísima la chica de la boletería-. Hoy es con invitaciones VIP.

-Pero mañana me voy temprano– contesté con tal desánimo que, apiadándose, me ofreció una  solución muy argentina:

– Mire, dese una vuelta por la biblioteca mientras ellos terminan de escuchar los discursos y charlas y después, cuando todos salgan para el cocktail y la visita, las puertas de la muestra estarán abiertas y ahí se mete, como si nada y la ve.

Reconfortada pude recorrer la biblioteca, enterarme de todas las actividades que se ofrecía en los siguientes meses, maravillarme con sus salas de lectura, sus vistas a mar, su arquitectura monumental, sus ocho pisos poblados de volúmenes cuidados, su luz nórdica y su silencio incomparable.

Cuando las puertas del auditorio se abrieron y mientras el público cumplía los rituales de todo vernisage que se precie, saludándose y brindando con champagne, yo, copa en mano, me deslicé hacia las distintas salas con las extraordinarias fotos de Lee: el desierto, la guerra y los retratos de artistas como Man Ray, Picasso, Chaplin, Colette, Max Ernst y Cocteau.

Recordé entonces, en medio de mi felicidad danesa, el Paraíso imaginado por Borges “bajo la forma de una biblioteca”. Y en ese momento, fue cierto.